miércoles, 24 de diciembre de 2014

De san Alfonso Maria de Ligorio Discurso IX


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO IX
(24 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO, DE SUBLIME, SE HIZO HUMILDE

Discile a me, quia mitis sum et humillis corde
Aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón.

         La soberbia fué la primera causa de la caída de nuestros primeros padres, quienes por no sujetarse a la obediencia divina se perdieron a sí y a todo el género humano; pero la misericordia de Dios, para remediar tamaño mal,  permitió que su Unigénito se humillara hasta el extremo de revestirse de carne humana y, con el ejemplo de su vida, indujera al hombre a enamorarse de la santa humildad y a detestar la soberbia, que nos hace odiosos a los hombres y a Dios.  He aquí porque San Bernardo nos invita hoy a visitar la gruta de Belén con estas palabras: «Vayamos a Belén, que allí tenemos que admirar, qué amar y qué imitar»

         Sí; en aquella gruta tendremos, en primer lugar, qué admirar.  ¡Cómo!, ¿un Dios en un pesebre? ¿Un Dios sobre la paja? ¡Cómo!, el Dios que se sienta en lo más excelso del cielo en trono de majestad.  ¿Colocado en un pesebre, desconocido y abandonado y sin apenas más compañía que la de dos animales y algunos pastorcillos?

         Tendremos también que amar, al encontrarnos con un Dios que, si bien infinito, quiso bajarse hasta ofrecerse al mundo como pobre niño para hacernos más amable y querido, según el mismo San Bernardo decía

         Y hallaremos, finalmente qué imitar en el supremo Rey del cielo, hecho humilde, pequeñito y pobre niño, que ya en aquella cueva quiere comenzar, desde su infancia a enseñarnos con su ejemplo lo que después nos enseñará con su voz, continúa diciendo el mismo santo Abad

         Imploremos las luces de la gracia a Jesús y a María.

I

         ¿Quién no sabe de Dios es el primer y supremo noble, del que depende toda nobleza? Su grandeza es infinita: no depende de nadie y de nadie   heredo su grandeza, que siempre poseyó en sí mismo.  Es el señor de todo y a quien todas las criaturas obedecen.  Los vientos y el mar le obedecen.  Sobrada razón tiene el Apóstol para decir: Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos.  Pero el Verbo eterno, para remediar la desgracia del hombre, perdido por su soberbia, así como le dió ejemplo de pobreza, como ya consideramos en el presente discurso, para desprenderle de los bienes terrenos, así quiso también servirle de ejemplo de humildad para librarlo del vicio de la soberbia.

         El primero y mayor ejemplo de humildad fué el hacerse hombre y cargar con nuestras miserias: Hecho a semejanza de los hombres.  Dice Casiano que quien viste vestido ajeno, bajo él se esconde, y así Dios quiso esconder su naturaleza divina bajo el humilde vestido de la naturaleza humana.  Y San Bernardo añade que ocultó la majestad divina para tomar nuestra naturaleza y para que se juntasen Dios y el barro, la majestad y la enfermedad, tanta vileza y tanta sublimidad.  ¡Un Dios unirse al barro! ¡La Grandeza a la miseria, la sublimidad a la vileza!  Pero lo que más nos ha de asombrar es que no tan solo quiso.  Dios hacerse criatura, sino aparecer como pecador, revistiéndose de carne semejante a la carne del pecado. 

         Y aun no se contentó el Hijo de Dios de aparecer como hombre, ni aun como hombre pecador, sino que quiso elegir la vida más baja y humilde que puede existir entre los hombres, de manera que llego a llamarlo Isaías Abandonado de los hombres.  Jeremías había predicho que había de ser saciado  de oprobios y de ignominias, y David que había de ser oprobio de los hombres y hez del pueblo.  Por eso quiso Jesucristo nacer en el mundo lo más pobre que se pueda imaginar.  ¡Qué vergüenza para un hombre, por pobre que se quiera, nacer en un pesebre!  Los pobres nacen sus casucas, y a veces entre pajas, pero nunca en un establo, en que apenas si nacen las bestias y los gusanillos; y como gusano quiso nacer en la tierra el Hijo de Dios.  Con tal humildad quiso nacer el Rey del universo, dice San Agustín, para demostrarnos en su humildad la majestad y omnipotencia al hacer con su ejemplo amantes de la humildad a los hombres, que nacen plagados de soberbia.

         Anuncio el ángel a los pastores el nacimiento del Mesías, y las señales que les dio para reconocerlo fueron todas señales de humildad.  Hallareis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.  Así se da a conocer un dios que viene a la tierra a destruir la soberbia.

         La vida de Jesucristo en Egipto, cuando vivió desterrado en aquel país, fue conforme a su nacimiento, pues allí vivió como extranjero, desconocido y pobre entre aquellos barbaros y sin que nadie le conociese ni hiciese caso de Él.  Volvió a Judea, y su vida no fue distinta de la que vivió en Egipto, ya que paso treinta anos en un taller, tenido por todos como hijo de un sencillo artesano, con su oficio de menestral, pobre, desconocido y despreciado.  En aquella su familia no había criados ni criadas, pues José y María eran los dueños y los criados, como dice San Pedro Crisologo.  El solo criado de aquella casa era el Hijo de Dios, que quiso hacerse hijo del hombre, es decir, María para hacerse humilde siervo y, como tal, obedecer a un hombre y a una señora. 

         Después de treinta años de vida escondida, llegó por fin el tiempo en que nuestro Salvador había de comparecer en público para predicar la celestial doctrina que había venido a ensenarnos desde el cielo, por lo que fue necesario se diera a conocer lo que era, verdadero Hijo de Dios.  Mas ¿Cuántos fueron los que lo reconocieron por tal y lo honraron como merecía?  Fuera del reducido número de discípulos que le siguieron, todos los demás, en lugar de honrarlo, lo despreciaron como hombre vil e impostor, cumpliéndose entonces la profecía de Simeón.  Este está puesto… como señal a quien se contradice.  Jesucristo fue contradicho y menospreciado en todo: en su doctrina, ya que al manifestar que era el Unigénito de Dios fue tenido por blasfemo y, como tal, reputado reo de muerte, como decía el impío Caifás.  Fué despreciado e su sabiduría, ya que lo tuvieron por loco y falto de juicio.  Fué despreciado en sus costumbres, teniéndolo por borracho, comilón y amigo de ribaldos.  Fué tenido además, por hechicero, que tenía pactos con el demonio: hereje y endemoniado, seductor.  Finalmente, fué Jesucristo acusado por el público de ser tan malhechor que no necesitaba proceso para condenarlo a muerte de cruz, según decían los judíos a Pilatos.

         Llego, por fin, el Salvador al término de su vida y a su pasión, y en ella, ¡Dios mío, que de desprecios y vilipendios no recibió! Fué traicionado y vendido por uno de sus discípulos en treinta monedas, inferiores al precio en que se vende una bestia.  Otro discípulo renegó de él.  Fue conducido por las calles de Jerusalén, atado como un malhechor, abandonado de todos, hasta de sus contados discípulos.  Fué vilmente tratado como esclavo con el castigo de azotes; fue abofeteado públicamente, tratado como loco y vestido por Herodes con vestidura blanca, para hacerle pasar por hombre ignorante y estúpido, según se expresa, San Buenaventura.  Fué reputado como rey de burlas, poniéndole en la mano una caña por cetro, en las espaldas un andrajoso pedazo de púrpura y en la cabeza un haz de espinas por corona, y después le saludaban irónicamente: ¡Salud, Rey de los Judíos!, cubriéndole la cara de esputos y bofetones.

         Finalmente, quiso morir Jesucristo; pero ¿con que muerte? Con la más ignominiosa, cual fué la de la cruz.  Quienes a la sazón morían ignominiosa, cual fue la de cruz.  Quienes a la sazón miran crucificados eran tenidos por los más viles y malvados de los reos, por lo que el nombre de crucificado era nombre de maldición e infamia.  De ahí que el Apóstol dijese: Cristo… hecho por nosotros objeto de maldición: porque escrito esta: «Maldito todo el que está colgado de un palo».  San Atanasio comenta así: «se llama maldito porque cargó con nuestra maldición» para salvarnos de la maldición eterna.

         Pero, Señor, exclama aquí Santo Tomas de Villanueva, ¿Dónde está tu gloria y tu majestad en medio de tanta ignominia? Y responde: No busques tal gloria y majestad, pues vino a dar ejemplo de humildad y a manifestar el amor que tuvo a los hombres, amor que le hizo como salir de sí mismo.

II

         Refiere la fábula pagana que Hércules, por el amor que profesaba el rey Augias,  llego hasta cuidar de sus caballerizas; y que Apolo, por amor también a Admeto, pastoreó sus rebaños.  ¡Fabulas tan solo!  Pero lo que es de fe es que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, por amor a los hombres, se humillo hasta nacer en una gruta, vivió vida de humillaciones y, finalmente murió ajusticiado en infame patíbulo.  ¡Oh gracia, oh fuerza invencible del amor!-exclama San Bernardo-, ¿es posible que hayas obligado al Señor de todas las cosas a hacerse el menor de todas ellas? ¡Oh fuerza del amor divino, el más excelso de todos hacerse el más vil de todos! « ¿Quién hizo esto?»-prosigue preguntando el Santo-. El amor, que no se detiene en dignidades, cuando se trata de conquistarse el afecto de la persona amada.  Dios, que de nadie puede ser vencido, fue vencido por el amor, ya que el amor redujo a hacerse hombre y a sacrificarse por amor a los hombres en mar de dolores y desprecios.  “Se anonado a si mismo—prosigue el santo Abad—para que sepas que fué el amor quien rebajó al nivel del hombre semejante grandeza.

         Dice San Gregorio Nacianceno que de ninguna otra manera podía Dios manifestarnos mejor su amor que humillándose hasta cargar con las mayores miserias e ignominias sufridas por los hombres en la tierra.  Y Ricardo de San Víctor añade que, habiendo el hombre tenido la audacia de ofender a la majestad de Dios, fué necesario para purgar su delito que interviniese una humillación también infinita.  Pero «cuando más se ha humillado nuestro Dios-sigue San Bernardo—, tanto mayor se ha mostrado en la bondad y el amor».  Por lo tanto, después de haberse un Dios humillado tanto por amor al hombre, ¿tendrá este aun repugnancia en humillarse por amor a Dios?  No merece el nombre de cristiano quien no es humilde y no procura imitar la humildad de Jesucristo, que vino al mundo, como dice San Agustín, para abatir la soberbia.  La soberbia humana fue la enfermedad que hizo bajar del cielo a este divino Medico, le colmo de ignominias y le hizo morir crucificado.  Avergüéncese, pues el hombre de ser soberbio, al menos cuando fije su vista en un Dios que, para curarlo del orgullo, se humillo tanto.  Y San Pedro Damián escribe que “el Señor quiso abajarse tanto para sacarnos de la hediondez de nuestros pecados y colocarnos al par de los ángeles en el excelso reino de los cielos”.  “La humillación del Hijo de Dios-añade San Hilario-fue nuestra nobleza”.  «¡Oh inmensidad del amor divino continua diciendo San Agustín—, Un Dios por amor al hombre enamorarse de los desprecios para hacerle partícipe de su honor, abrazarse con los dolores para darle la salud, venir a morir para darle la vida!»


Jesucristo, al elegirse tan humilde nacimiento, vida tan menospreciada y muerte tan ignominiosa, ha tornado nobles y amables los desprecios y los oprobios, por lo que los santos en este mundo fueron tan amantes y hasta ávidos de las ignominias, que se diría no sabían ni desear ni buscar más que ser despreciados y pisoteados por amor de Jesucristo.  Cuando vino el Verbo al mundo, se cumplió puntualmente lo que Isaías había profetizado: En lo que era la morada de chacales, su cubil, habrá verdor de cañas y juncos; decir, que donde habitaban antes los demonios, soberbios espíritus, allí nacería, ante la humildad de Jesucristo el espíritu de humildad.  Vendor de cañas, comenta Hugo, porque el humilde esta como vacío a sus propios ojos.  Los humildes, en efecto, no están pagados de si, como los soberbios, sino al contrario, vacíos, creyendo en verdad que todo cuanto tienen es don de Dios.  De lo que bien podemos inferir que dios ama tanto al alma humilde como aborrece a la soberbia. 

         Pero ¿será posible, pregunta San Bernardo que se hallen aun orgullosos, después de haber visto la vida que vivió Jesucristo? ¿Cómo es posible que el hombre, gusanillo manchado con tanto pecado, viendo a un Dios de infinita majestad y pureza que tanto se humilla para enseñarnos la humildad, sea aun orgulloso?

         Sépase que los orgullos          nada ganan ante Dios, San Agustín advierte: “¿Te engríes? Dios huye de ti. ¿Te humillas? Dios viene a ti”. Huye el Señor de los soberbios, y, al contrario no sabe despreciar el corazón que se humilla, por pecador que sea.  Dios prometió escuchar a quien le rogare: Pedid y se os dará.  Todo el que pide, recibe, pero también ha afirmado que no puede escuchar a los soberbios, como nos dice Santiago: Dios se opone a los soberbios, más a los humildes otorga su gracia.  Santa Teresa declaraba que las más excelsas gracias las había recibido de Dios cuando más se humillaba ante su presencia.  La oración del que se humilla entra por sí misma en el cielo, sin necesidad de ser introducida ni se retira sin alcanzar de Dios lo que desea.

Afectos y Suplicas

         ¡Oh Jesús mío despreciado!, con vuestro ejemplo hicisteis muy queridos y amables los desprecios a vuestros amantes.  ¿Cómo, pues, en vez de recibirlos alegremente, como vos, me he portado con tanto orgullo, ofendiéndoos a vos, majestad infinita? ¡Pecador y Soberbio! ¡Ah, señor!, ya lo comprendo; no he sabido sufrir pacientemente porque no he sabido amaros; si os hubiera amado, habría encontrado suaves y agradables los padecimientos.  Pero, ya que prometéis el perdón a quienes se arrepienten, me arrepiento con toda el alma de toda mi desordenada vida, tan diferente de la vuestra.  Quiero enmendarme y os prometo, de hoy en delante sufrir pacientemente cuantos desprecios se me hicieren por amor vuestro. Jesús mío que por mi amor fuisteis de tal modo despreciado comprendo que las humillaciones son las preciosas minas conque enriquecéis a las almas de tesoros eternos. Otras humillaciones y otros desprecios merezco por haber despreciado vuestra gracia: Merezco ser pisoteado por los demonios, pero vuestros merecimientos son mi esperanza. Quiero cambian de vida y no quiero disgustaros más, por lo que hoy en adelante no quiero buscar sino vuestro gusto,  Muchas veces merecí ser lanzado al profundo del infierno, pero, ya que me esperasteis hasta el presente y aun me habéis perdonado los pecados, como espero, haced que, en vez de arder en aquel desgraciado fuego, arda en el fuego bendito de vuestro santo amor.

 No; Ya no quiero vivir más, ¡Oh Amor mío!, sin vuestro amor.  Ayudadme y no permitáis que viva ingrato, como en lo pasado.  En lo venidero solo a vos quiero amar, y quiero que mi corazón sea solo vuestro.  Por favor, tomad posesión de él, y tomadla por toda la eternidad, de manera que yo sea siempre vuestro y vos siempre mío, yo os ame siempre y siempre me améis vos.  Así lo espero, mi amabilísimo Dios; yo siempre os amare y vos siempre me amareis.  Creo en vos, bondad infinita; espero en vos, bondad infinita; os amo, bondad infinita; os amo y siempre lo repetiré; os amo, os amo, os amo  y,  porque os amo, quiero hacer cuanto me sea dable para complaceros.  Disponed de mí como os plazca; basta que me deis la gracia de amaros, y luego disponed de mí como quisiereis, Vuestro amor es y será siempre mi único tesoro, mi único deseo, mi único bien y mi único amor. 

         ¡Oh María, esperanza mía, Madre del amor hermoso ayudadme a amar mucho y siempre a mi amabilísimo Dios! 



martes, 23 de diciembre de 2014

De San Alfonso Maria de Ligorio Discurso VIII


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO VIII
(23 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO, DE RICO, SE HIZO POBRE

Excutere de pulvere, consurge, sede, Jerusalem.
Sacúdete el polvo, levántate, cautiva de Jerusalén.


¡Animo, alma cristiana!, te dice el profeta; sacúdete el polvo de los afectos terrenos; ¡animo!, álzate del fango en que yaces miserablemente y siéntate; siéntate como reina para dominar las pasiones que te asedian a fin de que no alcances la gloria eterna y te exponen a peligro de eterna ruina.

         Mas ¿Qué tendrá que hacer el alma para llegar al feliz estado con que el profeta le brinda? Considerar e imitar la vida de Jesucristo, quien, siendo tan rico que posee todas las riquezas del cielo y de la tierra, se hizo pobre, despreciando los bienes terrenos.  Quien considera a Jesús hecho pobre por amor, es imposible que no se mueva a despreciarlo todo por amor de Jesús.  Considerémoslo atentamente y pidamos luces para ello a Jesús y a María.

I

         Cuanto hay en el cielo y en la tierra, todo es de Dios; el mismo Señor nos lo dice: Mío es el orbe y cuanto lo hinche.  Y aun esto es poco; el cielo y la tierra solo es una mínima parte de las riquezas de Dios.  Dios es tan rico, que tiene infinitas riquezas que no le pueden faltar, porque sus riquezas no dependen de otro, sino que las posee en sí mismo, que es infinito bien.  Por esto decía David: Tú eres mi Dueño: no hay bien para mí fuera de ti.  Así, pues, este Dios, siendo rico, se hizo pobre al encarnarse, a fin de enriquecernos a nosotros, pobres pecadores: Siendo rico, se empobreció para que vosotros con su pobreza os enriquecieseis.  ¡Como! ¿Un Dios llegando al extremo de hacerse pobre?  Y ¿Por qué? Vamos a verlo.  Los bienes de la tierra no pueden ser sino tierra y fango, pero fango que de tal manera ciega a los hombres, que ya no ven cuales sean los verdaderos bienes.

         Antes de la venida de Jesucristo estaba el mundo sumido en tinieblas, porque estaba sumido en pecados: Toda carne había corrompido su camino.  Todos los hombres habían viciado la ley y la razón, pues viviendo como brutos, no pensaban sino en disfrutar de los bienes y placeres terrenos, sin cuidarse para nada de los bienes eternos.  Pero la divina Misericordia dispuso que bajase el mismo Hijo de Dios a iluminar a estos obcecados: El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz.

         Jesús fue llamado luz de las naciones: Luz para iluminación de los gentiles.  Y la luz en las tinieblas brilla.  Ya anteriormente nos había prometido el Señor trocarse en nuestro Maestro, y Maestro visible a nuestros ojos, para enseñarnos el camino de la salvación, que es la práctica de las santas virtudes, y en especial de la santa pobreza: Tus ojos a tu maestro verán.  Pero este Maestro debía ensenarnos no solo con la voz, sino también, y principalmente, con el ejemplo de su vida.  Dice San Bernardo que en el cielo no se daba la pobreza, que tan solo se podía encontrar en la tierra, aun cuando el hombre desconociera su precio, y de ahí que no la buscase.  Por eso el hijo del hombre bajo del cielo a la tierra y eligió la pobreza como compañera de toda su vida haciéndola así, con su ejemplo, preciosa y deseable.  Y he aquí a nuestro Redentor niño que ya desde el comienzo de su vida se constituye maestro de pobreza en la gruta de Belén, llamada precisamente por el mismo San Bernardo escuela de Cristo y por San Agustín cueva maestra.

         Con tal fin permitió Dios que se publicase el edicto del Cesar, para que el Hijo naciera no solo pobre, sino el más pobre de todos los hombres, fuera de la casa propia y en una gruta albergue de animales.  El resto de los pobres, como nacen en sus casas, tienen ciertas comodidades de pañales, calor, asistencia de personas que, al menos por compasión, les prestan sus socorros.  ¿Quién nació nunca en un pesebre, por pobres que sus padres fuesen?  En los pesebres apenas si nacen los animales.  San Lucas cuenta como aconteció esto.  Llegado el tiempo en que María había de dar a luz, José anduvo buscándole alojamiento en Belén y, por más que fue de casa en casa, no lo encontró, ni siquiera en las posadas: No había para ellos lugar en el mesón.  Vióse, pues obligada María a albergarse, para dar a luz, en aquella cueva, donde a pesar del gran concurso de gentes, no había más que solos dos animales.

         Cuando naces los hijos de los príncipes, hallan habitaciones ricamente adornadas y calientes, cunas de plata, finísimos paños y grandes del reino y damas para su servicio; en cambio, al Rey del cielo, en vez de una habitación adornada y caliente, tócale una gruta fría, llena de hierba; en vez de colchones de pluma, un poco de paja dura e hiriente; en vez de finos pañales, toscos pañecillos, húmedos y fríos.  Al Creador de los ángeles, dice San Pedro Damiáno, no leemos que se le envolviese en purpura, sino con los más bastos pañalillos.  Avergüéncese la terrena soberbia al ver los resplandores de la humildad del Salvador.  Por toda calefacción y compañía de magnates, apenas le llega el hálito y compañía de dos animales; por toda cuna preciosa, cábele un vil pesebre. ¡Como! Exclama San Gregorio Niseno, el Rey de los reyes, que llena cielos y tierras. ¿No haya para nacer otro sitio que un pesebre de bestias? Sí, porque este Rey de los reyes, quiso por amor nuestro ser pobre, y el más pobre de todos.  A lo menos, los niños de los pobres tienen suficiente leche con que alimentarse, al paso que también en esto quisto ser pobre Jesucristo, pues la leche de María era leche milagrosa, facilitada no por la naturaleza, sino por el cielo, como dice la santa Iglesia;  y Dios, para complacer el deseo de su Hijo, que deseaba ser el más pobre de todos, no proveyó a María de leche sobrada, sino solamente de la necesaria para sustentar la vida del Hijo, por lo que canta la misma santa Iglesia: «Se alimentó con poca leche».

         Jesucristo continuo durante toda su vida tan pobre como en el nacimiento, y no solo pobre, sino también mendigo, dice San Pablo, por lo que añade Cornelio Alápide: «Es evidente que Cristo no solo fue pobre, si no también mendigo»  Nuestro Redentor, después de haber nacido tan pobre, se vio forzado a huir de su patria a Egipto.  San Buenaventura va en este viaje considerando y compadeciendo la pobreza de María –y de José, que viajaban como pobres, por un camino tan largo y con el santo Niño, que tanto hubo de padecer con su pobreza. « ¿Cómo-pregunta el santo-se arreglaban para comer?  ¿Dónde descansaban? ¿Dónde se hospedaban?» Pero ¿y de que se iban a alimentar sino de pan, de poco y duro pan? ¿Dónde iban a descansar de noche y en aquel desierto, sino al aire libre, por el suelo y bajo cualquier árbol? ¡Oh! Quien hubiese encontrado en aquel camino a estos tres excelsos peregrinos, ¿por quienes los hubiera tenido sino por tres pobres mendigos?  Llegan a Egipto, y es natural que por ser pobres y forasteros, sin parientes ni amigos, tuvo que aumentar sus sufrimientos la suma pobreza que hubieron de padecer durante los siete años que permanecieron allí.  Dice San Basilio que en Egipto apenas llegaban a sustentarse, procurándose el alimento con el trabajo de sus manos.  Landolfo de Sajonia añade que el Niño Jesús, forzado por el hambre, pediría a María un poco de pan, y esta tendría que despacharlo sin poder dárselo.

         Volvieron de Egipto a Palestina y vivieron en Nazaret, donde Jesús continúo su vida pobre: pobre de casa y pobre de moblaje, como añade San Cipriano.  En esta casa vivió como pobre, sustentando la vida con sudores y fatigas, como cualquier artesano e hijos suyos, pues como tal era llamado y considerado. 

         Salió luego el Redentor a predicar el Evangelio, y en estos sus tres postreros años de vida no vario de fortuna ni de estado, sino que vivió con mayor pobreza que antes, llegando hasta tener que vivir de limosna.  De ahí que se viera obligado a decir a cierto hombre que le deseaba seguir para vivir más cómodamente: Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo, nidos: más el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.  Que era tanto como decir: Hombre, si con seguirme esperas mejorar de condición, te equivocas, porque vine a la tierra a enseñar la pobreza, haciéndome más pobre que las zorras y las avecillas, que tienen sus madrigueras y nidos, al paso que en este mundo yo no tengo in un palmo de tierra propio en que pueda reclinar la cabeza, y tales quiero que sean también mis discípulos.  ¿Quieres, comenta Cornelio Alápide, quieres aumentar tus bienes viniendo en pos de mí? Te equivocas, porque yo, como maestro de perfección, soy pobre, y pobres deseo a mis discípulos.  San Jerónimo decía que el siervo de Cristo nada tiene ni desea más que a Cristo.

         Pobre, en suma, vivió Jesucristo, y pobre, finalmente, murió, hasta el punto que José de Arrímatea le tuvo que ceder el sepulcro y otros tuvieron que darle una sábana de limosna que le sirviese de mortaja.

II

         Considerando el cardenal Hugo la pobreza, los desprecios y penalidades a que se quiso someter nuestro Redentor, dice: Parece que Dios enloqueció por amor de los hombres, pues quiso abrazarse con tantas miserias para alcanzarles los tesoros de la gracia divina y de la gloria bienaventurada.  Y ¿Quién, prosigue el citado autor, sería capaz de creer, si Jesucristo no lo hubiese hecho, que, siendo dueño de todas las riquezas, quisiese hacerse su esclavo, siendo Rey del cielo; quisiese cargar con tantos desprecios, siendo feliz; quisiese sufrir tantas penalidades?

         Cierto que hay en la tierra caritativos príncipes que emplean gustosos sus riquezas en auxilio de los pobres; pero ¿dónde se habrá jamás encontrado un rey sino a Jesucristo, que para ayudar a los pobres se haya hecho pobre como ellos?  Cuéntase como prodigio de caridad el del rey San Eduardo, que, encontrándose en el camino a cierto pobre que no se podía mover y se hallaba abandonado de todos, cargo con el amorosamente sobre sus espaldas y lo llevo a la iglesia.  Sí; este fue gran acto de caridad, que admiro a los pueblos; pero San Eduardo, al hacer esto, no dejo de ser monarca, ni el pobre de ser pobre.  El Hijo de Dios, el Rey de los cielos y tierra para salvar a la oveja perdida, que era el hombre, no solo bajo del cielo a la tierra ni la cargo tan solo sobre sus espaldas, si no que se despojó de su majestad, de sus riquezas y de sus honores, y no solo se hizo pobre, sino el más pobre de todos.  Escondió, dice San Pedro Damiano, escondió la purpura, es decir, su divina majestad, bajo las apariencias de un pobre obrero.  El que da las riquezas, añade San Gregorio Nacianceno, quiso ser pobre, para procurarnos con sus merecimientos, no las riquezas terrenas, míseras y caducas, sino las divinas, inmensas y eternas, a fin de que con su ejemplo nos viéramos libres del afecto de los bienes mundanos, que nos ponen en grave peligro de perdernos para siempre.  De San Juan Francisco de Regis se cuenta que su ordinaria meditación era pobreza de Jesucristo. 

         Opina Alberto Magno que Jesucristo nació en un pesebre y al lado del camino, por dos motivos.  El primero, para darnos mejor a comprender que todos somos peregrinos en esta tierra, en la que estamos de paso.  “Huésped eres, miras y pasas”, dice San Agustín.  Y la verdad, quien se halla de paso en un lugar no coloca allí sus afectos, pensando que dentro de poco lo habrá de dejar.  ¡Ah!, si los hombres pensaran continuamente que en esta tierra están de paso a la eternidad, ¿Quién sería el que se apegase a estos bienes, con peligro de perder los eternos?  El otro motivo, dice Alberto Magno, fue para enseñarnos a despreciar al mundo, que carece de riquezas suficientes para contentar el corazón.  Ensena el mundo a sus secuaces que la felicidad consiste en la posesión de las riquezas, de los placeres y de los honores; pero este mundo engañador fue condenado por el Hijo de Dios hecho hombre: Ahora es el juicio del mundo.  Y esta condenación del mundo empezó, como dicen San Anselmo y San Bernardo, en el pesebre de Belén.  Quiso Jesús nacer en el tan pobre pero enriquecernos con su pobreza, a fin de que con su ejemplo divino arrancáramos del corazón al afecto a los bienes terrenos y lo colocásemos en la virtud y en el santo amor.  Enseño Jesucristo, dice Casiano, un camino, nuevo: amar la pobreza, que el mundo desprecia. 

         Por esto los santos, a ejemplo del Salvador, lo abandonaron todo para seguir pobres a Cristo pobre.  San Bernardo dice que la pobreza de Jesucristo es mucho más rica que todos los tesoros de este mundo.  La pobreza de Jesucristo nos trajo más bienes que cuantos encierran todos los tesoros mundanos, puesto que nos mueve a alcanzar las riquezas del cielo, menospreciando las terrenas.  De ahí que San Pablo dijese: Todas las cosas… las tengo por basuras, a fin de ganarme a Cristo.  El Apóstol miraba todas las cosas como basuras, en parangón con la gracia de Jesucristo.  San Benito, en la flor de su juventud, dejo las comodidades de la casa paterna y fue a vivir a una gruta, recibiendo de limosna un trozo de pan del monje Román, que de esta suerte lo alimentaba por caridad.  San Francisco de Borja abandono todas sus riquezas y fue a vivir como pobre a la compañía de Jesús.  San Antonio Abad vendió todo su rico patrimonio lo repartió a los pobres y se internó a vivir en el desierto.  San Francisco de Asís dio al padre cuanto tenia, aun la camisa, y vivió de limosna toda su vida.
         Quien quiera riquezas, decía San Felipe Neri, no se hará santo.  Sí, porque el amor divino no cabe en el corazón lleno de tierra.  “¿Traes el corazón vacío?”, se preguntaba como condición necesaria a los antiguos monjes cuando pedían ser admitidos en compañía de los demás.  Como si quisieran preguntar: ¿Viene tu corazón vacío de los afectos terrenos?  Si no es así, sábete que no podrá ser todo de Dios.  Ya el señor dijo: Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón.  El tesoro de cada uno es aquello que mas aprecia y estima.  Murió en cierta ocasión un rico que se condenó lo que público desde el pulpito San Antonio de Padua, y dijo, en prueba de ello, que fuesen a ver el lugar donde tenía el dinero, pues allí encontrarían su corazón.  Fueron, en efecto, y hallaron el corazón de aquel infeliz, aún caliente, en medio de su dinero.
         Dios no puede ser el tesoro del alma apegada a los bienes de la tierra, por lo que pedía David: Crea, Dios, para mí un corazón puro.  Purificad, Señor, mi corazón de los afectos terrenos para que yo pueda decir que solo vos sois roca de mi corazón y parcela mía por siempre.  Por lo tanto, quien desee verdaderamente santificarse, arroje del corazón cuanto no sea Dios.  ¿Para qué tesoros, bienes ni riquezas? ¿Para qué si no contentan el corazón y si los tenemos que dejar luego, luego? No atesoréis tesoros sobre la tierra, donde la polilla y el orín los hacen desaparecer; atesoraos más bien tesoros en el cielo. 

         ¡Ah!, y ¡cuán inmensos son los bienes que Dios prepara en el cielo a quienes le aman! ¡Que tesoro es la gracia de Dios y el amor divino para quienes le conocen! Riquezas y gloria me acompañan para repartir bienes a mis amigos.  Dios contiene en sí mismo las riquezas y el premio, como decía Isaías.  Dios solo es en el cielo todo el premio de los bienaventurados y El solo basta para contentarlos plenamente.  Pero, para amar mucho a Dios en el cielo, hay que amarle antes mucho en la tierra.  Con la medida del amor con que terminemos la jornada de la tierra seguiremos amando a Dios en la eternidad.  Si queremos estar seguros de no volvernos a separar de este bien supremo en la presente vida, estrechémosle siempre más con los lazos de amor, repitiendo con la Esposa de los Cantares: Encontré a quien ama mi alma.  Asílo y no lo suelto.  Y ¿Cómo estrecha la esposa a su amado? Con los brazos del amor, expone Guillermo, y san Ambrosio añade: “A Dios se le sujeta con los lazos del amor”  Dichoso, pues, quien pueda decir con San Paulino: “¡Quédense con sus riquezas y mi reino es Cristo!”  Y con San Ignacio ¡prefiera el amor y la gracia de Dios a todas las riquezas del mundo!” “No le da pena-dice San Leonel estar en la indigencia al que posee todas las cosas en Dios”.

         Recuramos siempre a la divina Madre y amémosla sobre todas las cosas después de Dios, pues que ella nos asegura como la hace hablar la santa Iglesia que enriquece de gracias a cuantos la aman.

Afectos y Súplicas

Amado Jesús mío, inflamadme en vuestro santo amor, ya que para eso bajasteis a la tierra.  Cierto que, habiendo tenido la desgracia de ofenderos, después de tantas luces y gracias especiales como me habéis hecho, no merecía abrasarte en aquellas dichosas llamas en que arden los santos, sino arder en las del infierno.  Pero, hallándome todavía fuera de aquella merecida cárcel, os oigo, que, vuelto hacia mí, a pesar de mi ingratitud, me decías: Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón. Gracias Dios mío por renovarme este suave precepto y ya que mandáis que os ame, sí, quiero obedeceros y quiero amaros con todo mi corazón.  Señor en lo pasado fui un desgraciado, un ciego al olvidarme del amor que me habéis profesado; pero ahora que de nuevo me ilumináis y me dais a conocer cuánto habéis hecho por mi amor, ahora que pienso que os hicisteis hombre por mí y que cargasteis con, mis miserias, ahora que os veo tiritar de frio sobre la paja gimiendo y llorando por mí, ¡oh divino Niño!, ¿Cómo podría vivir sin amaros?

         Perdóname, amor, mío cuantos disgustos os haya dado ¡Oh Dios! ¿Cómo es posible que, sabiendo por la fe cuanto padecisteis por mí, os haya disgustado tanto? Estas pajas que os punzan, este vil pesebre que os sirve de cuna, estos tiernos vagidos que dais, estas amorosas lágrimas que derramas, me hacen esperar firmemente el perdón y la gracia de amaros en lo que restare de vida.  Os amo, Verbo encarnado; os amo divino Niñito, y me consagro por completo a vos.  Por las penas que padecisteis en la gruta de Belén, recibid, Jesús mío, a este mísero pecador que quiere amaros.  Ayudadme, dadme la perseverancia; todo lo espero de vos, ¡Oh María, excelsa Madre de tan excelso Hijo, y la más amada de Él, rogadle por mí!








De san Alfonso Maria de ligorio Discurso VII


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO VII
(22 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO DE FELIZ, SE HIZO ATRIBULADO

Et crunt oculi tui videntes pracceptorem tuum
Tus ojos a tu maestro verán.

Dice San Juan que  todo cuanto hay en el mundo es cupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y jactancia de los bienes terrenos.  Esos son los tres malvados amores de que fue dominado el hombre después del pecado de Adán: amor de los placeres, amor de las riquezas y amor de los honores, de los que surgió la soberbia humana, El Verbo divino, para ensenarnos con su ejemplo la mortificación de los sentidos que vence al amor de los placeres de feliz se hizo atribulado para enseñarnos el desprendimiento de los bienes terrenos, de rico se hizo pobre.  Y, finalmente para ensenarnos la humildad, opuesta al amor de los hombres, de sublime se hizo humilde.  De estos tres puntos hablaremos en estos tres días de la novena.  Hablemos hoy de lo primero.

         Vino nuestro Redentor a ensenarnos, más con el ejemplo de su vida que con la doctrina que predico, el amor a la mortificación de los sentidos: por esto, de feliz que era y se hizo atribulado.  Considerémoslo y pidamos a Jesús y  María nos iluminen.
Hablando el Apóstol de la beatitud divina, llama a Dios el bienaventurado y único soberano y corazón porque toda la ventura que podemos disfrutar no es más que una mínima partesica de la facilidad infinita de Dios.  En esta infinita felicidad hallaran la propia los bienaventurados del cielo al entrar en el mar inmenso de la divina felicidad este es el paraíso que el señor da al alma.  Cuando entra en el en posesión del reino eterno

Cuando Dios creo al hombre, no le puso en la tierra para padecer, sino que lo puso en el vergel de Edén”, para que de ese lugar de las delicias pasase al cielo a gozar eternamente de la gloria de los bienaventurados; pero el hombre infeliz, se hizo indigno del paraíso terrestre con su pecado y se cerró las puertas del cielo condenándose voluntariamente a muerte e infelicidad eternas.  Y ¿Qué hizo el Hijo de Dios para librar el hombre de tanta ruina? De bienaventurado y felicísimo que era, quiso tornarse afligido y atribulado.

Podía nuestro redentor habernos rescatado de manos de los enemigos sin sujetarse a padecimientos; podía bajar a la tierra y disfrutar de su felicidad viviendo vida dichosa aun en la tierra, rodeado de los honores que le eran debidos como Rey y Señor universal.  Para redimirnos solo hubiese bastado que hubiera ofrecido a Dios una sola gota de su sangre o sola una lagrima, capaz de redimir, no solo uno, sino mil mundos.  Cualquier sufrimiento de Cristo-dice el Angélico- hubiera bastado para la redención, en calidad de la infinita dignidad de la persona; más no: En vez del gozo que se ponía delante sobrellevo la cruz quiso renunciar a todos los honores y placeres y eligió en la tierra una vida llena de trabajos e ignominias.

Cierto exclama San Juan Crisóstomo, que cualquier obra del Verbo encarnado bastaba para redimir al hombre, pero no bastaba al amor que nos tenía.  Y como quien ama desea ser amado, Jesucristo para hacerse amar de los hombres quiso padecer mucho y escoger vida trabajosa, para así obligarnos a amarle.  Revelo el señor a santa Margarita de Cortona que en su vida no experimento ni el más mínimo consuelo sensible.  Grande como el mar es tu quebranto.  La vida de Jesús fue amarga como el mar, tan amargo y salado, que no hay en el gota dulce, por lo que Isaías llamo con razón a Jesucristo Varón de dolores, como si en la tierra solo fuera capaz de sufrir.  Dice Santo Tomas que el redentor no tomo sobre si dolores poco intensos, sino que cargo con lo sumo del dolor; es decir que quiso ser el hombre más afligido que haya nunca existido ni pueda existir sobre la tierra. 
Sí, porque este hombre nació expresamente para sufrir, y por ello tomo un cuerpo altísimo para los padecimientos.  Desde el punto en que se encerró en el seno de María, como enseña al Apóstol, dijo a su Eterno Padre: Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito.  Rehusasteis, Padre mío, los sacrificios de los hombres, pues no bastaban a satisfacer a vuestra divina justicia por las ofensas que os hicieron, y me disteis un cuerpo cual os había pedido, delicado, sensible y dispuestísimo para el sufrimiento; lo acepto voluntariamente y os lo ofrezco, para que, sufriendo todos los dolores durante mi vida y los que finalmente sufrió en la cruz, pueda aplacar así a vuestra divina justicia y atraerme el amor de los hombres. 

Y he aquí que, no bien entrado en el mundo, da comienzo a su sacrificio y empieza a padecer, pero de modo distinto del que padecen los demás hombres.  Los niños no sufren es el seno de sus madres, porque se hallan en su lugar natural y si en algo padecieran no se dan cuenta de ello, por carecer del uso de razón; pero el Nino Jesús padeció durante nueve meses la oscuridad de aquella cárcel la pena de no poder moverse, dándose cuenta de cuanto padecía,  por eso dijo Jeremías: La mujer rodeara al varón , prediciendo que María había de llevar en sus entrañas no ya a un niño sino a un hombre; niño, si, en cuanto a la edad, pero hombres perfecto en cuanto al uso de la razón, porque Jesucristo, desde el primer momento de su vida, estuvo colmado de toda sabiduría; En el cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos.  De ahí que San Bernardo dijese que Jesús, aun no nacido, era ya hombre, no por su edad, sino por su sabiduría, y San Agustín añadía que era inefablemente sabio y sabiamente niño. 
Sale por fin, del claustro materno, pero ¿para qué? ¿Para disfrutar? No, sino para padecer más aun, pues escogió para ello el corazón del invierno, una gruta que servía de pesebre a los animales y en medio de la noche; y nació con tanta pobreza, que no tuvo fuego para calentarse ni pañales que lo resguardasen del frio. ¡Gran catedra es el pesebre! Exclama Santo Tomas de Villanueva. ¡Y cuan bien nos enseño Jesucristo el amor a los padecimientos en la gruta de Belén! “En el pesebre-añade Salmerón-todo aflige a la vista, todo es ingrato al oído, todo molesto al olfato, todo áspero y duro al tacto.  Todo aflige en el pesebre; todo apenas a la vista, pues no se ven más que piedras toscas t renegridas; todo apena al oído, pues solo se percibe gruñidos de animales; todo apena al olfato, por el hedor del estiércol, y todo apena al tacto, porque la cuna no es más que un reducido pesebre y por cama no hay sino pajas.  Ved al Dios niño fajado y sin poderse mover,  Lo sufre dice San Zenón- por haber venido a pagar las deudas del mundo.  A lo que añade San Agustín: “¡Felices pañales, por medio de los cuales se nos purifican las manchas de los pecados”!  Vedlo temblar de frio y gemir, para darnos a entender sus dolores; vedlo como presenta al Padre aquellas sus primeras lagrimas para librarnos del merecido llanto eterno.  Santo Tomas de Villanueva llamaba felices lágrimas aquellas con que se borraron nuestras inquietudes.  ¡Felices lagrimas que nos alcanzaron el perdón de nuestras iniquidades!

La vida de Jesús continuo así afligida y atribulada.  No bien nacido, se vio forzado a huir desterrado y fugitivo a Egipto para librarse de las manos de Herodes.  En aquel país bárbaro paso varios años de su infancia, pobre y desconocido.  Y por el estilo fue luego la vida que, de retorno de Egipto, vivió en Nazaret, hasta morir a manos de verdugos en una cruz en medio de un mar de dolores y de escarnios. 

Es preciso comprender, además que los dolores que padeció Jesucristo en su pasión, la flagelación, la coronación de espinas, la crucifixión, la agonía, la muerte y todo el respeto de penas e injurias que padeció, todas las padeció desde el principio de su vida, porque ya desde entonces tuvo presente ante los ojos la escena funesta de todos los tormentos que había de sufrir al terminar su mortal carrera, como lo había predicho por David: Y mi dolor esta siempre ante mí.  A los pobres enfermos se les esconde el hierro o el fuego con los que es preciso atormentarlos para alcanzar su curación, pero Jesucristo no quiso se le escondieran los instrumentos de su pasión que le habían de acabar la vida para alcanzarnos la vida eterna, sino que quiso tener siempre ante la vista los azotes, las espinas, los clavos, la cruz, que debían sacarle toda la sangre de las venas, hasta hacerle expirar abandonado de todo consuelo, a puros sufrimientos.

A sor Magdalena Orsini, que padecía durante mucho tiempo una grave tribulación, se le apareció cierto día Jesús crucificado para animarla con la memoria de su pasión, exhortándola a sobrellevar pacientemente sus cruces.  La sierva de Dios le dijo: “Pero vos, Señor, solo estuvisteis tres horas en la cruz, en tanto que yo llevo ya varios años con este sufrimiento:”. “¡Ah ignorante- le respondió el crucificado-, yo desde el punto en que me halle en el seno de María sufrí cuanto después había de sufrir en el decurso de mi vida!”  “Cristo-dice Novarino llevó impresa la cruz en el seno de su Madre, hasta el extremo de que no bien nacido, llevara sobre sus hombros su principado”  Por lo tanto, Redentor mío, exclama Drogón de Ostia, no te hallare en toda la vida en más lugar que en la cruz.  Sí, porque la cruz en que murió Jesucristo siempre la tuvo ante la mente para atormentarlo.  Aun durmiendo, dice Belarmino el corazón De Jesús tenia siempre ante la vista la cruz.

 Pero lo que lleno de amargura la vida de nuestro Redentor no fueron tanto los dolores de su pasión cuanto el ofrecerse ante sus ojos los pecados que después de su muerte habían de cometer los hombres.  Estos fueron los crueles verdugos que le hicieron vivir en continuada agonía, siempre oprimido por tristeza tan terrible, que habría bastado para acabar en cada momento con su vida, de puro dolor.  Escribe el P. Lesio que la sola vista de las ingratitudes de los hombres hubiera bastado para hacer morir mil veces de dolor a Jesucristo.  Los azotes, la cruz, la muerte, no fueron ya para El objetos odiosos, sino queridos y deseados.  El mismo se ofreció voluntariamente a sufrir.  No entrego la vida contra su voluntad, sino por propia iniciativa, como nos lo da a entender por San Juan: Doy mi vida por las ovejas.  Más aún: este fue su mayor deseo en toda su vida, el de que llegara pronto el tiempo de su pasión para ver acabada la obra de la redención de los hombres, que por eso dijo en la noche que precedió a su muerte: con deseo desee comer esta Pascua con vosotros.  Y antes de que llegara este tiempo, se diría que se consolaba repitiendo: con bautismo tengo que ser bautizado, y ¡que angustias las mías hasta que se cumpla!  Debo ser bautizado con el bautismo de mi misma sangre, no ya para lavar mi alma, sino la de mis ovejuelas, de las lacras de sus pecados; y ¡cuán ansioso estoy de que llegue pronto la hora de verme agotado de su sangre y muerto en cruz!  Dice San Ambrosio que lo que más afligía al Redentor era no tanto la muerte cuanto la dilación de nuestro rescate.

San Zenón en un sermón que compuso sobre la pasión, contempla a Jesucristo eligiéndose el oficio de carpintero, como por tal nombre lo conocían y llamaban: ¿No es este el carpintero? ¿No es este el hijo del carpintero? Y la razón fue porque los carpinteros tienen siempre entre manos maderas y clavos, y ejerciendo tal oficio parecía se deleitaba Jesús en tales objetos, ya que se representaban mejor los clavos y la cruz en que deseaba morir. 

Repitámoslo una vez más: lo que más afligió al corazón de nuestro Redentor no fue tanto la memoria de su pación cuanto la ingratitud con que los hombres habían de corresponder a su amor.  Esta ingratitud le hizo gemir en el establo de Belén; ¿esta le hizo sudar sangre, entre agonías de muerte en el huerto de Getsemaní; esta le sumió en tanta tristeza que llego a decir que ella sola bastaría para quitarle la vida; Triste en gran manera esta mi alma hasta la muerte; y esta ingratitud, finalmente, fue quien le hizo morir desolado y destituido de todo consuelo en la cruz.  Afirma el P. Suarez que Jesucristo quiso más particularmente satisfacer por la pena de daño que el hombre merecía que por la pena de sentido, por lo que fueron mucho mayores las penas interiores del alma del señor que todas las que sufrió en su cuerpo.


II

         También nosotros, por tanto, hemos contribuido con nuestros pecados a acibarar y atribular toda la vida de nuestro Salvador.  Démosle, pues gracias por su bondad, que nos da tiempo de remediar el mal hecho.

         Y ¿cómo lo remediaremos? Sufriendo con paciencia las penas y cruces que se digna enviarnos para nuestro bien.  El mismo nos señala el modo como habremos de sufrir pacientemente estas penas, con estas palabras: Ponme como sello sobre tu corazón.  Esculpe sobre tu corazón la imagen de mi Crucifijo, parece decirnos; considera mi ejemplo, los dolores que sufrí por ti, y así sufrirás todas las cruces pacientemente.  Dice San Agustín que este Medico celestial quiso enfermar para curarnos a nosotros con enfermedad como lo había profetizado por Isaías: Y por sus verdugones se nos perdonó.  Esta medicina de las penas era necesaria a nuestras almas enfermas a causa del pecado, y Jesucristo quiso beberla primero para que no nos repugnase tomarla nosotros, que somos los verdaderos enfermos.  De ahí se sigue, según San Epifanio, que, para conducirnos como verdaderos discípulos de Jesucristo, debemos darle gracias cuando nos envía cruces, y con razón, porque, tratándonos así, nos hace semejantes a Él.  Añade San Juan Crisóstomo algo de gran consuelo: que, cuando damos gracias a Dios por los beneficios recibidos, le damos lo que le debemos, en tanto que, al soportar por su amor las penalidades pacientemente, entonces en cierto modo queda Dios deudor nuestro.  Si quieres amar a Jesucristo, dice San Bernardo, aprende de El mismo como debes amarlo.  Aprende a sufrirlo todo por el Dios que todo lo sufrió por ti.

         El deseo de agradar a Jesucristo y de patentizarle su amor era el que hacía a los santos ávidos, no de honores ni de placeres, sino de penalidades y desprecios.  Esto hacia decir al Apóstol: A mí jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.  Hecho el dichoso compañero de su Dios crucificado, no ambicionaba más gloria que verse en la cruz.  Esto hacia decir a Santa Teresa: “O padecer o morir” ; como si dijese: Esposo mio, si me quieres llamar a ti con la muerte, heme aquí, que dispuesta estoy y os doy gracias por ello; pero si me quieres dejar el tiempo que fuere en esta vida, desconfió de mi misma si en ella estuviere sin padecer.  “O padecer o morir”;  y Santa María Magdalena decía más padecer y no morir como si dijese: Jesús mio, deseo el paraíso para amaros mejor, pero aún deseo más padecer para compensar en parte el amor que me habéis demostrado padeciendo tanto por mí.  Y la venerable sor María del Crucifijo, siciliana ; estaba tan enamorada del padecimiento, que llegaba a decir: Hermoso es el paraíso, pero en el falta una cosa, el padecimiento.  Esto indujo también a San Juan De la Cruz cuando se le apareció Jesús con la cruz a cuestas y le dijo: Juan, pídeme lo que quieras: le indujo, repito a decirle que no quería sino desprecios y padecimientos: “Señor, padecer y ser despreciado por vos”.

         Si no tenemos el suficiente fervor para desear y buscar el padecimiento, procuremos, al menos, aceptar con paciencia las tribulaciones que Dios nos enviare para nuestro bien.  “Donde está la paciencia se halla Dios”, dice Tertuliano.  ¿Dónde está Dios? Dadme un alma que sufra resignada, y en ella ciertamente hallareis a Dios: Cercano está el Señor de los que tienen el corazón contrito.  El señor se complace en estar al lado de los que se hallan atribulados; pero ¿de qué atribulados? De los que padecen con paciencia y se resignan a la voluntad divina.  A estos les hace Dios gustar la verdadera paz, que consiste, como dice San León, en unir nuestra voluntad a la de Dios.

















  La divina voluntad, en sentir de San Buenaventura, es como la miel, que torna dulces y amables hasta las cosas amargas, y la razón es porque quien logra cuanto desea no tiene más que desear.  Decía San Agustín: “Solo es feliz el que posee todo lo que desea y no desea nada malo”.  De ahí que siempre este contento el que no quiere más que lo que Dios quiere, pues el alma siempre alcanza cuanto quiere, conformándose con lo que Dios quiere.
         Y cuando Dios nos envía cruces debemos no solamente resignarnos, sino agradecerlo, ya que es indicio de querer perdonarnos los pecados y librarnos del infierno merecido.  Quien ofendió a Dios debe ser castigado, y por eso debemos pedirle siempre que nos castigue en esta vida y no ya en la otra.  ¡Pobre del pecador que prospera en esta vida y no conoce castigos!  Dios nos libre de aquella compasión de que habla Isaías: Si el impío es compadecido, no aprende justicia.  No quiero esta compasión, dice San Bernardo, porque es el más terrible de todos los castigos.  Cuando Dios no castiga al pecador en esta vida, señal es que aguarda a castigador e la otra, donde los castigos no tendrán fin.  Dice San Lorenzo Justiniano: “Reconoce el don del precio de tu Redentor y el peso de tu prevaricación”.  Al ver a un Dios muerto en cruz, fuerza es considerar el excelso don que nos hizo de su sangre, para redimirnos del infierno, y reconocer, a la vez, la malicia del pecado, que redujo a Dios a la muerte para alcanzarnos el perdón.  ¡Oh Dios eterno!, nada me espanta más que ver a tu Hijo castigado con muerte tan dolorosa a cause del pecado, decía Drogón.
         Consolémonos, por tanto cuando después de los pecados nos veamos castigados por Dios en este mundo, porque es prueba de que quiere usar con nosotros de misericordia en el otro.  El solo pensamiento de haber disgustado a un Dios tan bueno, si es que le amamos, es llenarnos de más consuelo, al vernos afligidos y castigados, que si nos viéramos colmados de prosperidad y de consuelos en esta vida.  Que es lo que San Juan Crisóstomo expone con estas palabras: “Mayor consuelo tiene el castigado que ama a Dios, después de haber irritado su misericordia, que quien no experimenta tales castigos.  A quien ama, prosigue el Santo, aflige más el pensar que ha llenado de amargura al amado que el mismo castigo de su delito.
         Consolémonos, pues, en los sufrimientos, y si estos pensamientos no bastaren a controlarnos, vayamos a Jesucristo, que Él nos consolara, como lo tiene prometido: Venid a mi todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviare.  Si acudimos al Señor, o nos librara de los males que nos afligen o nos dará fuerza para sobrellevarlos pacientemente, gracia mayor que la primera, porque las tribulaciones sobre llevadas resignadamente, además de librarnos en esta vida de nuestras deudas, nos hacen merecedores de mayor y eterna gloria en el paraíso.     
         Acudamos también, cuando nos hallemos afligidos y desolados, a María, que se llama Madre de la Misericordia, causa de nuestra alegría y consuelo de los afligidos.  Vayamos a esta Señora, que, como dice Lanspergio, no permite que nadie se aparte de sus plantas sin consuelo.  San Buenaventura le dice que tiene por oficio compadecer a los afligidos, por lo que Ricardo de San Lorenzo añade que quien la invocara la hallara siempre presta ayudarlo.  ¿Quién, en efecto, pregunta Eutiquio, ha implorado su auxilio sin ser consolado?

Afectos y Suplicas

         Santa María Magdalena de Pazzi ordeno a dos de sus religiosas que en los días de Navidad se quedasen a los pies del santo Nino desempeñando el oficio que desempeñaban los animales del pesebre, es decir, que quedasen calentando a Jesús, tiritando de frio, con sus amorosas alabanzas, acciones de gracias y amorosos suspiros, exhalados de sus ardientes corazones.  ¡Ojala pudiera también yo, querido Redentor mío, desempeñar tal oficio! Si te alabo, Jesús mío: alabo tu infinita misericordia y tu infinita caridad, que te glorifica en el cielo y en la tierra, y uno mi voz a la de los ángeles: ¡Gloria a Dios en las alturas!  Te doy gracias en nombre de todos los hombres, pero especialmente en el mío, pobre pecador.  ¿Qué sería de mí, que esperanza podría tener de perdón y de salvación, si vos, Salvador mío, no hubierais venido del cielo a salvarme?  Os alabo, pues; os doy gracias, os amo, os amo más, que a ninguna otra cosa, os amo más que a mí mismo, os amo con toda el alma y me entrego completamente a vos, Recibid, santo Nino, estos actos de amor y si son fríos, por salir de un corazón helado, abrasad este pobre corazón que os ha ofendido, pero que ya se halla arrepentido.  Si, Señor mío: me arrepiento sobre todo otro mal de haberos menospreciado a vos, que tanto me amasteis.  Ya no deseo más que amaros y solo os pido esto: dadme vuestro amor y haced de mi lo que os pluguiere.  Tiempo hubo en que fui miserable esclavo del infierno, más ahora que me veo libre de aquellas miserables cadenas, me consagro todo a vos; os consagro mi cuerpo, mis bienes, mi vida, mi alma, mi voluntad y toda mi libertad.  Ya o quiero ser mío, sino únicamente vuestro mí, solo bien.  ¡Ah! Atad a vuestros pies mi pobre corazón para que jamás se aparte de vuestra compañía.
         ¡Oh María Santísima!, alcanzadme la gracia de vivir ligado siempre con las felices cadenas del amor hacia vuestro Hijo.  Decidle que me reciba como esclavo de s amor, que El hace cuanto vos le pedís.  Pedídselo, pedídselo por mí, que en vos espero. 


domingo, 21 de diciembre de 2014

De San Alfonso Maria de Ligorio Discurso VI

                

SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO VI
(21 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO DE SUYO, SE HIZO NUESTRO

Parvulus natus est nobis, et filius datus est nobis
Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.

Dime, bárbaro Herodes, ¿Por qué mandas matar y sacrificar a tu ambición de reinar tantos niños inocentes? ¿Dime por qué turbas? ¿Dime, que es lo que temes? ¿Temes, quizás, que haya nacido el Mesías, que te venga a arrebatar tu reino? ¿Por qué te turbas? Exclama San Fulgencio. El rey que acaba de nacer no ha venido a subyugar a los reyes con las batallas, sino a subyugarlos con la muerte. Vino- prosigue el Santo no a pelear durante la vida, sino a triunfar del amor de los hombres cuando se sacrifique en la cruz, según El mismo afirmo: Cuando fuere levantado de la tierra, a todos arrastrare hacia mí.

         Pero dejemos a un lado a Herodes, almas devotas, y ocupemos de nosotros ¿Para qué vino el Hijo de Dios a la tierra? Para darse a nosotros, como asegura Isaías: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. A esto le condujo el amor que nos tiene este amante Señor y el deseo que tiene de que  amemos. De suyo, se hizo nuestro. Veámoslo, pero antes pidamos luces al Santísimo Sacramento y a la Madre de Dios.

I

          El mayor privilegio de Dios, o por mejor decir, toda su esencia, es el ser suyo, esto es, existir por sí mismo y no depender de nadie. Todas las criaturas, por grandes y excelentes que sean, en el último resultado, vienen a ser nada, porque cuanto tienen, tiénenlo de Dios, que las creo y las conserva, de tal modo que, si Dios dejara un momento de conservarlas, dejarían al punto de existir y volverían a la nada. Dios, por el contrario, como existe por sí mismo, no puede dejar de existir, ni puede haber quien lo destruya o disminuya su grandeza, su poder, su felicidad. Dice San Pablo que el Eterno Padre entrego a su Hijo por nosotros. Y que el Hijo mismo se entregó por nosotros. Por lo tanto, Dios, al darse a nosotros, ¿se habrá hecho nuestro? Si-responde San Bernardo; “el que era para sí ha nacido para hacerse nuestro”. El Dios a quien nadie podía dominar, fue dominado, por decirlo asi, por el amor, que lo venció y triunfo de Él. Así amó Dios al mundo, que entrego a su Hijo Unigénito; y el mismo Hijo de Dios, por amor a los hombres, quiso entregárseles para ser amado por ellos.

         De muchas maneras había Dios procurado cautivarse los corazones de los hombres, ya con beneficios, ya con amenazas, ya con promesas, sin llegar al éxito deseado, su infinito amor, dice San Agustín, halló medio de que le amasemos, dándosenos, por completo en la encarnacion del Verbo. Hubiera podido enviar a un ángel, a un serafín para rescatar al hombre ; pero, como en este caso el hombre habría de dividir su corazón entre el Creador y el Redentor, Dios, que quería todo el corazón y todo el amor del hombre, quiso dársenos como Creador y como Redentor, dice un piadoso expositor.
         Y Ahí lo tenemos, bajado del cielo, sobre la paja, trocado en niño, nacido por nosotros y dado completamente a nosotros. Que es lo que quiso precisamente indicar el ángel cuando dijo a los pastores: Os ha nacido hoy…un Salvador; como si dijese: Andad, hombres, a la gruta de Belén a adorar allí a aquel niño que hallareis reclinado en la paja de un pesebre, gimiendo y temblando de frio; sabed que es vuestro Dios, que no quiso enviar a nadie a salvaros, sino que quiso venir El mismo para atraerse de este modo vuestro amor.
         Si, para esto vino a la tierra el Verbo eterno a conversar con los hombres para hacerse amar de ellos. ¡Que honrado y venturoso se reputa el vasallo que escucha una palabra de confianza de su rey y recoge una sonrisa o una flor! Y ¡Cuánto más si el rey lo distinguiese con su amistad, si lo sentara a diario a su mesa si lo honrase con habitar en su propio palacio y quisiera tenerlo siempre cerca de si!

         ¡Ah, Soberano Rey mio, queridísimo Jesús! Vos, que no podíais antes de la redención llevar al cielo a los hombres, pues les estaba cerrado por el pecado, bajasteis a la tierra a conversar con ellos y les llamasteis hermanos, dándoos a ellos por el amor que les tenéis. Si-dice San Agustín-, este amorosísimo y misericordiosísimo Dios, por el amor que tenía al hombre, no solo quiso darle sus bienes, sino también a sí mismo.

         Por tanto, es tal el afecto que esto sumo Señor abriga hacia nosotros, miserables gusanillos, que solo se satisface con dársenos por completo, naciendo por nosotros, viviendo por nosotros y hasta dando por nosotros sangre y vida, para aparejarnos un baño saludable y lavarnos de todos nuestros pecados. Pero, Señor-exclama el abad Guerric, parece una inútil prodigalidad la que de vos mismo hacéis, por el gran deseo que tenéis de ser amado de los hombres. Y ¿Cómo no? Añade. ¿Cómo no ha de llamarse prodigo de sí mismo un Dios que, para recuperar al hombre, que había perdido, no solo da cuento posee, sino que se da a sí mismo? 

         Dice San Agustín que Dios, para cautivar el amor de los hombres, disparo muchas saetas de amor en su corazón. ¿Qué cuáles son estas saetas? Cuantas criaturas vemos, porque todas las crio Dios por el hombre, para que este le amase; por lo que concluye el mismo Santo: “El cielo, la tierra y todas las cosas me dicen que te amé”. Hacíasele al Santo que el sol, la luna, las estrellas, los montes, las campiñas, los mares y los ríos le hablaban y le decían: Agustín, ama a Dios, que nos creó por ti, para que le amases. Santa Margarita Magdalena de Pazzi, cuando tenía en mano una escogida fruta o una hermosa flor, decía que la fruta aquella o aquella flor eran saetas disparadas al corazón, que la herían de amor hacia Dios, pues recordaba que Dios, desde toda la eternidad, había creado la flor o la fruta pensando en testimoniarle el divino afecto, para alcanzar el suyo. Santa Teresa decía, igualmente, que la beldad de las criaturas que contemplamos, playas, arroyuelos, flores, frutos, avecicas, todas nos reprochan nuestra ingratitud hacia Dios, pues todas son indicios del amor que nos profesa. Cuéntase también de cierto devoto solitario que, al atravesar los campos y toparse con florecicas o arbustillos, le parecía que le reprochaban su ingratitud hacia Dios, por lo que las sacudía suavemente con su bastoncillo, exclamando: Callad, callad, que ya os oigo; me echáis en cara mi ingratitud; me decís que os crio tan hermosas por mi amor y que no le amo; callad, que ya os oigo; basta, basta. Y asi caminaba desahogando los afectos que les abrasaban el corazón al contemplar tan hermosas criaturas.

         Sí; todas estas criaturas son saetas de amor al corazón del hombre, mas no se satisfizo Dios con estas saetas, que no juzgaba suficientes para conquistar nuestro afecto: Hizo de mi flecha aguzada; en su aljaba me escondió. Dice el cardenal Hugo, sobre este paso, que asi como el cazador se reserva la mejor flecha para rematar a la fiera herida, asi Dios, entre todos sus dones, tuvo reservado a Jesucristo hasta que llego la plenitud de los tiempos, en que lo envió como para herir con el postrer golpe de amor los corazones de los hombres. Jesús fue, por lo tanto, la flecha elegida y reservada, a cuyo golpe ya predijo David que habían de caer vencidos los pueblos enteros. ¡Oh, y cuantos corazones, heridos del divino amor, arden ante la gruta de Belén! ¡Cuántos a los pies de la cruz en el Calvario! ¡Cuántos ante el Sacramento de los altares!

         Observa San Pedro Crisologo que nuestro Redentor, para hacerse amar de los hombres, quiso tomar varias formas. Y, en efecto, pues aquel Dios, que es inmutable, se dignó aparecer como niñito en un establo, como joven en un taller, como reo en un patíbulo o como pan en el altar. Plúgole a Jesús mostrársenos en tan variadas formas, siempre para expresarnos el amor que nos tenía. ¡Ah, Señor mio!, decidme: ¿hay algo más que inventar para haceros amar? Id, ¡oh almas redimidas! Exclamaba el profeta Isaías, id por todo el mundo publicando las amorosas invenciones de este Dios amante, por El pensadas y ejecutadas para hacerse amar de los hombres, cuando, después de haberles dado tantos dones suyos, quiso dárseles a sí mismo, y dárseles de tantas maneras. “Si estas enfermo y quieres curar dice San Ambrosio, Jesús es el medico que te sana con su sangre; si estas aquejado de las llamas impuras de mundanos afectos, aquí tienes la fuente que con sus refrigerantes aguas te consuela; si, en suma, no quieres morir, Él es la vida, y si quieres el cielo, Él es el camino”.

         Y no solo se dio Jesucristo a los hombres en general, sino que se dio también a cada uno en particular; que es lo que hacía decir a San Pablo: Me amó y se entregó por mí. Dice San Juan Crisóstomo que Dios ama a cada uno de nosotros como ama al género humano. Si, pues en el mundo, hermano mio, solo existieras tú, solo por ti hubiera venido el Redentor y hubiera por ti derramado sangre y vida. Y ¿Quién pudiera explicar, ni aun comprender, dice San Lorenzo Justiniano, el amor que este Dios enamorado tiene a cada uno de nosotros? Esta consideración provocaba la otra de San Bernardo hablando de Jesucristo: “Se me dio completamente, todo para mi utilidad”. Y provocaba la otra consideración de San Juan Crisóstomo: “Se nos dio del todo, sin quedar con nada”. Nos dio sangre, vida y a sí mismo en el sacramento del altar, sin que le quedara ya nada que darnos. En afecto, dice Santo Tomas, después de habérsenos dado Dios mismo, ¿Qué más le resta que darnos? Asi es: después de la obra de la redención, Dios agoto sus dones y ya no puede hacer más para patentizarnos su amor.

II

         Todos, por lo tanto, debiéramos exclamar con San Bernardo: Soy de Dios y a Dios me debo entregar, por haberme creado y dado el ser; pero, después de haberme entregado a Él, ¿Qué le habré de dar en justa correspondencia por habérseme dado a si? No nos turbemos; basta con que entreguemos a Dios nuestro amor, que es lo que El desea. Los reyes de la tierra se glorían de poseer muchos reinos y riquezas; Jesucristo se satisface con el reinado de nuestro corazón, principado que conquisto con su muerte en la cruz. Con las palabras “Sobre cuyo hombro está el principado entienden muchos expositores sagrados, con San Basilio, San Agustín, San Cirilo y otros, la cruz que nuestro Redentor llevo sobre sus espaldas. Este Rey celestial dice Cornelio Alapide es un Señor muy distinto del demonio; el demonio sobrecarga las espaldas de sus súbditos; Jesucristo, por el contrario, carga sobre si el peso de su principado abrazándose con la cruz, en la que quiere morir para reinar desde ella en nuestros corazones. Añade Tertuliano que, asi como los reyes terrenos llevan cetro y corona como distintivo de poder, Jesucristo llevo la cruz, trono donde subió para fundar el reinado de su amor.

         Orígenes, hablando sobre el particular, dice: Si Jesucristo se dio por completo a cada hombre, ¿Qué mucho hará el hombre en darse por entero a Jesucristo? Demos, pues, de buena voluntad nuestro corazón y nuestro amor a este Dios que para conquistarlo tuvo que dar su vida, su sangre y a sí mismo. ¡Si conocieses el don de Dios y quien es el que te dice: “Dame de beber!” ¡Si conociese el alma la gracia que recibe de Dios y quien es el que le pide de beber! ¡Si el alma comprendiera la gracia que Dios lo dispensa suplicándole que le ame: Amaras al Señor tu Dios! Si un vasallo oyera al príncipe suplicarle que lo amase, sola esta suplica bastaría para cautivar su corazón. Y ¿no nos cautivara un Dios que nos pide el corazón con estas palabras: Dame, hijo mio, tu corazón?

         Pero Dios no quiere que le demos a medias el corazón, sino que lo quiere todo y por completo: Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón; de lo contrario, no queda satisfecho. Para este fin nos dio su sangre, toda su vida y a si mismo por completo, para que por completo nos demos a Él y sacamos suyos enteramente. Pues bien, sepamos que entonces daremos a Dios por completo el corazón cuando le demos toda nuestra voluntad, no queriendo en adelante sino lo que Dios quiera, que no será más que nuestro bien y nuestra felicidad: Pues, ya sea que vivamos, para el Señor vivimos; ya sea que muramos, para el Señor morimos. Tanto, pues, si vivimos como si morimos, del Señor somos. Pues para esto Cristo murió y retorno a la vida, para que asi de los muertos como de los vivos tenga señorío. Jesús quiso morir por nosotros; no pudo hacer más para conquistarse nuestro amor y para ser el dueño único de nuestro corazón, por lo que de hoy en adelante habemos de hacer saber el cielo y a la tierra, en la vida y en la muerte, que ya no nos pertenecemos, sino que somos tan solo y únicamente de Dios.

         ¡Ah, cuanto desea Dios ver y cuanto ama el corazón que es todo suyo! ¡Que amorosas finezas dispensa Dios y que bienes, delicia y gloria en el paraíso al alma que es toda suya!

         El venerable P. Juan Leonardo de Sétera, Dominico, vio cierto día a Jesucristo que andaba, a guisa de cazador, por los bosques terrenos con un dardo en mano; preguntóle el siervo de Dios que es lo que hacía, y Jesús le respondió que andaba a caza de corazones. ¡Quién sabe, pienso yo, si el Niño Jesús en esta novena no conseguirá herir y cautivar algún corazón tras del que haya andado a caza, sin haberlo hasta ahora podido herir ni conquistar!

         Almas devotas, si Jesús se adueña de nosotros, nosotros a nuestra vez, habremos conquistado a Jesús, y el cambio nos será ventajoso. Teresa dijo un día el Señor a esta Santa, hasta ahora no has sido toda mía; pero ahora que lo eres, sábete que yo soy todo tuyo. San Agustín llama al amor lazo que une al amante con el amado. Dios es anheloso de ligarse y unirse a nosotros, pero para ello se necesita que nosotros nos unamos a Dios. Si queremos que Dios se entregue por completo a nosotros, es necesario que también nosotros nos entreguemos del todo a él.

Afectos y suplicas

         ¡Cuán feliz seria si en adelante pudiera siempre decir con la Esposa de los Cantares: Mi amado es mío y suya yo!  Mi Dios, mi amado, se me ha entregado por completo; razón es que yo me entregue del todo a mi Dios y diga siempre: ¿Quién sino tu hay para mí en los cielos? Y si contigo estoy, la tierra no me agrada…Roca y parcela mía Dios por siempre. ¡Querido Niño mio, mi querido Redentor!, ya que bajasteis del cielo para daros todo a mí, ¿Qué habría yo de desear en el cielo ni en la tierra fuera de vos, que sois el sumo bien, el único tesoro, el paraíso de las almas? Sed, pues, el único dueño de mi corazón y poseedlo por completo que solo a Voz obedezca mi corazón y no procure agradar más que a vos. Que solo os ame mi alma y solo seáis mi patrimonio. Procuren otros los bienes y fortunas de este mundo y en ellos se gocen, si es que hay gozo fuera de vos, que yo solo os quiero a vos como fortuna mía, mi riqueza, mi paz, mi esperanza en esta vida y en la eternidad. Aquí tenéis mi corazón; os lo doy sin reserva y desde ahora ya no es mio, sino vuestro. Asi como al entrar en el mundo ofreciste al Eterno Padre y le diste toda vuestra voluntad, como nos hiciste saber por David: Del libro en el rollo se halla de mi escrito: Hacer tú querer me es grato, Dios mio, y llevo en la entraña metida tu ley, asi hoy os ofrezco, Salvador mio, toda mi voluntad. Cierto que un tiempo fue rebelde y os ofendí con ella; pero ahora me arrepiento con todo el corazón de las maldades consentidas, con las que perdí miserablemente vuestra amistad, y os consagro completamente mi voluntad. Señor, ¿Qué quieres que yo haga? Decidme qué queréis de mí, que estoy presto a ejecutarlo. Disponed de mí y de mis cosas como os plazca, que todo lo acepto resignadamente. Comprendo que siempre deseáis mi mayor bien, por lo que en vuestras divinas manos deposito mi alma: En tus manos mi espíritu encomiendo. Ayudadla por piedad, conservadla y haced que sea siempre vuestra, puesto que la libraste, Señor, Dios de verdad.

         ¡Dichosa vos, Virgen santísima, que fuisteis toda y siempre toda de Dios! Eres toda hermosa, amada mía, y no existe defecto en ti. Entre todas las almas fuisteis llamada por vuestro esposo su paloma y su perfecta, el huerto cerrado a todo defecto y toda culpa y cuajado de flores y de frutos de virtud. ¡Ah, Reina y Madre mía!, ya que tan bella sois a los ojos de vuestro Dios, compadeceos de mi alma, tan afeada por su pecados. Mas, si en lo pasado no me he entregado del todo a Dios, asi lo quiero hacer en lo venidero. Quiero emplear la vida que me restare en amar a mi Redentor, que tanto me ha amado, hasta entregarse del todo a mi Alcanzadme, esperanza mía, fortaleza para serle grato y fiel hasta la muerte. Amen, asi lo espero, asi sea.