SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD
DISCURSO IX
(24 de Diciembre)
EL VERBO ETERNO, DE SUBLIME, SE HIZO HUMILDE
Discile a me, quia mitis sum et humillis corde
Aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón.
La soberbia fué la primera causa de la
caída de nuestros primeros padres, quienes por no sujetarse a la obediencia
divina se perdieron a sí y a todo el género humano; pero la misericordia de
Dios, para remediar tamaño mal, permitió
que su Unigénito se humillara hasta el extremo de revestirse de carne humana y,
con el ejemplo de su vida, indujera al hombre a enamorarse de la santa humildad
y a detestar la soberbia, que nos hace odiosos a los hombres y a Dios. He aquí porque San Bernardo nos invita hoy a
visitar la gruta de Belén con estas palabras: «Vayamos a Belén, que allí
tenemos que admirar, qué amar y qué imitar»
Sí; en aquella gruta tendremos, en
primer lugar, qué admirar. ¡Cómo!, ¿un
Dios en un pesebre? ¿Un Dios sobre la paja? ¡Cómo!, el Dios que se sienta en lo
más excelso del cielo en trono de majestad.
¿Colocado en un pesebre, desconocido y abandonado y sin apenas más
compañía que la de dos animales y algunos pastorcillos?
Tendremos también que amar, al
encontrarnos con un Dios que, si bien infinito, quiso bajarse hasta ofrecerse
al mundo como pobre niño para hacernos más amable y querido, según el mismo San
Bernardo decía
Y hallaremos, finalmente qué imitar en
el supremo Rey del cielo, hecho humilde, pequeñito y pobre niño, que ya en
aquella cueva quiere comenzar, desde su infancia a enseñarnos con su ejemplo lo
que después nos enseñará con su voz, continúa diciendo el mismo santo Abad
Imploremos las luces de la gracia a Jesús
y a María.
I
¿Quién no sabe de Dios es el primer y
supremo noble, del que depende toda nobleza? Su grandeza es infinita: no
depende de nadie y de nadie heredo su grandeza,
que siempre poseyó en sí mismo. Es el
señor de todo y a quien todas las criaturas obedecen. Los
vientos y el mar le obedecen.
Sobrada razón tiene el Apóstol para decir: Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria
por los siglos de los siglos. Pero
el Verbo eterno, para remediar la desgracia del hombre, perdido por su
soberbia, así como le dió ejemplo de pobreza, como ya consideramos en el
presente discurso, para desprenderle de los bienes terrenos, así quiso también
servirle de ejemplo de humildad para librarlo del vicio de la soberbia.
El primero y mayor ejemplo de humildad
fué el hacerse hombre y cargar con nuestras miserias: Hecho a semejanza de los hombres.
Dice Casiano que quien viste vestido ajeno, bajo él se esconde, y así
Dios quiso esconder su naturaleza divina bajo el humilde vestido de la
naturaleza humana. Y San Bernardo añade
que ocultó la majestad divina para tomar nuestra naturaleza y para que se
juntasen Dios y el barro, la majestad y la enfermedad, tanta vileza y tanta
sublimidad. ¡Un Dios unirse al barro!
¡La Grandeza a la miseria, la sublimidad a la vileza! Pero lo que más nos ha de asombrar es que no
tan solo quiso. Dios hacerse criatura,
sino aparecer como pecador, revistiéndose de carne semejante a la carne del
pecado.
Y aun no se contentó el Hijo de Dios de
aparecer como hombre, ni aun como hombre pecador, sino que quiso elegir la vida
más baja y humilde que puede existir entre los hombres, de manera que llego a
llamarlo Isaías Abandonado de los
hombres. Jeremías había predicho que
había de ser saciado de oprobios y de
ignominias, y David que había de ser oprobio
de los hombres y hez del pueblo. Por
eso quiso Jesucristo nacer en el mundo lo más pobre que se pueda imaginar. ¡Qué vergüenza para un hombre, por pobre que
se quiera, nacer en un pesebre! Los
pobres nacen sus casucas, y a veces entre pajas, pero nunca en un establo, en
que apenas si nacen las bestias y los gusanillos; y como gusano quiso nacer en
la tierra el Hijo de Dios. Con tal
humildad quiso nacer el Rey del universo, dice San Agustín, para demostrarnos
en su humildad la majestad y omnipotencia al hacer con su ejemplo amantes de la
humildad a los hombres, que nacen plagados de soberbia.
Anuncio el ángel a los pastores el
nacimiento del Mesías, y las señales que les dio para reconocerlo fueron todas
señales de humildad. Hallareis al niño envuelto en pañales y
recostado en un pesebre. Así se da a
conocer un dios que viene a la tierra a destruir la soberbia.
La vida de Jesucristo en Egipto, cuando
vivió desterrado en aquel país, fue conforme a su nacimiento, pues allí vivió
como extranjero, desconocido y pobre entre aquellos barbaros y sin que nadie le
conociese ni hiciese caso de Él. Volvió
a Judea, y su vida no fue distinta de la que vivió en Egipto, ya que paso treinta
anos en un taller, tenido por todos como hijo de un sencillo artesano, con su oficio
de menestral, pobre, desconocido y despreciado.
En aquella su familia no había criados ni criadas, pues José y María
eran los dueños y los criados, como dice San Pedro Crisologo. El solo criado de aquella casa era el Hijo de
Dios, que quiso hacerse hijo del hombre, es decir, María para hacerse humilde
siervo y, como tal, obedecer a un hombre y a una señora.
Después de treinta años de vida
escondida, llegó por fin el tiempo en que nuestro Salvador había de comparecer
en público para predicar la celestial doctrina que había venido a ensenarnos
desde el cielo, por lo que fue necesario se diera a conocer lo que era,
verdadero Hijo de Dios. Mas ¿Cuántos
fueron los que lo reconocieron por tal y lo honraron como merecía? Fuera del reducido número de discípulos que
le siguieron, todos los demás, en lugar de honrarlo, lo despreciaron como
hombre vil e impostor, cumpliéndose entonces la profecía de Simeón. Este está
puesto… como señal a quien se contradice.
Jesucristo fue contradicho y menospreciado en todo: en su doctrina,
ya que al manifestar que era el Unigénito de Dios fue tenido por blasfemo y,
como tal, reputado reo de muerte, como decía el impío Caifás. Fué despreciado e su sabiduría, ya que lo
tuvieron por loco y falto de juicio. Fué
despreciado en sus costumbres, teniéndolo por borracho, comilón y amigo de
ribaldos. Fué tenido además, por
hechicero, que tenía pactos con el demonio: hereje y endemoniado,
seductor. Finalmente, fué Jesucristo
acusado por el público de ser tan malhechor que no necesitaba proceso para
condenarlo a muerte de cruz, según decían los judíos a Pilatos.
Llego, por fin, el Salvador al término
de su vida y a su pasión, y en ella, ¡Dios mío, que de desprecios y vilipendios
no recibió! Fué traicionado y vendido por uno de sus discípulos en treinta
monedas, inferiores al precio en que se vende una bestia. Otro discípulo renegó de él. Fue conducido por las calles de Jerusalén,
atado como un malhechor, abandonado de todos, hasta de sus contados discípulos. Fué vilmente tratado como esclavo con el
castigo de azotes; fue abofeteado públicamente, tratado como loco y vestido por
Herodes con vestidura blanca, para hacerle pasar por hombre ignorante y
estúpido, según se expresa, San Buenaventura.
Fué reputado como rey de burlas, poniéndole en la mano una caña por
cetro, en las espaldas un andrajoso pedazo de púrpura y en la cabeza un haz de
espinas por corona, y después le saludaban irónicamente: ¡Salud, Rey de los Judíos!, cubriéndole la cara de esputos y bofetones.
Finalmente, quiso morir Jesucristo;
pero ¿con que muerte? Con la más ignominiosa, cual fué la de la cruz. Quienes a la sazón morían ignominiosa, cual
fue la de cruz. Quienes a la sazón miran
crucificados eran tenidos por los más viles y malvados de los reos, por lo que
el nombre de crucificado era nombre de maldición e infamia. De ahí que el Apóstol dijese: Cristo… hecho por nosotros objeto de
maldición: porque escrito esta: «Maldito todo el que está colgado de un palo». San Atanasio comenta así: «se llama
maldito porque cargó con nuestra maldición» para salvarnos de la maldición
eterna.
Pero, Señor, exclama aquí Santo Tomas
de Villanueva, ¿Dónde está tu gloria y tu majestad en medio de tanta ignominia?
Y responde: No busques tal gloria y majestad, pues vino a dar ejemplo de
humildad y a manifestar el amor que tuvo a los hombres, amor que le hizo como
salir de sí mismo.
II
Refiere la fábula pagana que Hércules,
por el amor que profesaba el rey Augias,
llego hasta cuidar de sus caballerizas; y que Apolo, por amor también a Admeto,
pastoreó sus rebaños. ¡Fabulas tan
solo! Pero lo que es de fe es que
Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, por amor a los hombres, se humillo hasta
nacer en una gruta, vivió vida de humillaciones y, finalmente murió ajusticiado
en infame patíbulo. ¡Oh gracia, oh
fuerza invencible del amor!-exclama San Bernardo-, ¿es posible que hayas
obligado al Señor de todas las cosas a hacerse el menor de todas ellas? ¡Oh
fuerza del amor divino, el más excelso de todos hacerse el más vil de todos! «
¿Quién hizo esto?»-prosigue preguntando el Santo-. El amor, que no se detiene
en dignidades, cuando se trata de conquistarse el afecto de la persona
amada. Dios, que de nadie puede ser
vencido, fue vencido por el amor, ya que el amor redujo a hacerse hombre y a
sacrificarse por amor a los hombres en mar de dolores y desprecios. “Se anonado a si mismo—prosigue el santo Abad—para
que sepas que fué el amor quien rebajó al nivel del hombre semejante grandeza.
Dice San Gregorio Nacianceno que de
ninguna otra manera podía Dios manifestarnos mejor su amor que humillándose
hasta cargar con las mayores miserias e ignominias sufridas por los hombres en
la tierra. Y Ricardo de San Víctor añade
que, habiendo el hombre tenido la audacia de ofender a la majestad de Dios, fué
necesario para purgar su delito que interviniese una humillación también infinita. Pero «cuando más se ha humillado nuestro
Dios-sigue San Bernardo—, tanto mayor se ha mostrado en la bondad y el amor». Por lo tanto, después de haberse un Dios
humillado tanto por amor al hombre, ¿tendrá este aun repugnancia en humillarse
por amor a Dios? No merece el nombre de
cristiano quien no es humilde y no procura imitar la humildad de Jesucristo,
que vino al mundo, como dice San Agustín, para abatir la soberbia. La soberbia humana fue la enfermedad que hizo
bajar del cielo a este divino Medico, le colmo de ignominias y le hizo morir
crucificado. Avergüéncese, pues el
hombre de ser soberbio, al menos cuando fije su vista en un Dios que, para
curarlo del orgullo, se humillo tanto. Y
San Pedro Damián escribe que “el Señor quiso abajarse tanto para sacarnos de la
hediondez de nuestros pecados y colocarnos al par de los ángeles en el excelso
reino de los cielos”. “La humillación
del Hijo de Dios-añade San Hilario-fue nuestra nobleza”. «¡Oh inmensidad del amor divino continua
diciendo San Agustín—, Un Dios por amor al hombre enamorarse de los desprecios
para hacerle partícipe de su honor, abrazarse con los dolores para darle la
salud, venir a morir para darle la vida!»
Jesucristo, al
elegirse tan humilde nacimiento, vida tan menospreciada y muerte tan
ignominiosa, ha tornado nobles y amables los desprecios y los oprobios, por lo
que los santos en este mundo fueron tan amantes y hasta ávidos de las ignominias,
que se diría no sabían ni desear ni buscar más que ser despreciados y
pisoteados por amor de Jesucristo.
Cuando vino el Verbo al mundo, se cumplió puntualmente lo que Isaías había
profetizado: En lo que era la morada de
chacales, su cubil, habrá verdor de cañas y juncos; decir, que donde
habitaban antes los demonios, soberbios espíritus, allí nacería, ante la
humildad de Jesucristo el espíritu de humildad.
Vendor de cañas, comenta Hugo, porque el humilde esta como vacío a sus
propios ojos. Los humildes, en efecto,
no están pagados de si, como los soberbios, sino al contrario, vacíos, creyendo
en verdad que todo cuanto tienen es don de Dios. De lo que bien podemos inferir que dios ama tanto
al alma humilde como aborrece a la soberbia.
Pero ¿será posible, pregunta San Bernardo
que se hallen aun orgullosos, después de haber visto la vida que vivió
Jesucristo? ¿Cómo es posible que el hombre, gusanillo manchado con tanto
pecado, viendo a un Dios de infinita majestad y pureza que tanto se humilla para
enseñarnos la humildad, sea aun orgulloso?
Sépase que los orgullos nada ganan ante Dios, San Agustín
advierte: “¿Te engríes? Dios huye de ti. ¿Te humillas? Dios viene a ti”. Huye
el Señor de los soberbios, y, al contrario no sabe despreciar el corazón que se
humilla, por pecador que sea. Dios prometió
escuchar a quien le rogare: Pedid y se os dará.
Todo el que pide, recibe, pero también ha afirmado que no puede escuchar
a los soberbios, como nos dice Santiago: Dios
se opone a los soberbios, más a los humildes otorga su gracia. Santa Teresa declaraba que las más excelsas
gracias las había recibido de Dios cuando más se humillaba ante su
presencia. La oración del que se humilla
entra por sí misma en el cielo, sin necesidad de ser introducida ni se retira
sin alcanzar de Dios lo que desea.
Afectos y Suplicas
¡Oh Jesús mío despreciado!, con vuestro
ejemplo hicisteis muy queridos y amables los desprecios a vuestros
amantes. ¿Cómo, pues, en vez de
recibirlos alegremente, como vos, me he portado con tanto orgullo, ofendiéndoos
a vos, majestad infinita? ¡Pecador y Soberbio! ¡Ah, señor!, ya lo comprendo; no
he sabido sufrir pacientemente porque no he sabido amaros; si os hubiera amado,
habría encontrado suaves y agradables los padecimientos. Pero, ya que prometéis el perdón a quienes se
arrepienten, me arrepiento con toda el alma de toda mi desordenada vida, tan
diferente de la vuestra. Quiero
enmendarme y os prometo, de hoy en delante sufrir pacientemente cuantos
desprecios se me hicieren por amor vuestro. Jesús mío que por mi amor fuisteis
de tal modo despreciado comprendo que las humillaciones son las preciosas minas
conque enriquecéis a las almas de tesoros eternos. Otras humillaciones y otros
desprecios merezco por haber despreciado vuestra gracia: Merezco ser pisoteado
por los demonios, pero vuestros merecimientos son mi esperanza. Quiero cambian
de vida y no quiero disgustaros más, por lo que hoy en adelante no quiero
buscar sino vuestro gusto, Muchas veces merecí
ser lanzado al profundo del infierno, pero, ya que me esperasteis hasta el
presente y aun me habéis perdonado los pecados, como espero, haced que, en vez
de arder en aquel desgraciado fuego, arda en el fuego bendito de vuestro santo
amor.
No; Ya no quiero vivir más, ¡Oh
Amor mío!, sin vuestro amor. Ayudadme y
no permitáis que viva ingrato, como en lo pasado. En lo venidero solo a vos quiero amar, y
quiero que mi corazón sea solo vuestro.
Por favor, tomad posesión de él, y tomadla por toda la eternidad, de
manera que yo sea siempre vuestro y vos siempre mío, yo os ame siempre y
siempre me améis vos. Así lo espero, mi amabilísimo
Dios; yo siempre os amare y vos siempre me amareis. Creo en vos, bondad infinita; espero en vos,
bondad infinita; os amo, bondad infinita; os amo y siempre lo repetiré; os amo,
os amo, os amo y, porque os amo, quiero hacer cuanto me sea
dable para complaceros. Disponed de mí
como os plazca; basta que me deis la gracia de amaros, y luego disponed de mí
como quisiereis, Vuestro amor es y será siempre mi único tesoro, mi único
deseo, mi único bien y mi único amor.
¡Oh María, esperanza mía, Madre del
amor hermoso ayudadme a amar mucho y siempre a mi amabilísimo Dios!