domingo, 7 de octubre de 2012

LA VIDA DE ORACION San Pedro Julián de Eymard


Ego cibo invisibeei el potu qui ab hominibus videri non potes¡, utor.
"Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (TOB., XII, 19).

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Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de la alimentación; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural son las mismas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe; en el cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su palabra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la oración y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada temperamento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así también cada alma necesita una dosis particular de oración. Notad que no es la virtud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gracia, en tanto que otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no volará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho conservarse en él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor frecuencia, so pena de caer enfermas!
Mas hay oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la intención, el corazón.
¿Será necesaria la oración mental considerada en su acepción más restringida de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los santos la han practicado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo pena de condenación, a orar! Abrid el evangelio y al punto veréis el precepto de la oración. Claro que no está indicada la medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para manfeneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus esfuerzos, que si no su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por las tentaciones, doblad las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuído vuestra marcha y acabará de echaros completamente por tierra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este estado son muy estrechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Harto mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de Dios. Entra en familiaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que El sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de semejante alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡ y vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo bastante para mi estado?-Os basta la oración que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente,
cuando se ve que se digiere fácilmente y que nos proporciona salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra meditación os hacen volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta para dominar las miserias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (1).
¿Qué sucederá? Una tremenda desdicha: ¡que nos moriremos de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros alimento de muerte, y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué queda para volvernos al estado anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y muere. Quitad a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros. Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y ¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida piadosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetieron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las armas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por obrar mejor y en corregiros de vuestros defectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sentís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Dícese que, a fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino tengamos siempre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre, tomar buen cuidado para no perder el gusto espiritual. Porque, lo repito, nunca podrá Dios salvarnos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.

lunes, 24 de septiembre de 2012

La inquietud

La inquietud no es una simple tentación, sino una fuente de la cual y por la cual vienen muchas tentaciones: diremos, pues, algo acerca de ella. La tristeza no es otra cosa que el dolor del espíritu a causa del mal que se encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior, como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación. Luego, cuando el alma siente que padece algún mal, se disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza, y, enseguida desea verse libre de él y poseer los medios para echarlo de sí. Hasta este momento tiene razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y huimos de lo que creemos que es un mal.

Si el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse del mal, los buscará con paciencia, dulzura, humildad y tranquilidad, y esperará su liberación más de la bondad y providencia de Dios que de su industria y diligencia; si busca su liberación por amor propio, se inquietará y acalorará en pos de los medios, como si este bien dependiese más de ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que se afanará como si así lo pensase.

Si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla del mal presente, lo empeorarán, y el alma quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en una falta de aliento y de fuerzas tal, que le parecerá que su mal no tiene ya remedio. He aquí, pues, cómo la tristeza, que al principio es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.

La inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado; porque, así como las sediciones y revueltas intestinas de una nación la arruinan enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de la misma manera nuestro corazón, cuando está interiormente perturbado e inquieto, pierde la fuerza para conservar las virtudes que había adquirido, y también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de esfuerzos para pescar a río revuelto, como suele decirse.

La inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los pájaros quedan prisioneros en las redes y en las trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a agitarse y revolverse convulsivamente para poder salir, lo cual es causa de que, a cada momento, se enreden más. Luego, cuando te apremie el deseo de verte libre de algún mal o de poseer algún bien, ante todo es menester procurar el reposo y la tranquilidad del espíritu y el sosiego del entendimiento y de la voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el logro de los deseos, empleando, con orden, los medios convenientes; y cuando digo suavemente, no quiero decir con negligencia, sino sin precipitación, turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te enredarás cada vez más.

"Mi alma-decía David-siempre está puesta, ¡oh Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa ley." Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la mañana, si tienes tu alma en tus manos, o si alguna pasión o inquietud te la ha robado: considera si tienes tu corazón bajo tu dominio, o bien si ha huido de tus manos, para enredarse en alguna pasión des ordenada de amor, de aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de alegría. Y, si se ha extraviado, procura, ante todo, buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la dirección de su divina voluntad. Porque, así como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho, la tienen bien cogida de la mano, así también, a imitación de aquel gran rey, hemos de decir siempre: "¡Oh Dios mío!, mi alma está en peligro; por esto la tengo siempre en mis manos, y, de esta manera, no he olvidado tu santa ley."

No permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y por poco importantes que sean; porque, después de los pequeños, los grandes y los más importantes encontrarán tu corazón más dispuesto a la turbación y al desorden. Cuando sientas que llega la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquélla haya totalmente pasado, a no ser que se trate de alguna cosa que no se pueda diferir; en este caso, es menester refrenar la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo, templándola y moderándola en la medida de lo posible, y hecho esto, poner manos a la obra, no según los deseos, sino según razón.

Si puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a lo menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes de que enseguida te sentirás sosegada; porque la comunicación de los dolores del corazón hace en el alma el mismo efecto que la sangría en el cuerpo que siempre está calenturiento: es el remedio de los remedios. Por este motivo, dio san Luis este aviso a su hijo: "Si sientes en tu corazón algún malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena persona, y así podrás sobrellevar suavemente tu mal, por el consuelo que sentirás."

sábado, 28 de julio de 2012

LA CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA



La voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de suerte que por regla general sólo se fía de sí mismo y teme siempre, por lo que atañe a sí propio, del poder y de la voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna, honor, reputación, salud, la vida misma, jamás se depósita en manos de otro, a menos de tener una gran confianza en él. Para el ejercicio de la caridad y del santo abandono, es, pues, necesaria una plena confianza en Dios.
La sabiduría del hombre es muy limitada en sus horizontes; su voluntad es débil, mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos, incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que se haga su voluntad y no la nuestra, porque su voluntad es buena, buena en sí misma, benéfica para nosotros, buena como lo es Dios y forzosamente benéfica.
¿Quién es aquel que vela sobre nosotros con amor y que dispone de nosotros por su Providencia? Es el Dios bueno. Es bueno de manera tal, que es la bondad por esencia y la caridad misma, y, en este sentido, "nadie es bueno sino Dios”. Santos ha habido que han participado maravillosamente de esta bondad divina, y, sin embargo, los mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo, un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es el océano de bondad, una bondad inagotable y sin límites. Después que haya derramado sobre nosotros beneficios casi innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad hasta lo infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto más da, más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido, amado y servido, al menos por los corazones nobles. Es bueno para todos: "hace brillar su sol sobre los buenos y los malos, hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores" (Profeta Miqueas). No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras faltas opone "la multitud de sus misericordias" para conquistarnos a fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, "en su misma vida no olvida la misericordia" (Profeta Habacuc).
Este Dios tan bueno es "nuestro Padre que está en los cielos". Como estima tanto este título de Dios bueno y nos recuerda hasta la saciedad sus misericordias, por lo mismo le gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos tenido miedo de Él; para ganarse nuestra confianza y nuestro afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que Él es nuestro Padre y el Dios de las misericordias. "De Él deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra" (San Pablo) y ninguno es padre como nuestro Padre de los cielos. Él es Padre por abnegación, madre por la ternura. En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido de sí, el afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa infinitamente para nosotros a la mejor de las madres. "¿Puede una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de sus entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de vosotros" (Isaías). El que ha amado al mundo hasta el extremo de darle su Hijo unigénito, ¿qué nos podrá negar? Sabe mejor que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no haber suplicado bastante, y no dará una piedra a su hijo que le pide pan. Si es preciso que se muestre severo para impedir que corramos a nuestra perdición, su corazón es quien arma su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno, enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.
Es nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que un hermano, más que un amigo incomparable, es el médico de nuestras almas, nuestro Salvador por voluntad propia. Ha venido a "salvar el mundo de sus pecados", curar las dolencias espirituales, traernos "la vida y una vida más abundante ", "encender sobre la tierra el fuego del cielo”. Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta misión, he aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá Él no sentir interés por nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el altar, todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de amor. ¡Nos ha adquirido a tan alto precio! ¿Cómo no le hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener confianza, si no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una, ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado por adherirse sólo a Él. Tiene sus delicias en verlas cerca de su tabernáculo y vivir con ellas en la más dulce intimidad.
Cuando os hallareis en la aflicción -dice el Padre de la Colombiére-, considerad que el autor de ella es Aquel mismo que ha querido pasar toda su vida en los dolores, para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está siempre a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a nosotros.
- Pero me hiere cruelmente, deja caer su pesada mano sobre mí.
- ¿Qué podéis temer de una mano agujereada, que se dejó atar a la cruz por nosotros?
- Me parece andar por un camino erizado de espinas.
- Pero si no hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el mismo camino que Él ha seguido antes de vosotros y por vosotros? ¿Podréis encontrar una espina que Él no haya enrojecido con su sangre?
- Me ofrece un cáliz lleno de amargura.
- Sí, pero recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta. Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una urgente necesidad?
Siendo como es bueno y santo, no obra sobre nosotros sino con los fines más nobles y beneficiosos. Su objeto es y será indefectiblemente uno: la gloria de Dios. "El Señor ha hecho todas las cosas para sí mismo", nos dice la Escritura, y no hemos de lamentarnos por esto, pues esta gloria no es otra cosa que la alegría de darnos la eterna felicidad. Teniendo el universo por fin la glorificación de Dios mediante la beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra, es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la Salvación. Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones, están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la Iglesia. Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se identifica con la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos de concluir que en un tercer plano, el término invariable de las evoluciones y revoluciones de aquí abajo, no es otro que la llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así, que tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos por la salvación de un grupo de elegidos. ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al mundo con el único fin de hacer seres felices y regocijarse en ellos?
La voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las almas. No existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera del universo, se le pueda sorprender ocupado en otra cosa. He aquí la razón de todos estos acontecimientos grandes y pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las familias, la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me proporciona este encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me hace chocar contra esta piedra y me entrega a esta tentación.
Todos estos procedimientos los determina su amor, su deseo de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no debiéramos dejarnos hacer y corresponder si comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal bondad un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en efecto, el fin particular de cada alma, el grado de gloria a que la destina en el cielo, la medida de santidad que la tiene preparada. Para llegar al término y a la perfección sabe qué caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar, qué humillaciones ha de sufrir.
En estos mil acontecimientos de que estará formada la trama de ,su existencia, la Providencia es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del lado de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría, gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente poderoso, puede todo cuanto quiere. Él es el dueño, tiene en su poder la vida y la muerte, conduce a las puertas del sepulcro y saca de él. Hay en nosotros sombras y claridades, tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males; todo viene de Él, no hay absolutamente nada de que su Voluntad no sea dueña soberana. Hace todo según su libre consejo, y si una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni profundidad de consejos.
Bien es verdad que dispone de los seres racionales respetando su libre albedrío. Pueden, pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al determinar sus planes; halla en los recursos infinitos de su omnipotente Sabiduría la mayor facilidad para cambiar los obstáculos en medios, a fin de hacer servir a nuestro bien las maquinaciones que el infierno y los hombres traman para perdernos. "Lo que yo he resuelto -dice el Señor en Isaías- permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en todas las cosas". Obrad como queráis, es necesario que la voluntad de Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro libre albedrío, reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos los medios que podáis emplear para eludir sus designios, Él sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos mismos. Entonces, ¿qué podemos temer?, ¿qué no debernos esperar siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los medios convenientes a este fin y tan moderado para aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para ordenar, tan prudente para ejecutar?
DOM VITAL LEHODEY, O.S.B. (tomado de "El Santo Abandono")






jueves, 17 de mayo de 2012

Entresacado de las obras ascéticas de S. Alfonso Maria de Ligorio


Practica de la virtud de la Paciencia

El Apóstol Santiago dice que la paciencia es la obra perfecta de un alma.  Esta tierra es lugar de meritos, y por lo tanto no de reposo, sino de trabajos y padecimientos; el que sufre con paciencia, sufre menos y se salva; y el que padece con impaciencia, sufre mas y se condena.  La paciencia se ha de practicar:

I.º En Las enfermedades.  La enfermedad es la piedra de toque de la verdadera virtud; algunos son devotos cuando disfrutan de buena salud; pero, visitados por la enfermedad, se impacientan, se quejan de todos, se entregan a la tristeza y cometen un sinnúmero de faltas.

2.º En la muerte de los parientes. ¡Cuántos por la muerte de un pariente quedan inconsolables, hasta llegar a abandonarla oración, los sacramentos y todas sus devociones¡ Algunos llegan a quejarse del mismo Dios. ¡Que temeridad!

3.º En la pobreza, sufriendo con resignación la perdida de los intereses y confiando en el Señor, que no dejara de socorrer a quien en El confía.


4.º En los desprecios y persecuciones; pues si Jesús, siendo tan inocente, ha padecido tanto por nuestro amor. ¡que mucho que padezcamos nosotros por amor suyo!

5.º En las tentaciones.  Almas hay tan pusilánimes, que si la tentación es larga se acobardan y se creen abandonadas de Dios.  Sin embargo, Dios no permite nunca que seamos tentados sobre nuestras fuerzas; y por cada tentación vencida se ganan muchos grados de gloria.  Preciso es pedir al Señor que nos libre de las tentaciones; pero cuando estas no acometen, conviene resignarse a la voluntad de Dios, rogándole que nos de fuerzas para resistirlas.

miércoles, 1 de febrero de 2012

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD


La humildad es el fundamento de todas las virtudes. Desde que pasé al Seminario de Vich para estudiar filosofía, empecé el examen particular de esta virtud de la humildad, que bien lo necesitaba, pues que Barcelona, con los dibujos, máquinas y demás tonterías, se me había llenado la cabeza de vanidad, y cuando oía que me alababan, mi corazón contaminado se complacía en aquellos elogios que me tributaban. ¡Ay Dios mío, perdonadme, que ya me arrepiento de veras! Al recordar mi vanidad, me hace derramar muchas y amargas lágrimas, pero Vos, Dios mío, me humillasteis, y así no puedo menos que daros gracias por ello y decir con el profeta: "Bueno será el haberme tú humillado" (Salmo 118, 71). Vos, Señor, me humillasteis, y yo también me humillaba ayudado con vuestro auxilio.

En un principio que estaba en Vich pasaba en mi lo que en un taller de cerrajero, que el director mete la barra de hierro en la fragua y cuando está bien caldeado, lo saca y le pone sobre el yunque y empieza a descargar golpes con el martillo; el ayudante hace lo mismo y los dos van alternando y como a compás van descargando martillazos y van machacando hasta que toma la forma que se ha propuesto el director. Vos, Señor mío y Maestro mío, pusisteis mi corazón en la fragua de los santos Ejercicios espirituales y frecuencia de sacramentos, y así, caldeado mi corazón en el fuego del amor a Vos y a María Santísima, empezasteis a dar golpes de humillaciones y yo también daba los míos con el examen particular que hacia de esta virtud, para mi tan necesaria.

Con mucha frecuencia repetía aquella petición de San Agustín "noverim me, noverim te" y aquella otra de San Francisco de Asís: "¿Quién sois Vos? ¿Quién soy yo? Y como si el Señor me dijese: "Yo soy el que soy" (Ex. 3, 14) y tú eres el que do eres; tu eres nada y menos que nada, pues que la nada no ha pecado y tu sí.

Conocí clarísimamente que de mi nada tengo sino el pecado. Si algo soy, si algo tengo, todo lo he recibido de Dios. El ser físico no es mío, es de Dios; Él es mi Creador, es mi Conservador, es mi motor por el concurso físico. A la manera que un molino, que por más bien que esté montado, si no tiene agua, no puede andar, así he conocido que soy yo en el ser físico y natural.

Lo mismo digo, y mucho más, en lo espiritual y sobrenatural. Conozco que no puedo invocar el nombre de Jesús ni tener un solo pensamiento bueno sin el auxilio de Dios, que sin Dios nada absolutamente puedo. ¡Cuántas distracciones a pesar mío!

Conozco que en el orden de la gracia soy como un hombre que se puede echar en un profundo pozo, pero que por sí solo no puede salir. Así soy yo. Puedo pecar, pero no puedo salir del pecado sino por los auxilios de Dios y méritos de Jesucristo. Puedo condenarme, pero no puedo salvarse sino por la bondad y misericordia de Dios. Conocí que en esto consiste la virtud de la humildad, esto es, en conocer que soy nada, que nada puedo sino que estoy pendiente de Dios en todo: ser, conservación, movimiento, gracia; y estoy contentísimo de esta dependencia de Dios y prefiero estar en Dios que en mí mismo. No me suceda lo que a Luzbel, que conocía muy bien que todo su ser natural y sobrenatural estaba totalmente dependiente de Dios, y fue soberbio, porque como el conocimiento era meramente especulativo, la voluntad estaba descontenta, y deseó llegar a la semejanza de Dios no por gracia, sino de su propia virtud.

Ya desde un principio conocí que el conocimiento es práctico cuando siento que de nada me he de gloriar ni envanecer, porque de mi nada soy, nada tengo, nada valgo, nada puedo. Soy como una sierra en manos del aserrador.

Comprendí que de ningún desprecio me he de resentir porque, siendo nada, nada merezco, y puesto en ejercicio, lo ejecuto, pues ninguna prenda ni honra basta para engreírme, ni vituperio o deshonra para contristarme. Yo conocía que el verdadero humilde debe ser como la piedra que, aunque se vea levantada a lo más alto del edificio, siempre gravita hacia abajo. He leído muchos autores ascéticos que tratan de esta virtud de la humildad a fin de entender bien en qué consiste y los medios que señalan para conseguirla. Leía las vida de los santos que más se han distinguido en esta virtud para ver cómo la practicaban, pues yo deseaba alcanzarla

Al efecto, me propuse el examen particular, escribí los propósitos sobre el particular y los ordené tal cual se hallan en aquel opúsculo o librito llamado "La Paloma" (obra del mismo). Todos los días lo hice por el mediodía y por la noche y lo continué por quince años y aún no soy humilde. A lo mejor observaba en mí algún retoño de vanidad, y al instante tenía que acudir a cortarlo ya sintiendo alguna complacencia cuando alguna cosa me salía bien, ya diciendo alguna palabra vana, que después tenía que llorar, arrepentirme y confesarme de ella, haciendo de ella penitencia

Muy claramente conocía que Dios me quería humilde y me ayudaba mucho para ello, pues me daba motivos de humillarme. En aquellos primeros años de misiones me veía muy perseguido por todas partes en común y esto, a la verdad, es muy humillante. Me levantaban las más feas calumnias, decían que había robado un burro, qué se yo qué farsas contaban. Al empezar la misión o función en las poblaciones, hasta la mitad de los días eran farsas, mentiras, calumnias de todas especie lo que decían de mi, por manera que me daban mucho que sentir y ofrecer a Dios, y al propio tiempo materia para ejercitar la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la caridad y demás virtudes.

Esto duraba hasta media misión y en todas las poblaciones pasaba lo mismo, pero de medía misión hasta concluir, cambiaba completamente. Entonces el diablo se valía del medio opuesto. Todos decían que era un santo, a fin de hacerme engreír y envanecer, pero Dios tenía buen cuidado de mí, y así en aquellos últimos días de la misión, en que acudía tanta gente a los sermones, a confesarse, a la comunión y a todo lo demás, en aquellos últimos días, en que se veía el fruto copiosísimo que se había reportado y se oían los elogios que de mí hacían todos, buenos y malos; en aquellos días, pues, el Señor me permitía una tristeza tan grande, que yo no puedo explicar sino diciendo que era la especial providencia de Dios, que me la permitía como un lastre, a fin de que el viento de la vanidad no me diera un vuelvo.
¡Bendito seáis, Dios mío, que tanto cuidado habéis tenido de mi! ¡Ay cuántas veces habría perdido el fruto de mis trabajos si Vos no me hubieseis guardado! Yo, Señor, habría hecho como la gallina, que después que ha puesto el huevo, cacarea, y van y se: lo quitan y se queda sin él, y aunque en un año ponga muchos, no tiene ninguno, porque ha cacareado y se los han llevado.

Si vos no me hubieseis impuesto silencio, con ganas que a veces sentía de hablar en los sermones, habría cacareado como la gallina y habría perdido todo el fruto y habría merecido el castigo, porque Vos habéis dicho, Señor: "No daré mi gloria a otro" (Is. 42, g.) y yo con el hablarte habría me habríais castigado y con justicia, Señor, por no haberlo referido todo a Vos, sino al diablo, vuestro capital enemigo. Con todo, Vos sabéis si alguna vez el diablo ha pellizcado algo, no obstante los poderosísimos auxilios que me dabais.

A fin de no dejarme llevar de la vanidad, procuraba tener presentes los doce grados de la virtud de la humildad que dice San Benito y sigue y prueba Santo Tomás y son los siguientes: el primero es manifestar humildad en lo interior y en lo exterior, que es en el corazón y en el cuerpo, llevando los ojos sobre la tierra; por eso se llama humi-litas ("humi" de "humus", tierra). El segundo es hablar pocas palabras, y éstas conforme a la razón y en voz baja. El tercero es no tener facilidad ni prontitud para la risa. El cuarto es callar hasta ser preguntado. El quinto es no apartarse en sus obras regulares de lo que hacen los demás. El sexto es tenerse y reputarse por el más vil de todos y sinceramente decirlo así. El séptimo es considerarse indigno e inútil para todo. El octavo es conocer sus propios defectos y confesarlos ingenuamente. El nono es tener pronta obediencia en las cosas duras y mucha paciencia en las ásperas. El décimo es obedecer y sujetarse a los superiores, El undécimo es el no hacer cosa alguna por su propia voluntad. El duodécimo es temer a Dios y tener siempre en la memoria su santa Ley.

Además de la doctrina que han en estos doce grados, procuraba imitar a Jesús, que a mí y a todos nos dice: "Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas". Y así contemplaba continuamente a Jesús en el pesebre, en el taller, en el Calvario. Meditaba sus palabras, sus sermones, sus acciones, su manera de comer, de vestir y andar de una a otra población... Con ese ejemplo me animaba y siempre me decía: "Cómo se portaba Jesús en casos como éste?" Y procuraba imitarle y así lo hacía con mucho gusto y alegría, pensando que imitaba a mi Padre, a mi Maestro, a mi Señor, y que con esto le daba gusto.

¡Oh Dios mío, qué bueno sois! Estas inspiraciones santas me dabais para que os imitara y fuera humilde. ¡Bendito seáis, Dios mío! ¡Oh, si a otro le hubierais dado las gracias y auxilios que a mí, qué otro sería de lo que soy yo!

SAN Antonio María Claret (Escritos Autobiográficos)