EL DON DE AMOR
Presencia de Dios.- Dame, ¡Oh Jesús!,
la gracia de poder sondear la inmensidad
de aquel amor que te movió a darnos la
Eucaristía.
PUNTO PRIMERO.- Habiendo amado Jesús a los suyos... al fin los amo extremadamente (Jn 13,1). Fue en las últimas horas de intimidad que Jesús paso entre los suyos cuando quiso darles la ultima prenda de su amor. Fueron horas de dulce intimidad y, al mismo tiempo, de amarguísima angustia; Judas ya se había puesto de acuerdo sobre el precio de la infame venta; Pedro le va a negar, todos dentro de breves instantes le abandonarían. En este ambiente la institución de la Eucaristía aparece como la respuesta de Jesús a la traición de los hombres, como el don más grande de su amor infinito a cambio de la más grave ingratitud; es el Dios bueno y misericordioso que quiere atraer a su rebelde criatura no con amenazas, sino con las más delicadas ingeniosidades de su inmensa caridad. Cuando había hecho y sufrido ya Jesús por el hombre pecador, y he aquí que cuando la malicia humana toca ya el fondo del abismo, El, el buen Jesús, casi agotando la capacidad de su amor, se entrega no solo como Redentor, que morirá por él sobre la Cruz, sino como alimento, para nutrirlo con su Carne y con su Sangre. Aunque la muerte dentro de pocas horas le arrancara de la tierra, la Eucaristía perpetuará su presencia viva y real en el mundo hasta la consumación del tiempo. Estás loco por tus criaturas - exclama Santa Catalina de Siena- ; todo lo que tienes de Dios y todo lo que tienes de hombre nos lo dejaste en alimento, para que, mientras peregrinamos por esta vida, no desfallezcamos por la fatiga, sino que vivamos fortificados por Ti, oh Alimento celestial.
La Misa de hoy es de una manera particular la conmemoración y la renovación de la ultima Cena, de la cual todos estamos llamados a participar. Vayamos a la Iglesia y apretémonos en torno al altar como si estuviésemos en el Cenáculo apretados íntimamente alrededor de Jesús. Aquí está Jesús, el Maestro, vivo en medio de nosotros, como estaba en medio de los Apóstoles en Jerusalén; El mismo, en la persona de su ministro, renovara otra vez el gran milagro que cambia el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, y después nos dirá; Tomad y comed ... todad y bebed.
Pensemos que el mismo Jesús había ordenado los preparativos para la ultima Cena y que había querido elegir una gran sala (Lc. 22,12), mandando a los Apóstoles que la adornasen convenientemente. También nuestro corazón tiene que ser un cenáculo "grande", espacioso y dilatado por el amor, para que Jesús pueda celebrar dignamente en él su Pascua.
"¡Oh Señor, Señor! la casa de mi alma es pequeña y estrecha, para que Tú vengas a ella; ensánchala Tú. Está en ruinas; levántala Tú. Hay en ella cosas que ofenden a tus ojos; yo lo sé y lo confieso. Pero ¿quién podrá limpiarla? ¿A quién sino a ti podre decir: límpiame, Señor, de los pecados ocultos?" (San Agustín). "Paréceme ahora a mí, debajo de otro mejor parecer, que visto el buen Jesús lo que había dado por nosotros y cómo nos importa tanto darlo y la gran dificultad que había... por ser nosotros tales y tan inclinados a cosas bajas y de tan poco amor y ánimo que era menester ver el suyo para despertarnos, y no una vez, sino cada día, que aquí se debía determinar de quedarse con nosotros. Y como era cosa tan grave y de tanta importancia, quiso que viniese de la mano del Padre Eterno. Porque aunque son una misma cosa y sabia que lo que El hiciese en la tierra lo haría Dios en el cielo y lo tendría por bueno, pues su voluntad y la de su Padre era una, era tanta la humildad del buen Jesús, que quiso como pedir licencia, porque ya sabía era amado del Padre y que se deleitaba en El. Bien entendió que pedía mas en esto que ha pedido en lo demás, porque ya sabía la muerte que le habían de dar y las deshonras y afrentas que había de padecer. Pues ¿qué padre hubiera, Señor, que habiéndonos dado a su hijo, y tal hijo, y parándole tal, quisiera consentir se quedara entre nosotros cada día a padecer? Por cierto ninguno, Señor, sino el vuestro: bien sabéis a quien pedís. ¡Oh, válgame Dios, que gran amor del Hijo, y qué gran amor del Padre!.. Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentísteis? ¿Por qué queréis cada día ver en tan ruines manos a vuestro Hijo? ya que una vez quisisteis que lo estuviese y lo consentisteis, ya veis cómo le pararon. ¿Cómo puede vuestra piedad cada día, cada día, verle hacer injurias? ¡Y cuántas se deben hacer hoy a este Santisimo Sacramento! ¡En qué de manos enemigas suyas le debe de ver el Padre" (TJ. Cam. 33,2-3)
PUNTO SEGUNDO.- En la ultima Cena Jesús nos deja, junto con el Sacramento del amor, el testamento de su caridad. El testamento vivo y concreto del ejemplo admirable de su humildad y de su caridad en el lavatorio de los pies, y el testamento oral que anuncia su mandamiento nuevo. El evangelio de hoy nos presenta a Jesús lavando los pies de los Apóstoles y termina con estas palabras: Os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como Yo he hecho. Es una invitación urgente a la caridad fraterna, caridad que ha de ser el fruto de nuestra unión con Jesús, el fruto de nuestra Comunión eucarística. El mismo lo ha dicho expresamente en la ultima Cena: Un precepto os doy: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado, así también amaos mutuamente (Jn. 13,34).
Si no podemos imitar el amor de Jesús hasta darnos en alimento a nuestros hermanos, podemos hacerlo ofreciéndoles nuestra asistencia amorosa, no solo en las cosas fáciles, sino también en las difíciles y repugnantes. El gesto del Maestro de lavar los pies a sus Apóstoles nos indica hasta donde tenemos que humillarnos para socorrer y ayudar a nuestro prójimo, aunque sea este el más humilde y despreciado.
Cuando el Maestro sale al encuentro de los hombres ingratos y de sus traidores ofreciéndoles pruebas continuas de amor, nos enseña que nuestra caridad no será como la suya, si no sabemos pagar el mal con el bien, si no sabemos perdonar todo, ayudando y asistiendo al mismo que nos ha ofendido. Dando la vida por la salvación de los suyos, el Maestro nos dice que nuestro amor no es perfecto si no sabemos sacrificarnos generosamente por los otros. Su mandamiento nuevo, poniendo como norma de nuestro amor al prójimo el amor del mismo Jesús, abre al ejercicio de la caridad un horizonte sin confines; nos dice que la caridad no tiene límites. Si hay un límite es el de dar, como Jesús, la vida por los otros, porque nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos (Jn. 15,13)
Jesús nos inculca la perfección de la caridad fraterna precisamente en la misma noche que instituye la Eucaristía, porque quiere enseñarnos que la perfección de la caridad tiene que ser al mismo tiempo el fruto del Sacramento Eucarístico y nuestra respuesta a este mismo don.
"Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por mas contentaros a Vos, que le mandasteis nos amase, sea tenido en tan poco como hoy día tienen esos herejes Al Santísimo Sacramento, que le quitan sus posadas deshaciendo las Iglesias? ¡Si le faltara algo por hacer para contentaros! Mas todo lo hizo cumplido. ¿No bastaba, Padre Eterno, que no tuvo en donde reclinar la cabeza mientras vivió, y siempre en tantos trabajos, sino que ahora las [Iglesias] que tiene para convidar a sus amigos, por vernos flacos y saber que es menester que los que han de trabajar se sustenten de tal manjar, se las quitan? ¿Ya no había pagado bastantísimamente por el pecado de Adán?
"Pues, Padre Santo, que estas en los cielos... quiera vuestra piedad y se sirva de poner remedio para que no sea tan maltratado; y que pues vuestro santo Hijo puso tan buen medio para que en Sacrifico le podamos ofrecer muchas veces, que valga tan precioso don para que no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos. Pues, ¡que es esto, mi Señor y mi Dios! o dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males; que no hay corazón que lo sufra, aun de los que somos ruines. Suplicoos, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos; atajad este fuego, Señor, que si queréis podéis. Mirad que aun esta en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominable y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No la hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos; hacedlo por vuestro Hijo. Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir: ¿qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale Vuestra Majestad... Ya, Señor, ya haced que se sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y sálvanos, Señor mío, que perecemos" (TJ. Cam. 3,8;35,3-5).