miércoles, 25 de agosto de 2010
TESTAMENTO DE SAN LUIS REY DE FRANCIA A SU HIJO
San Luis fue un hombre excepcional dotado por Dios de una gran sabiduría para gobernar, una enorme bondad que le atraía las simpatías de la gente, y una generosidad inmensa para ayudar a los necesitados, unido todo esto a una profundísima piedad que lo llevó a ser un verdadero santo.
Una madre ejemplar. Tuvo la dicha San Luis de tener por madre a una mujer admirable, Blanca de Castilla, que se preocupó por hacer de él un cristiano fervoroso y un gobernante intachable. Esta mujer formidable le repetía a su hijo: "Te amo muchísimo, pero preferiría mil veces verte muerto antes que saber que has cometido un pecado mortal".
Era un hijo del rey Luis VIII de Francia, y nació en 1214. Toda su vida sintió una gran veneración por la Iglesita donde fue bautizado y allá iba cada año a darle gracias a Dios por haberle permitido ser cristiano.
Una vez preguntó a un empleado qué preferiría, si cometer un pecado mortal o volverse leproso. El otro le respondió que preferiría el pecado. San Luis lo corrigió diciéndole: "No, no hay desgracia ni enfermedad mayor ni más horrorosa que cometer un pecado grave".
A los 12 años quedó huérfano de padre, y su madre Blanca asumió el mando del país mientras el hijo llegaba a mayoría de edad. Al cumplir sus 21 años fue coronado como rey, con el nombre de Luis IX.
Buen guerrero pero generoso. San Luis fue siempre un guerrero hábil, inteligente y valeroso, pero supremamente generoso con los vencidos. Cuando él subió al trono muchos condes y marqueses, imaginándose que sería un joven débil y sin ánimos para hacerse respetar, se declararon en rebelión contra él. Luis organizó muy bien su ejército y los fue derrotando uno por uno. El rey de Inglaterra invadió a Francia, y Luis con su ejército lo derrotó y los expulsó del país. Pero estaba siempre dispuesto a pactar la paz con sus enemigos tan pronto como ellos lo deseaban. Decía que sólo hacía la guerra por defender la patria, pero nunca por atacar a los demás.
Amigo de la religión. Pocos gobernantes en la historia han sido tan amigos de la religión católica como el rey San Luis. Le agradaba mucho ir a los conventos a rezar con los religiosos y asistir con ellos a las ceremonias religiosas. Alguien le dijo que había gente que le criticaba por ser tan piadoso y asistir a tantas reuniones donde se rezaba, y él le respondió: "De eso no me avergüenzo ni me avergonzaré jamás. Y esté seguro de que si en vez de ir a esas reuniones a orar, me fuera a otras reuniones a beber, bailar y parrandear, entonces sí que esas gentes no dirían nada. Prefiero que me alabe mi Dios aunque la gente me critique, porque por El vivo y para El trabajo, y de El lo espero todo".
Padre y esposo. A los 19 años contrajo matrimonio con Margarita, una mujer virtuosa que fue durante toda su vida su más fiel compañera y colaboradora. Su matrimonio fue verdaderamente feliz. Tuvo cinco hijos y seis hijas. Sus descendientes fueron reyes de Francia mientras ese país tuvo monarquía, o sea hasta el año 1793 (por siete siglos) hasta que fue muerto el rey Luis XVI, al cual el sacerdote que lo acompañaba le dijo antes de morir: "Hijo de San Luis, ya puedes partir para la eternidad". A sus hijos los educó con los más esmerados cuidados, tratando de que lo que más les preocupara siempre, fuera el tratar de no ofender a Dios.
Sus leyes especiales. San Luis se propuso disminuir en su país la nefasta costumbre de maldecir, y mandaba dar muy fuertes castigos a quienes sorprendían maldiciendo delante de los demás. En esto era sumamente severo y fue logrando que las gentes no escandalizaran con sus palabras maldicientes.
Otra ley que dio fue la prohibición de cobrar intereses demasiado altos por el dinero que se prestaba. En ese tiempo existían muchos usureros (especialmente judíos) que prestaban dinero al cinco o seis por ciento mensual y arruinaban a miles de personas. San Luis prohibió la usura (que consiste en cobrar intereses exagerados) y a quienes sorprendían aprovechándose de los pobres en esto, les hacía devolver todo lo que les habían quitado. Un rico millonario mandó matar a tres niños porque entraban a sus fincas a cazar conejos. El rey San Luis hizo que el rico le quitaran sus haciendas y las repartieran entre la gente pobre.
La gran cruzada. Sabiendo que era un hombre extraordinariamente piadoso, le hicieron llegar desde Constantinopla la Corona de Espinas de Jesús, y él entusiasmado le mandó construir una lujosa capilla para venerarla. Y al saber que la Tierra Santa donde nació y murió Jesucristo, era muy atacada por los mahometanos, dispuso organizar un ejército de creyentes para ir a defender el País de Jesús. Esto lo hacía como acción de gracias por haberlo librado Dios de una gran enfermedad.
Organizó una buena armada y en 1247 partió para Egipto, donde estaba el fuerte de los mahometanos. Allí combatió heroicamente contra los enemigos de nuestra religión y los derrotó y se apoderó de la ciudad de Damieta. Entró a la ciudad, no con el orgullo de un triunfador, sino a pie y humildemente. Y prohibió a sus soldados que robaran o que mataran a la gente pacífica.
La hora del dolor y de la derrota. Pero sucedió que el ejército del rey San Luis fue atacado por la terrible epidemia de tifo negro y de disentería y que murieron muchísimos. Y el mismo rey cayó gravemente enfermo con altísima fiebre. Entonces los enemigos aprovecharon la ocasión y atacaron y lograron tomar prisionero al santo monarca. En la prisión tuvo que sufrir muchas humillaciones e incomodidades, pero cada día rezaba los salmos que rezan los sacerdotes diariamente.
Rescate costoso. Los mahometanos le exigieron como rescate un millón de monedas de oro y entregar la ciudad de Damieta para liberarlo a él y dejar libre a sus soldados. La reina logró conseguir el millón de monedas de oro, y les fue devuelta la ciudad de Damieta. Pero los enemigos solamente dejaron libres al rey y a algunos de sus soldados. A los enfermos y a los heridos los mataron, porque la venganza de los musulmanes ha sido siempre tremenda y sanguinaria.
El rey aprovechó para irse a Tierra Santa y tratar de ayudar a aquel país de las mejores maneras que le fue posible. El ha sido uno de los mejores benefactores que ha tenido el país de Jesús. A los 4 años, al saber la muerte de su madre, volvió a Francia.
Obras de caridad admirables. En su tiempo fue fundada en París la famosísima Universidad de La Sorbona, y el santo rey la apoyó lo más que pudo. El mismo hizo construir un hospital para ciegos, que llegó a albergar 300 enfermos. Cada día invitaba a almorzar a su mesa a 12 mendigos o gente muy pobre. Cada día mandaba repartir en las puestas de su palacio, mercados y ropas a centenares de pobres que llegaban a suplicar ayuda. Tenía una lista de gentes muy pobres pero que les daba vergüenza pedir (pobres vergonzantes) y les mandaba ayudas secretamente, sin que los demás se dieran cuenta. Buscaba por todos los medios que se evitaran las peleas y las luchas entre cristianos. Siempre estaba dispuesto a hacer de mediador entre los contendientes para arreglar todo a las buenas.
Agonía en plena guerra. Sentía un enorme deseo de lograr que los países árabes se volvieran católicos. Por eso fue con su ejército a la nación de Túnez a tratar de lograr que esas gentes se convirtieran a nuestra santa religión. Pero allá lo sorprendió su última enfermedad, un tifo negro, que en ese tiempo era mortal
El rey justo hace estable el país
Del testamento espiritual de san Luis a su hijo
(Acta Sanctorum Augusti 5 [1868]1, 546)
Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.
Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.
Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.
Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino y, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor, con oración vocal o mental.
Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.
Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.
Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.
lunes, 16 de agosto de 2010
REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, O.P. (DE LOS PECADOS QUE SE HAN DE EVITAR)
DE LOS PECADOS QUE SE HAN DE EVITAR, SUS RAÍCES Y CONSECUENCIAS
Como enseña San Gregorio Magno y, después de él, Santo Tomás, los pecados capitales de vanagloria o vanidad, pereza, envidia, ira, gula y lujuria, no son los más graves de todos, pues son menores que los de herejía, apostasía, desesperación y de odio a Dios; pero son los primeros a los que se inclina nuestro corazón y nos conducen a alejarnos de Dios y a otras faltas aún más graves. El hombre no llega de repente a una perversidad absoluta sino poco a poco. Examinemos primero, en sí misma, la raíz de los siete pecados capitales. Todos ellos se originan en el amor desordenado de si mismo o en el egoísmo, que no nos deja amar a Dios sobre todas las cosas y nos inclina a apartarnos de Él. Es evidente que pecamos, es decir, que nos desviamos de Dios y nos alejamos de Él cada vez que nos inclinamos a un bien creado de una manera no conforme con la voluntad divina.
Esto acontece sólo como consecuencia de un amor desordenado de nosotros mismos, que viene a ser así la fuente de todo pecado. Por consiguiente, no sólo es necesario moderar ese amor desordenado o egoísmo, sino que es preciso mortificarlo, para que ocupe su lugar el amor ordenado. Mientras el pecador en estado de pecado mortal se ama a sí mismo sobre todas las cosas y prácticamente se antepone a Dios, el justo ama a Dios más que a sí y debe además amarse en Dios y por Dios. Debe amar su cuerpo de tal manera que sirva al alma, en vez de servirle de obstáculo para la vida superior. Ha de amar su alma conduciéndola a participar eternamente de la vida divina. Ha de amar su inteligencia y voluntad, de modo que cada vez participen más de la luz y del amor de Dios. Éste es el profundo sentido de la mortificación del egoísmo, del amor propio y de la voluntad propia, opuesta a la voluntad de Dios. Hay que evitar que la vida descienda y por el contrario, hay que hacer que se eleve hacia Aquél que es fuente de todo bien y de toda beatitud.
El amor desordenado de nosotros mismos lleva a la muerte, según dice el Señor: "El que ama (desordenadamente) su alma, la perderá; mas el que la aborrece (o mortifica) en este mundo, la conserva para la vida eterna" (Juan 12, 25). De ese desordenado amor, raíz de todos los pecados, nacen las tres concupiscencias que nombra San Juan (1 Juan 2, 16) cuando dice: "Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida; lo cual no nace del Padre sino del mundo".
Observa Santo Tomas que los pecados carnales son más vergonzosos que los del espíritu porque nos rebajan al nivel del animal; pero que los del espíritu, los únicos que hay en el demonio, son más graves, porque van directamente contra Dios y nos alejan de él. La concupiscencia de la carne es el deseo desordenado de lo que es o parece útil a la conservación del individuo o de la especie y de este amor sensual provienen la gula y la lujuria. La concupiscencia de los ojos es el deseo desordenado de lo que agrada a la vista, del lujo, las riquezas, el dinero que nos procura los bienes terrenos; de ella nace la avaricia. La soberbia de la vida es el desordenado amor de la propia excelencia y de todo aquello que pueda hacerla resaltar. El que se deja llevar por la soberbia, termina haciéndose a sí mismo su propio dios corno Lucifer.
De aquí se echa de ver la importancia déla humildad, virtud fundamental, como el orgullo es la fuente de todo pecado. San Gregorio y Santo Tomás enseñan que la soberbia es más que un pecado capital: es la raíz de la cual proceden sobre todo cuatro pecados capitales: vanidad, pereza espiritual, envidia e ira. La vanidad es el amor desordenado de alabanzas y de honores; la pereza espiritual se entristece pensando en el trabajo requerido para santificarse; la ira, cuando no es una indignación justificada sino un pecado, es un movimiento desordenado del alma que nos inclina a rechazar violentamente lo que nos desagrada, de donde se siguen las disputas, injurias y vociferaciones. Estos pecados capitales, sobre todo la pereza espiritual, la envidia y la ira, engendran pésima tristeza que apesadumbra el alma y son todo lo contrario de la paz espiritual y del gozo que son los frutos de la caridad. Todos estos gérmenes de muerte debe el hombre no sólo moderar sino mortificar. La práctica generosa de la mortificación dispone al alma a otra más profunda purificación que Dios mismo realiza, con el fin de destruir totalmente los gérmenes de muerte que todavía subsisten en nuestra sensibilidad y en nuestras facultades superiores.
Pero no basta considerar las raíces de los siete pecados capitales; es preciso analizar sus consecuencias. Por consecuencias del pecado se entiende generalmente las malas inclinaciones que los pecados dejan en nuestro temperamento, aún después de borrados por la absolución. Pero también puede entenderse por consecuencias de los pecados capitales, los demás pecados que tienen su origen en ellos. Los pecados capitales se llaman así porque son como principio de otros muchos; tenemos primero inclinación hacia ellos y, después, por ellos, hacia otras faltas a veces más graves.
Así es como la vanagloria engendra desobediencia, jactancia, hipocresía, disputas, discordia, afán de novedades, pertinacia. La pereza espiritual conduce al disgusto de las cosas espirituales y del trabajo en la santificación, en razón del esfuerzo que exige y engendra la malicia, el rencor o amargura hacia el prójimo, la pusilanimidad ante el deber, el desaliento, la ceguera espiritual, el olvido de los preceptos, el buscar cosas prohibidas. Asimismo la envidia o desagrado voluntario del bien ajeno, como si fuese un mal para nosotros, engendra el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría del mal ajeno y la tristeza por sus triunfos.
La gula y la sensualidad engendran a su vez otros vicios y pueden conducir a la ceguera espiritual, al endurecimiento del corazón, al apego de la vida presente hasta perder la esperanza de la eterna, y al amor de sí propio hasta el odio de Dios, y a la impenitencia final.
Los pecados capitales con frecuencia son mortales. Pueden existir de una manera muy vulgar y baja, como en muchas almas en pecado mortal, o bien pueden existir también, como lo nota San Juan de la Cruz, en un alma en estado de gracia como otras tantas desviaciones de la vida espiritual. Por eso se habla a veces de la soberbia espiritual, de la gula espiritual, de la sensualidad y de la pereza espiritual. La soberbia espiritual inclina, por ejemplo, a huir de aquellos que nos dirigen reproches, aun cuando tengan autoridad para ello y nos los dirijan justamente; también puede llevarnos a guardarles cierto rencor en nuestro corazón. Cuanto a la gula espiritual, podría hacernos desear consuelos sensibles en la piedad, hasta el punto de buscarnos en ella más a nosotros que al mismo Dios. Es, con el orgullo espiritual, el origen del falso misticismo. Felizmente, a diferencia de las virtudes, estos vicios no son conexos, es decir, se pueden poseer los unos sin los otros, y muchos son hasta contrarios: así, no es posible ser avaro y pródigo al mismo tiempo.
La enumeración de todos estos tristes frutos del desbordado amor de sí mismo debe llevarnos a hacer un serio examen de conciencia y nos enseña, además, que el terreno de la mortificación es muy extenso, si queremos vivir profunda vida cristiana.
El examen de conciencia, lejos de apartarnos del pensamiento de Dios, nos vuelve a Él. Y aún es preciso pedirle su luz para ver un poco el alma como Dios mismo la ve, para ver el día o la semana que han pasado, como si los viéramos escritos en el libro de la vida, como los veremos el día del último juicio. Por esto hemos de repasar cada noche, con humildad y contrición, las faltas cometidas de pensamiento, palabra, acción y omisión. En el examen se ha de evitar la minuciosa investigación de las más pequeñas faltas, tomadas en su materialidad, pues semejante esfuerzo podría hacernos caer en los escrúpulos y olvidar cosas más importantes. Se trata menos de hacer una completa enumeración de las faltas veniales que de investigar y acusar sinceramente el principio de donde generalmente proceden en nosotros.
El alma no debe detenerse demasiado en la consideración de si misma, dejando de mirar a Dios. Debe, por el contrario, preguntarse, dirigiendo su mirada a Dios: ¿cómo juzgará Dios este día o semana que ahora termina? ¿Ha sido mío o de Dios este día? ¿Lo he buscado a Él o me he buscado a mí? Así, sin turbación, el alma ha de juzgarse desde un plano elevado, a la luz de los divinos preceptos, tal como se juzgará en el último día. Pero como dice Santa Catalina de Siena, no separemos la consideración de nuestras faltas del pensamiento de la infinita misericordia. Miremos nuestra fragilidad y miseria a la luz de la infinita bondad de Dios que nos levanta. El examen, hecho de este modo, lejos de desalentarnos, aumentará nuestra confianza en Dios.
La vista de nuestros pecados nos hace así comprender, por contraste, el valor de la virtud. Lo que mejor nos hace comprender cuánto vale la justicia, es el dolor que la injusticia nos produce. Es preciso que la vista de la injusticia que cometimos y el pesar de haberla cometido hagan nacer en nosotros el "hambre y sed de justicia". Es necesario que la fealdad de la sensualidad nos revele, por contraste, la hermosura de la pureza que el desorden de la ira y de la envidia nos haga comprender el alto valor de la mansedumbre y de la caridad; que las aberraciones de la soberbia nos ilustren acerca de la alta sabiduría de la humildad.
Pidamos a Dios que nos inspire un santo aborrecimiento del pecado que nos separa de la divina bondad, de la que tantos beneficios hemos recibido y hemos de esperar para lo venidero. Ese santo odio del pecado no es, en cierto modo, sino el reverso del amor de Dios. Es imposible amar profundamente la verdad sin detestar la mentira; amar de corazón el bien, y el soberano Bien que es Dios, sin que a la vez detestemos lo que nos separa de Dios.
La manera de evitar la soberbia es pensar con frecuencia en las humillaciones del Salvador y pedir a Dios la virtud de la humildad. Para reprimir la envida, hemos de rogar por el prójimo, deseándole el mismo bien que para nosotros deseamos. Aprendamos igualmente a reprimir los movimientos de ira, alejándonos de los objetos que la provocan, y obrando y hablando con dulzura. Esta mortificación es absolutamente indispensable. Pensemos que tenernos que salvar nuestra alma y que en nuestro derredor hay mucho bien que hacer, sobre todo en el orden espiritual. No echemos en olvido que debemos trabajar por el bien eterno de los demás y emplear, para conseguirlo, los medios que el Salvador nos enseñó: la muerte progresiva al pecado, mediante el progreso en las virtudes y sobre todo en el amor de Dios.
REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, O.P. (Tomado de "Las tres edades de la vida interior")
viernes, 6 de agosto de 2010
NOVENA A LA ASUNCIÓN DE MARÍA AL CIELO
El 15 de agosto se celebra la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María y hoy 6 de agosto comienza su novena.
NOVENA A LA ASUNCIÓN DE MARÍA AL CIELO.
Oración Preparatoria. — Alegrémonos en la festividad de la Asunción de María al Cielo. Oh Madre, haced que algún día podamos acompañaros en la Gloria. Amén.
Día 1. María subió al Cielo en cuerpo y alma. Es ya un dogma de fe. definido por el papa Pio XII el 1.º de Noviembre de 1950. Alegrémonos los que nos preciamos de ser sus hijos. Nuestra Madre está en el Cielo: allá iremos.
Récense las cinco avemarías y deprecaciones *
Oración Final. — Oh Virgen, que habéis sido exaltada sobre todos los coros de los Ángeles, miradnos compasiva a los que somos hijos vuestros y que luchamos aun en este valle de lagrimas y miserias. Salvadnos. Amén.
Día 2. María murió; pero su muerte no fue ocasionada por enfermedad alguna corporal, sino por el grande amor de Dios que inflamaba su Corazón. Nosotros moriremos: ¿nos preparamos con buenas obras?
Día 3. El cuerpo de María después de la muerte. No sufrió corrupción alguna. No podía sujetarse a la corrupción un cuerpo que había dado a luz a un Dios hecho Hombre. Tú, polvo eres y en polvo te convertirás.
Día 4. El sepulcro de María. Según una antigua tradición, los Ángeles guardaron el sepulcro de María, entonando alegres canticos en honor de Ella. A nosotros nos espera un absoluto olvido de todos. Piénsalo bien.
Día 5. Resurrección de María. Pasados tres días de la muerte de María, su bendita alma volvió a juntarse con su cuerpo, resucitando a una vida gloriosa, para no morir ya jamás. Nosotros resucitaremos un día. ¿Cómo?
Día 6. Asunción de María. La gloria de que gozaba María se transfundió al cuerpo, y en cuerpo y alma subió al Cielo. ¡Qué entrada tan solemne hizo Ella!
Día 7. Exaltación de María. Fue ella exaltada sobre todos los Ángeles. Mírala: Ella se llamaba esclava del Señor y ahora es declarada Reina y Señora de todo lo creado. Así premia Dios a los que son humildes.
Día 8. Coronación de María. La Santísima Trinidad corono a María con corona de poder, de sabiduría y de amor. El infierno tiembla al solo Nombre de María. Nada ni nadie puede resistir al poder de María.
Día 9. Confianza en María. ¿Quién no confiara en María al considerar su grande poder, su inmensa sabiduría y su grande amor hacia Dios y hacia nosotros? Confiemos en María. Acudamos a su poderosa intercesión.
A LA VIRGEN SANTISIMA
en su Asunción al Cielo.
Oración. — Señor Dios nuestro, imploramos vuestra clemencia para que, cuantos celebramos la Asunción de la Madre de Dios al cielo, nos veamos libres, por su intercesión, de todos los males que nos amargan. Os lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Para obtener las gracias que hemos pedido, saludaremos a la santísima Virgen con las siguientes deprecaciones:
1.ª — Oh María, por vuestra santa muerte, alcanzadme una muerte libre de todo pecado. Amen.— Avemaría.
2.ª — Oh María, por vuestra resurrección a una vida inmortal y gloriosa, obtenedme que resucite yo glorioso con los justos en el ultimo día. Amen.— Avemaría.
3.ª— Oh María, por vuestra Asunción al Cielo, en cuerpo y alma, alcanzadme que logre yo salvar mi alma y gozar eternamente en vuestra compañía. Amen.— Avemaría.
4.ª — Oh María, por vuestra exaltación sobre los Ángeles y por vuestro poder sobre los demonios, alcanzadme que venza al infernal enemigo y que sepa dominar mis pasiones. Amen.— Avemaría.
5.ª — Oh María, por vuestra coronación sobre todo lo creado y por haber sido elegida Abogada de todos los hombres, alcanzadme una filial confianza en Vos y acordaos de mi en todas mis necesidades, peligros y tentaciones. Amén. —Avemaría.
Antífona. — La Virgen María ha sido llevada al Cielo; y ha sido exaltada sobre todos los Ángeles.
Oración Final
Oh Señor, os pedimos que nos proteja a todos nosotros la oración de la Madre de Dios, la cual, aunque sabemos que salió de este mundo muriendo como los demás, resucitada a nueva vida, ha sido llevada al Cielo y coronada por Reina de todo lo creado. Os suplicamos también que, ya que no podemos agradaros con nuestras solas obras, nos salvemos por la intercesión de la misma Virgen María. Amén.
LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR
Se celebra un momento muy especial de la vida de Jesús: cuando mostró su gloria a tres de sus apóstoles. Nos dejó un ejemplo sensible de la gloria que nos espera en el cielo.
Un poco de historia
Jesús se transfiguró en el monte Tabor, que se se encuentra en la Baja Galilea, a 588 metros sobre el nivel del mar.
Este acontecimiento tuvo lugar, aproximadamente, un año antes de la Pasión de Cristo.
Jesús invitó a su Transfiguración a Pedro, Santiago y Juan. A ellos les dio este regalo, este don.
Ésta tuvo lugar mientras Jesús oraba, porque en la oración es cuando Dios se hace presente. Los apóstoles vieron a Jesús con un resplandor que casi no se puede describir con palabras: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos eran resplandecientes como la luz.
La oración, «cuestión de vida o muerte».
La lección de la transfiguración de Jesús
Palabras que pronunció Benedicto XVI el domingo al rezar la oración mariana del Ángelus junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 4 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista Lucas subraya que Jesús subió al monte «a orar» (9, 28) junto con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, «mientras oraba» (9, 29), acaeció el luminoso misterio de su transfiguración. Subir al monte para los tres apóstoles supuso quedar involucrados en la oración de Jesús, que se retiraba con frecuencia para orar, especialmente en la aurora o después del atardecer, y en ocasiones durante toda la noche. Ahora bien, sólo en esa ocasión, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que le invadía cuando rezaba: su rostro –leemos en el Evangelio– se iluminó y sus vestidos dejaron traslucir el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (Cf. Lucas 9, 29).
En la narración de san Lucas hay otro detalle que es digno de ser subrayado: indica el objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, aparecidos junto a Él transfigurado. Éstos, narra el evangelista, «hablaban de su partida (en griego «éxodos»), que iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31).
Por tanto, Jesús escucha la Ley y los profetas que le hablan de su muerte y resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no se sale de la historia, no huye de la misión para la que vino al mundo, a pesar de que sabe que para llegar a la gloria tendrá que pasar a través de la Cruz. Es más, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriendo con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos demuestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad con la de Dios.
Para un cristiano, por tanto, rezar no es evadirse de la realidad y de las responsabilidades que ésta comporta, sino asumirlas hasta el fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por este motivo, la comprobación de la transfiguración es, paradójicamente, la agonía en Getsemaní (Cf. Lucas 22, 39-46). Ante la inminencia de la pasión, Jesús experimentará la angustia mortal y se encomendará a la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. Cristo, de hecho, suplicará al Padre celestial que «le libere de la muerte» y, como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, «fue escuchado por su actitud reverente» (5, 7). La prueba de esta escucha es la resurrección.
Queridos hermanos y hermanas: la oración no es algo accesorio u opcional, sino una cuestión de vida o muerte. Sólo quien reza, es decir, quien se encomienda a Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a rezar como hacía su Hijo para que nuestra existencia quede transformada por la luz de su presencia.