martes, 20 de octubre de 2009

Jesus Rey del Amor por el R.P. Mateo Crawley-Boevey



VIDA DE AMOR


«¡Diliges!»
«Manete in dilectione mea» (1).
«Permaneced en mi amor»

Estas palabras lo resumen todo, el Evangelio y toda la ley (2). Os he amado hasta los abatimientos de la cuna, de la Cruz y de la Eucaristía. Os he amado sin mérito el que menor de vuestra parte, aún más, a pesar de haber vosotros desmerecido mil y mil veces mi amor... ¡Qué! ¡Os he amado como Salvador, no sólo a pesar, sino a causa de vuestras miserias!...

»Os he amado con amor de inaudita preferencia. Ved si no: dejé a mi Padre y mi cielo y mis ángeles por vosotros...

»Desdeñe los tesoros de la tierra, y naci desnudo en un establo, por vosotros, los hijos culpables...
»Os he amado más que a mi propia vida, pues la di buscando libremente la muerte para aseguraros una eterna vida... y cuando se ha dado la vida, se ha dado todo. Esta es la prueba suprema de amor. Habíais merecido el castigo de infinita justicia y entonces me interpuse Yo entre vosotros, culpables, y el Padre... y fui herido de muerte, ¡por amor!

»Os he amado más que a mi propia majestad: ¡contempladme! cubierto de oprobios, vestido como un loco, zaherido, escarnecido y pisoteado como un gusano, yo, un Dios!...

»Os he amado más que a mi propia gloria: vedla cubierta con velo de muerte en el Calvario, cubierta con velo de un aniquilamiento mayor aún, el de veinte siglos de Sagrario...¿Quien adivinaría jamás que en el Tabernáculo empolvado y pobrecito de una aldea, habita Aquél que no cabe en los cielos de los cielos?

»Os he amado... y os amo con caridad inmensa, infinita. Y vosotros, hijitos míos, ¿me amáis también? ¡Ah!, en todo caso no fuisteis los primeros en amar, pues Yo os amé de toda eternidad prius, yo me adelanté a ofreceros el Corazón. In caritate perpetua: «Te amé con dilección eterna»...(3).

»Pero ¿me queréis, me amáis al menos con un amor de preferencia? ¿Me anteponéis, en vuestro cariño, a las criaturas, a vuestros placeres y comodidades? ¿Soy yo el primero en vuestro corazón?

»Llamo hace tiempo a la puerta, aguardando con paciencia, vuelvo a llamar con dulzura, y se me responde con frecuencia: «Señor, aguarda » un momento; estoy por ahora muy ocupado

»con el porvenir y con cuestiones de dinero e intereses... ¡aguarda!...»

»Pasa el tiempo y, con él, reverses o éxitos, flores y espinas. Vuelvo a llamar con voz suplicante: «Acéptame, soy tu paz.» «Sí, señor, se me responde, pero... todavía no... mira que estoy preocupadísimo con mi salud, que estoy que llego ya a la meta de mis ideales, y no puedo perder un momento, cada segundo es precioso, vuelve otro día.

»He regresado otro día, aquí estoy aguardando como un pobre, como un mendigo... Extiendo la mano, tengo hambre de amor... y esta mano ensangrentada, herida, la debo retirar pero más herido aún está el Corazón...

»En torbellino deshecho penetran en esa alma y ese hogar los cuidados, las torturas, las ambiciones humanas, las ilusiones terrenas, y con ellas los sinsabores, las grandes tristezas... La puerta está siempre de par en par abierta para todos los locos d la vida..

»Sintiendo la escarcha y el hielo de muchas noches, «Veamos, me digo, tal vez el cáliz de »tantas amarguras les habrá enseñado que sólo »Yo soy la paz, la dicha y el Amor.»

»Llamo a golpes redoblados (4) y... ¡silencio! »vuelvo a llamar: «Abridme, soy Yo... no temáis, soy el único Consolador... soy Jesús, el único Amigo de los días sombríos, el que »jamás olvida, el que jamás desecha a quienes »le desecharon... ¡Abridme, soy la misericordia!» Se entreabre entonces la puerta, y con voz de etiqueta se me dan mil excusas...«Que vuelva... »porque después de mil noches de insomnio y »tormenta, se duerme por fin.» ¡Ay!, ¡tal vez sueño de muerte! ¡Que en otra ocasión..., que a otra hora..., que por entonces lo sienten mucho, que dispense, imposible!...»

»¡Ah! Con frecuencia, cuando regreso... y me abren, la muerte me ha precedido, se me permite entrar entonces, a Mi, el Rey del cielo, en compañía del que trae la mortaja y el ataúd...»
Tristísima historia, desgarradora, pero historia real y verdadera. ¡Qué paciencia y qué benignidad la de ese Jesús Dios y Hombre verdadero, que así ama y llama y espera y se desvela por mí, pobrecita criatura, átomo que El sacó de la nada, débil, ingrato y culpable, y más, colmado de mercedes y que paga a su Bienhechor divino con desamor y desdenes y olvidos.
¡Oh, paciencia del amor (5), Oh, suavidad del Corazón de Jesús!... ¡Qué bien dijo el que afirmó que Jesús no era sino un Corazón infinito en el Amor!...

Pero, ¿por qué no fuerza con santa cólera esa puerta que se le cierra? Qué ¿no es el Señor? Qué, ¿no es el Amo?

Si, podría y tendría ciertamente ese derecho, pero lo que El busca es el amor(6). No es tanto la puerta abierta cuanto el cariño del que se la abre... y es esto lo más inconcebible: ¡que El, un Dios todo amor, y ternura, y compasión, y misericordia reciba estos rechazos!

Dejadme aquí repetir con amargura del alma lo que decían San Francisco de Asís y Santa Teresa:
«El Amor no es amado.» Jesús no es comprendido en su Corazón, Jesús no es amado, ¡oh, no! ¡Ni siquiera de aquellos que se precian de ser sus amigos; no, no es amado!

¿Por ventura se hizo Hombre, se dejó matar en patíbulo y se constituyó Prisionero en el Sagrario para inspirar temor y hacer temblar? ¿Por qué no esgrimió como un látigo el rayo y— bien merecido lo teníamos— se propuso fundar su imperio sobre el terror? ¿Vino acaso a multiplicar la casta infame de los esclavos, o bien a crear la gran familia de los hijos de sus propios hermanos?...(7) Somos hijos y hermanos del Salvador en derecho divino, ¡ah!, y no se diría, a juzgar por nuestra falta de amor.

Que si alguno dijera: «El temor es el principio de la sabiduría» (8), yo añado: »Sí, el principio y nada más que un principio, el primer peldaño de la escala que lleva a dios.» ¡Ay! y cuántos son los que se quedan en ese primer peldaño, pudiendo y debiendo subir al segundo, al tercero, al milésimo, a la cima. Esta cima, «el cumplimiento de la ley, dice San Pablo, es el Amor» plenitudo legis dilectio (9).

Apóstoles del amor del Sagrado Corazón, ya lo sabéis: bien está a la base de la conversión la piedra que se llama el santo temor... Subid sobre ella, y sin removerla llegad a aspirar el aire puro de la cumbre; subid con humildad y confianza hasta la cima de la perfección, que es el Amor y sólo el Amor. ¿Quién tiene más derecho a este espíritu que un apóstol del Divino Corazón?

«Praebe, fili, cor tuum, mihi.»
«Dame, hijo tu corazón»

El amor hemos dicho es todo el Evangelio, es Jesús mismo que se da en brazos de María, de la Cruz y del Iglesia, y es también toda la ley cristiana.

Si, la Iglesia, obra maestra del Señor, ¿qué otra cosa es sino una hechura perfecta de su Amor?
Y el ministerio sacerdotal, maravilloso, ¿no es por ventura otro milagro permanente del Amor de Jesús?... ¿Qué otra razón de ser tiene el Ministro de Cristo sino salvar y llevar, por camino de amor, almas a Cristo? El sacerdote es de derecho el dispensador del Amor.

¿Qué son los Sacramentos sino canales de gracia y de amor? ¿Qué es la predicación sino el vehículo de una caridad abrasadora, del fuego de Pentecostés, el eco fiel de aquel «Venid a mi todos (10), no temáis, soy Yo»? (11).

¿Qué es la oración, sino la fusión del alma con Dios por un elemento de amor?

¿Que toda la economía mil veces portentosa de la gracia, sino la red de amor y de misericordia en la que, con santa amorosa violencia, quiere cogernos un Dios Salvador? las mismas decepciones y amarguras del destierro, el acíbar que nos trae siempre el beso de las criaturas, la caducidad de todo lo humano, ¿qué nos está predicando a voces, sino que la única realidad del corazón humano es el Amor de Jesús, y que fuera del El «todo es vanidad y aflicción de espíritu?(12).

Y ¿qué otro idioma hablo el Señor en la casita de Nazaret, en las orillas del lago, en la cima del monte y en nuestros tiempos en Paray-le-Monial, sino el lenguaje de su Corazón, el del Amor?
Oíd, por ejemplo, esta frase que debiera enloquecernos. Dice Jesús a Santa Margarita:
«Mi Corazón esta de tal modo apasionado de amor por los hombres y por ti en especial.» ¿No es esto estupendo? ese amor fue, ese amor es la suprema realidad que domina todos los siglos, ese amor es la sustancia misma de Aquel que impera y reina y vence, porque es Rey y porque «Dios es Caridad» (13)

Su ley es una palabra, un verbo, el más maravilloso: ¡Amaras! Toda la perfección acá, y todo el cielo de recompensa mas allá, es solo ¡Amor!

¡Oh, misterio insondable de caridad infinita! ¿Es posible que un Dios, que por ser Dios no necesita de nada y de nadie, me haya hecho una ley que me obligue a amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas? (14). Se diría que, faltándole mi amor, le faltara algo a ese Ser absoluto e infinito y que sin él hubiera sentido el Señor no se qué vacio, y que por esto lo quiso colmar con el átomo de mi corazón.

Es indudable que el primero y el mas adorable de sus derechos es el de ser amado, y se diría que ese derecho divino hubiera creado en el algo así como la necesidad de sentirse amado y de que le amaramos. Y cuando le negamos este amor, ¡ay! ese Dios se vuelve Jesús, esto es, se vuelve Mendigo, y con lagrimas de sangre reclama el pan, las migajas de nuestro corazón.

Y aquí dejadme decir con santa energía con cólera santa: ¡Ay de aquel que, con pretexto de querer evitar yo no sé qué sentimentalismos y melosidades absurdas, se precia de vivir de espíritu, de idealismos en el aire y rechaza la vida del corazón y pretende que amar es debilidad y no sé qué romanticismo de una religiosidad enfermiza! Protesto airado contra este absurdo, que además entraña siempre buena dosis de respeto humano, un fondo de orgullo y no poca falta de generosidad en el servicio de Señor.

¡Amar, una debilidad! ¡Si, la santa debilidad y la locura de Francisco de Asís, de Santa Teresa, doctora, de San Pablo, la de todos los santos, la tuya, Jesús!

El amor verdadero, la caridad, no fue jamás por jamás ninguna histeria, antes por el contrario fue el alma de todas las grandes luchas interiores y el secreto único y el nervio indispensable de todos los heroísmos.

El temor pudo con frecuencia convertirse en nerviosidad femenina y, por el contrario, ninguna virtud es mas varonil ni robusta que el amor.

¿Quiénes son y serán siempre los verdaderos teólogos? Aquellos que, llevando la cabeza aureolada de luz, como Moisés, lleven sobre todo el alma abrazada en llamas y el Corazón transfigurado en la Pentecostés del amor por la divina intimidad con Jesús, el Dios todo caridad.
Hay por desgracia, y habrá siempre, ciertos maestros glaciales y que hielan el alma, hombres eruditos y de bibliotecas, que han leído a San Agustín y a Santo Tomas, pero que están lejos de amar como estos santos doctores...Yo pongo en cuarentena toda esa sabiduría mortecina sin la luz de la llama, sin la clarividencia de la santidad, que es siempre amor, y me atengo exclusivamente no a esos Agustines y Tomases que abundan, sino a San Agustín y a Santo Tomas, doctores auténticos.

¡La verdadera y gran teología es amar! Con ella, todo lo que queráis; sin ella..., lo que fatuamente se llama ciencia, erudición e intelectualismo, no es sino ciencia a medias y suficiencia.
Por última vez: la caridad no es, mil veces no, ningún sentimentalismo afeminado, sino la mayor de todas las virtudes (15)

Amar es vivir heroica y divinamente, es vivir a lo santo. Dar toda o casi toda la importancia a la fe, divorciada de la caridad, seria gravísimo error. Una cosa es creer y otra amar. Si creo con fe que me de la potencia de hacer maravillas, y no amo, nihil sum, soy nada (16) y nadie. Y peor: soy un peligro para mí mismo y para las almas.

Se puede creer sin amar... ahí están los miles y millones de cristianos que aceptan la teoría del Evangelio, que reconocen especulativamente el principio de la ley divina, pero que no la practican, ni la observan porque no aman. No se puede amar sin fe, pero la caridad vivifica nuestra fe.

Insistamos mucho en el fundamento doctrinal de nuestra fe, e insistamos muy mucho en las sustancia doctrinal de nuestra caridad. Enseñemos a creer amando, a amar lo que creemos.

Cuantos naufragan en la fe porque son educados sin amor, sin caridad. Esa fe disecada deja de ser alas divinas, para convertirse en odiosas ligaduras. Afirmemos a Cristo y hagámosle amar.

Es, pues, claro, evidente que el cumplimiento de la ley cristiana supone, ante todo, en retorno de un amor divino, un amor ferviente, el don de nuestro corazón: praebe, fili mi, cor tuum mihi (17).
Amar no quiere decir sentir, pues con frecuencia, en el orden sobrenatural, puede sufrirse de un frio glacial — y mas, puede sentirse hasta la repugnancia y las nauseas del bien y de Dios — y estar al mismo tiempo ardiendo en llamas de verdadera caridad.

Al hablar, pues, de amor, nos referimos siempre a una voluntad intima, leal, voluntad varonil, resuelta a aquel querer hondo y vivo del alma, que constituye, a los ojos de Dios, nuestro amar.
De ahí que un primer elemento de esa caridad interior sea mi deseo sincero de amar. un gran deseo, cuando es verdadero y honrado, es siempre un gran amor (18).

El amor se alimenta y vive de aspiraciones nobilísimas, de ambiciones y deseos que vienen del Espíritu Santo. Estos deseos destruyen en el alma el sistema de rutina, de mediocridad, que son siempre, en las almas buenas, los grandes óbices a la santidad.

En un alma levantada, en alas de grandes deseos, nada de vulgar, su morada esta en las alturas, va siempre en seguimiento de Águila divina, quiere, anhela siempre subir mas y mas.
Claro que al hablar así no nos referimos a aquellos veleidosos que están siempre soñando, santos de cartón, cuya aparente santidad es un castillo de naipes.

Decimos deseos vehementes, no antojos, deseos, generosos y no veleidades de una hora y cambios de frente — ambición santa de ser olvidado, despreciado, ambición de sacrificio —, no caprichosos que se estrellan con la primera humillación.

Así fueron, por ejemplo, los deseos que levantaron tan alto a San Luis Gonzaga. «Como subió a tanta altura, en que tiempo y con qué obras», pregunto Santa Magdalena de Pazzis al Señor, y Este le contesto: «Subió en alas de grandes deseos.»

Y este fue también el secreto de la gran Teresita, grande estupenda en su ambición de amar. De estar ella por encima de muchos serafines del cielo y de la tierra «porque amo mucho» y porque quiso amar como nadie había jamás amado a Jesús (19).

Y así debe ser en el orden divino desde el momento en que Dios lee en los corazones, pues son incontables las obras exteriores, excelentes, que son irrealizables para los unos a los otros..., en tanto que la obra interior, esto es, el gran deseo, la voluntad de amar, esta siempre al alcance de todos. Podéis amar deseando, y eso es mucho, y con frecuencia es todo (20)

Lo que Jesús pide ante todo es esa voluntad, pero resuelta, generosa. ¡Oh! si, dadle un corazón entero, y no el corazón en migajas que le dan tantos.

El don de sí mismo, pero don total, he ahí un gran amor. No fue así, al principio al menos, el don de San Pedro: «Lo hemos dejado todo», dice el (21); pero no era enteramente la verdad, pues lo que faltaba era lo capital, el don de sí mismo, y no el de las redes y barcas. «¡No quiero, diría con frecuencia Jesús a ciertas almas, no quiero esto y aquello, os estáis mintiendo y querríais engañarme si fuera posible con esos regalos!...; quedaos con ellos, pero dadme, en cambio, el corazón, quiero el don de vosotros mismos. Te he dado por esto mi Corazón. Ámame como yo te he amado, dáteme como Yo me doy.» Amar no es dar, amar es darse sin medida.

Quitad de una vez, romped las telarañas de afectillos y simpatías y apegos que dividen el corazón, ya tan pequeño. Jesús es un Dios celoso(22), no quiere participaciones. Su derecho es ser el Amo absoluto y único. Si un esposo tiene relativamente este derecho, ¿cómo no reconocérselo a Él?

La medida de su Amor fue amarnos sin medida. Y ahí está como comprobantes de esta afirmación la Cruz y el Sagrario.

Considerad, por ejemplo, el don inefable de toda su persona divina en la Eucaristía, creación de una locura infinita. Ved cómo se da en la Hostia, todo y sin reservas, sin condiciones y para siempre. Y con El, todos los bienes. Que si el Verbo hubiera razonado y calculado como nosotros, si hubiera querido medir como medimos nosotros, jamás hubiese llegado a ese extremo de amor.

¡Ah! y cuando ese Dios, blanco de los ingratos, encuentra una alma, una sola que le ame con amor de un don total, parece entonces olvidar siglos de perfidia y abismos de horror. ¡Oh! que pueda siempre deciros en el Comulgatorio lo que le solía decir a Santa Gertrudis: «Cuando me recibes, eres de veras mi cielo» (23).

Establézcase una especie de emulación entre Jesús y vosotros...¡a quién da más!
El resultará fácilmente vencedor, porque teniendo tesoros infinitos, puede dar lo infinito.

Pero ved: quien lo da todo, no fuese sino el ochavo y el óbolo, pues colma la medida. No podéis dar lo infinito, pero cuando os hayáis dado sin reservas, cuando lo hayáis dado todo, diréis a Jesús lo que Teresita: «Estamos iguales y nivelados, Señor; tú diste lo infinito y yo me he dado toda, mas no puedo, ni pensar, ni desear, ni ofrecer.»

En estos días golpea ciertamente con mayor insistencia que de costumbre; espera, pues, algo y mucho de vuestra generosidad. No defraudéis las esperanzas de Jesús, apóstoles suyos.

Si fuera preciso aguardaría El años enteros: tanto interés tiene en conquistaros por completo, para conquistar después a otros. Y si a la undécima hora únicamente le abrierais, ¡Oh! llamaría a toda la Corte celestial para felicitarse y entrar en vuestra alma como conquistador divino.

Pero no..., ¡vosotros no le dejareis aguardar! No tendrá que llamar dos veces, ¿verdad? su Corazón os hace violencia y estáis ya penetrados del deber de ser santos, pero santos en el molde divino por excelencia, el del amor.

Meditad durante este retiro la siguiente afirmación del doctor Santo Tomás: «La santidad no consiste en el gran conocimiento, ni en la meditación profunda, ni en altos pensamientos... El gran secreto de la santidad estriba en saber amar mucho.»

Sobre esta base me atrevo yo a definir al Santo: «Un cáliz que rebosa en caridad» y si ésta es la doctrina corriente para los fervorosos cristianos que ambicionan algo más que salvarse a duras penas, ¿qué decir ahora de vosotros, cuya vocación de apostolado os obliga a ser fuego y llama, ya que tenéis la misión, grande entre todas, de incendiar el mundo después de derretir hielos?... Esto supone un corazón abrasado, un corazón tan lleno de amor, que rebalse amor.

¡Faltan apóstoles, porque faltan amadores! Hay obreros del bien; hay trabajadores de relativa buena voluntad; sobran ruedas en la maquinaria de las obras católicas, pero... faltan apóstoles, esto es, corazones hechos hoguera. Una cosa es hablar y moverse y trabajar, otra muy distinta es ser apóstol. A veces éste será un Francisco Javier y otras una Margarita María o una Teresita; pero siempre, ¡oh! siempre el apóstol será un incendio en acción...

Son muchos los que trabajan y el bien es relativamente poco, porque una cosa es trabajar como obrero y otra trabajar como Jesús y con Jesús como apóstol. Si esto fue siempre y en todo tiempo verdad, lo es más en esta época gloriosa del Reinado del Corazón de Jesús.

¡Vosotros y yo debemos ser, por vocación, carros de fuego que lleven triunfante al Rey de Amor de un polo a otro de la tierra!

Rogadle aquí, conjuradle que os santifique en esta doctrina de amor. Mejor que el Purgatorio, solía decir Teresita, las llamas de la caridad os purificarán, desde acá abajo, de vuestros defectos y miserias. No os detengáis, pues, con exceso en ellas, no os desalentéis si las sentís vivas y punzantes. No debéis pretender ser santos ni en un día ni en ciento.

La santidad será en vosotros un amor que crece, y se dilata, y os invade el ser por entero, lenta, pero seguramente. La gracia, como la naturaleza, no procede jamás por santos bruscos, repentinos, sino paulatinamente.

Pero aprovechad estas horas de gracia y de recogimiento, sed fieles, sed generosas y el amor de Nuestro Señor subirá como sube la marea, y bajo las ondas de una vida divina, fuerte y nueva, quedará sumergida vuestra naturaleza pobrecita... ¡Hundíos en el piélago de fuego y de amor que es Jesús! Cerrad los ojos del entendimiento a todo lo que no sea El y sólo El.

Decid: «Señor, nadie sino sólo Tú...¡Tu Corazón y tu gloria... y dame también la sed, la pasión de las almas, el don de coronarte con ellas! Nada, sino amarte y hacerte amar más!» «¿y tu recompensa de justicia? ¿Y allá en el cielo?»

Poseer tu Corazón, Jesús, y en ese cielo ocupar un puesto en aquella fibra intima donde tienes escrito el nombre de María, de Juan, de Margarita María, de Teresita...¡Amarte allá y seguir sembrando desde las alturas el fuego de tu amor!»

Apóstoles ardientes, caed en la brecha, heridos con dardo de amor y cantando el triunfo del Amor.

¡Amor por amor!

¡Locura por locura!
¡Corazón por corazón!

(Resúmenes de los folletos de Friburgo, Sept-Fons y de algunos manuscritos.)


(1) Juan XV,9.
(2) Romanos XIII, 10.
(3) Jeremías XXXI.
(4) Apocalipsis III, 20.
(5) Isaías., LXV,2.
(6) 2 Corintios., IX,7.
(7) Romanos., VIII, 15,17.
(8) Salmo CX,10.
(9) Romanos., XIII,10.
(10) Mateo., XI, 28.
(11) Marcos., VI,50.
(12). Eclesiastés., 1,14.
(13) Juan., IV,16.
(14) Lucas., X,27.
(15) 1 Corintios., XIII,13.
(16) 1 Corintios., XIII, 2.
(17) Proverbios., XXIII,26.
(18) Yo, Dios infinito, quiero ser servido de un modo infinito; mas tú no tienes infinito más que el deseo, el anhelo de tu alma. (Santa Catalina de Siena, dialogo 4.)
(19)Cartas.
(20) a Todo satisfarás, dice el Señor a Santa Margarita María, amándome sin reserva ni restricción; no te apliques y no pienses sino en amarme perfectamente.
(21) Lucas, XVIII,28.
(22) Deuteronomio., IV,9.
(23) Hija mía, decía Jesús a Santa Margarita María he escogido tu alma para que sea un cielo de descanso, y tu corazón un trono de delicias a mi amor. (Vida y obras, t. II, pág. 166)

martes, 13 de octubre de 2009

Jesus Rey del Amor por el R.P. Mateo Crawley-Boevey


GRAN ESPIRITU DE FE

¡Señor, haz que yo vea!

Si tú conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le hubieras pedido a Él y El te hubiera dado agua viva (1)


¡Si tú supieras! Sabe una vez por todas. ¡Jesús quiere que sepas, que veas claro, ya que debes guiar a otros... Abre los ojos del alma, bebe a torrentes la luz, ve!


Nos es indispensable vivir de plena luz para vivir de amor. ¿Qué cosa es la vida sino un vaivén, un fluctuar continuo? De ahí que necesitemos una roca como base de nuestra paz, un centro alrededor del cual gravite con seguridad nuestra vida de agitación constante y de cambio perpetuo. Ese centro no puede ni debe ser otro sino Jesucristo, pero Jesucristo perfectamente conocido.


No ha más sabiduría que al de conocerle a El, ni hay mas dicha verdadera que la de intimar con El... ¡Jesús nos basta! ¡Oh!, qué grande, qué consolador, qué seguro es vivir de esta convicción de fe...En la medida en que ésta sea un alma divina, de nuestra alma, Dios realizará en nosotros y mediante nosotros sus designios de misericordia.


Pero la condición previa, indispensable, es siempre ésta: ¿Creéis que puedo curaros? - dice a los ciegos.


- Sí, señor lo creemos -, responden (2), y en el acto se opera el milagro.


-¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?... ¿Y vosotros, quién decís que soy yo?- pregunta a sus Apóstoles.


Tomando la palabra Simón Pedro, dijo:
-Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (3). Y cada vez que se acude a su Corazón y a su omnipotencia, el Señor replica: Si puedes creer, todo es posible al que cree. (4).


Este lenguaje evangélico no cambia en Parayle-Monial. Cuando yo le presentaba, dice Margarita María, mis pequeñas peticiones sobre cosas difíciles de obtener, me parecía oír siempre estas palabras: ¿Crees tú que puedo Yo hacerlas?... Porque si crees, verás el Poder de mi Corazón en la magnificencia de mi amor (5).


Una vez más, pues, se manifiesta claramente que la fe, como es la base de toda santidad, lo es también de todo apostolado.


La mayoría de los santos vivieron ciertamente como nosotros una vida aparentemente ordinaria, corriente y vulgar en la forma; pero llevaban por dentro un sol que los iluminaba maravillosamente; éste no era otro sino Jesús. Vivieron de la visión intima de Jesús y Jesús fue su luz interior, indefectible.


De ahí que aunque sujetos como nosotros a los vaivenes naturales de la vida, parecían, y en realidad estaban, fijados en una paz inalterable, en una confianza más fuerte que todas sus crisis internas.


¿Cómo pudieron bogar tan serenamente en la barca frágil de su naturaleza, endeble y pobre como la nuestra? ¿Cómo les fue dado gozar de tanta paz? ¿De dónde sacaban aquella intima quietud e inalterable certidumbre que jamás los abandono?


¿de dónde? ¡Ah! El mundo los creyó locos, pero su locura era el santo y maravilloso desvarío de un inmensa luz, luz inmarcesible, luz que vivía y se ahondaba en ellos como una alma celestial. Y porque los santos son los locos de una fe maravillosa, son, por excelencia, los seres todo luz y todo paz.


El mundo, que vive de tinieblas y odia la luz no quiso ni pudo jamás comprenderlos. Ved si no qué poco cree aun aquel mundo que se dice y es en cierto grado cristiano, qué poco cree, repito, en el amor de Jesús. ¿Por qué esto? porque en el amor de Jesús hay algo de una misteriosa sinrazón, de una divina locura y que sólo una fe muy viva, la del santo, puede penetrar y comprender.


Y cosa curiosa: en la medida en que una criatura cualquiera, y especialmente un apóstol, enloquece en esta luz y se chifla por Jesús , y cree ciegamente en su Amor, en esa misma medida el apóstol cuenta con una verdadera omnipotencia y es capaz de trastornar y conquistar un mundo y ciento.


¡Oh Jesús! dadnos la omnipotencia de aquellos santos, sobre todo de aquellos que creyeron con fe ciega en la locura de vuestro amor, para rendir como ellos el mundo a vuestros pies sangrentados.


¡Oh! ¡Pedidle en estos días la fe de los santos! Tenéis fe ciertamente, pero ¿es de veras una fe viva, ardorosa, fe que pueda ser raíz y alma de empresas salvadoras?


Porque creer no es solamente aquella fe, corriente y general, en un Dios, con frecuencia vago, lejano e impersonal; creer es, sobre todo abalanzarse a Jesús, la revelación suprema del padre, darse a Él, vivir en El luz descendida del cielo para mostrarnos el camino que a él conduce.


Y no basta creer realmente que se quedó y que vive entre nosotros y por nosotros. En resumen, creer en Jesús significa establecer una estrecha y divina fraternidad entre Él y nosotros. y puesto que, en calidad de apóstoles, estáis llamados a dar la luz al mundo, buscadla en Aquél que se llama y es la luz del mundo (6). ¡Oh!, sí, que lo sea sobre todo en la rutina y mentira de la vida de tantos desgraciados, que se haga la luz en ellos.


En cuanto a nosotros, repitamos a saciedad la frase tan hermosa del ciego, pero con una ligera variante que centuplica su valor. El ciego gritaba: ¡Señor, haz que yo vea! (7)


Nosotros digamos, repitamos hasta cansar, si fuera posible, a Jesús : "Señor, haz que te vea,, Verte, Jesús; penetrar en tu Corazón; verte, saborear y vivir tu doctrina de amor; verte, asimilarme tu espíritu y tu voluntad; verte a Ti y quedarme ciego, si quieres, para no ver ni las flores, ni las estrellas, ni las criaturas.


¿No es verdad que una vida semejante seria el preludio, el vestíbulo del cielo? ¿En qué consiste propiamente éste sino en la visión beatifica de Dios? Y en El, en esa luz indefectible verlo y saberlo todo. Si, pues, por virtud de un gran espíritu de fe anticipamos en cierto sentido, aunque sea tras de velos y nubes, aquella visión inefable, por el hecho mismo anticipamos una gota de dicha que nos reserva el Paraíso.


No hay, ni jamás hubo otra dicha en la tierra sino ésta, dicha honda, viva, duradera , la dicha de los santos.


Tal fue, ciertamente, el rincón del cielo que llamamos Nazaret. Ved, si no: para todos los vecinos de la maravillosa vivienda del Rey de reyes, el Niño Jesús , y después el adolescente, el joven y el obrero, no era sino un cualquiera, uno de tantos...¡Ah!, pero para María y José que, al través de esa carne, veían sin ver al Verbo; para ellos que, al través de esa persona mortal, adoraban al Hijo del Dios vivo, ya imagináis los goces inefables, las delicias indecibles, el cielo anticipado que llevaban en el secreto de sus almas...


Meditemos esa convivencia en el secreto de sus almas... de Nazaret, y hagámosla nuestra por un gran espíritu de fe... Como María y José aprendamos a trabajar, sufrir, luchar, saboreando siempre a Aquél que, como en Nazaret, sigue conviviendo nuestra vida... La distancia no viene de su parte, la distancia la abre nuestra falta de fe... la meditación de la autobiografía de Santa Teresita nos será utilísima para comprender esta lección, y nos abrirá horizontes nuevos al respecto. Alguien ha dicho, y con razón, que después de San José jamás ningún santo supo realizar mejor, más íntima y sencillamente la vida de Nazaret que Teresita... Consultad la nena-doctora, que os dé la mano en este camino tan propio de vuestra vocación y de la suya.



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Pero ¿cómo llegar a ver a Jesús en todo, cómo cogerle en nuestras redes y llegar a incrustarle en nuestra vida cotidiana, y que llegue a ser, en nuestra mente y en nuestro corazón, la Obsesión de nuestra vida, El, Jesús, sólo El?


Porque claro está que no tratamos aquí de aquella visión vaga, desteñida de su Persona Divina, aquel recordarle de vez en cuando, una vez que otra, como un rayo de sol que rasga el nublado del alma, no. Que El os comente esta lección.


Vedle donde está, es decir, no solamente en el cielo y en el Sagrario, sino en vosotros mismos... Encontradle, pues, en los acontecimientos ordinarios de la vida cotidiana, en las pruebas que permite con sabiduría y en las alegrías que os manda con amor. Vedle en las gracias conque os colma moralmente y materialmente, y al sentirle que pasa, bendiciendo, agradecedlo, porque la gratitud atrae un diluvio de gracias.


Vedle en vuestras oraciones, tanto en las que hacéis en la Iglesia como en aquellas más secretas y familiares de vuestra habitación... Vedle inspirando, El mismo, vuestra oración, enseñándoos a orar, acogiendo vuestros homenajes y peticiones y respondiendo con misericordia y fecundidad.
Vedle en vuestras labores sencillas, en los trabajos y menesteres de la vida diaria; vedle acompañándoos en la fatiga que El mismo conoció por experiencia... Ved cómo, mientras nuestras manos trabajan, su Corazón está al mismo tiempo realizando otra tarea mucho más hermosa la labor íntima de santificaros, en la medida en que cooperáis con vuestra fe.


Vedle compartiendo vuestra mesa, sentado con vosotros en el hogar querido, como en Belén y Nazaret... ¡Ah!, pero comprended sobre todo su hambre y su sed, y dale el pan del corazón, dadle el vino generoso de la voluntad, y El, en cambio, se dará a vosotros.


Vedle en las horas de descanso, al disponeros para el sueño... Aprended a descansar a lo Juan, sobre su Corazón, y durmiendo y todo , que cada latido del Corazón le diga, porque así lo habéis pensado y ofrecido: Te amo, Jesús. Así dormirán los ojos y velará el corazón...


Vedle en la hora del sacrifico, y éste se presenta, lo sabéis, a cada paso. La visión de Jesús Crucificado será un aliento divino y una recompensa. ¡Oh!, no perdáis una sola astilla de la cruz cotidiana, sabed mezclar vuestra sangre con la sangre de Jesús.


Vedle en las horas de angustia intima y secreta, en aquellas penas que no se cuentan a nadie, porque nadie las comprendería, horas de Getsemaní... Ni busquéis un Cirineo, ni llaméis entonces a un ángel, os bastará Jesús; a El sí, llamadle, vedle a vuestro lado, vedle en la tortura que provoca la decepción de las criaturas, de las buenas y las mejores... Cuando sintáis que so saben amar como imaginasteis, cuando apoyándoos demasiado en ellas se quebraron como la caña y os lastimaron, ¡Oh!, ved entonces a Jesús, vedle endulzando esa llaga, y oídle... que con esa pena, como pocas saludables, os está enseñando a despegaros de las criaturas y os está predicando, a voz en cuello, que sólo El es fiel y bueno, y que sólo El os basta... Vedle a El, invisible, vedle en aquellas horas de fatiga moral, de abatimiento y desaliento, cuando la naturaleza parece crujir toda entera y quebrarse, cuando sentís, más que de ordinario, el peso abrumador de vuestra ruindad y miseria. ¡Oh! entonces, vedle de cerca y exclamad con el corazón en los labios: ¡Creo en vuestro amor, Jesús, sí creo! Y en aquellas horas de racha y de tormenta, horas de tentación desencadenada y cuando, al propio tiempo que sentís crujir el huracán, sentís por dentro el desmayo y la muerte...¡Oh! en esa hora angustiosa sabed encontrar, sobre las ondas agitadas, a Jesús que os invita a entrar en la barca de su corazón... y si a veces creéis, como Pedro, que el naufragio es inminente, y que le Maestro duerme, no temáis con exceso, que naufragar con Jesús sería encontrar en los abismos... ¡el cielo!... ¡El calmará en hora oportuna a tempestad, fiaos en esa hora negra, fiaos de su Corazón!


Vedle... en vuestra caída; para eso quiso caer El en la Vía dolorosa, para alentarnos con su propia flaqueza, ¡ah!, que si todas las criaturas se escandalizan, El jamás...


Nadie comprende como El la debilita de la cual quiso revestirse (8) para llamarse y ser en realidad Hermano nuestro... Caídos y todo, no le temáis el mismo bajará al profundo del abismo, El, la Misericordia del Padre, la Compasión divina... Le costamos tan caro, ¡oh! tanto, que no se resigna fácilmente a perder uno solo de los que le confío el Padre (9)


Recordad con qué maestría divina se pintó a Sí mismo en aquel Samaritano (10) que recoge en el polvo, entre sus brazos, al infeliz sorprendido, más que por los ladrones, por su propia flaqueza. ¿Quién no conoce por deliciosa experiencia las ternuras y delicadezas de este adorable Samaritano? Ya podéis ser cien veces culpables y mil veces leprosos; ahí está El, resuelto a trocar vuestro ropaje de lepra en belleza soberana, en púrpura de gloria.


¡Qué elocuencia en aquella mirada de Jesús a San Pedro (11) mirada en que el Señor, traicionado, conquista con tristeza y amor al apóstol ingrato!


Qué bien sabe luchar y vencer el que sabe escuchar, en esas horas difíciles, la voz del Rey del Amor que parece decirle: Paz, no te agites. Entre tus preocupaciones y zozobras y tu alma, estoy Yo..., Y entre tú y Yo, nadie, absolutamente nadie...¡Paz, vencerás conmigo!


Vedle a ese Jesús, Dios de luz en aquellas horas en que os creéis en un piélago de tinieblas... Y no veis, ni sentís, y en cambio vivís con la sensación matadora de una completa soledad, de un total aislamiento de todo y de todos... Que os envuelvan en buena hora todas las tinieblas, pero llevad por dentro a Jesús... Vedle a él, seguidle a ojos cerrados, creed como nunca en su amor, y la victoria será vuestra. ¡Qué importa que caiga la noche y os envuelva, si lleváis dentro del pecho el Sol de amor!...


Y en fin, oídme, apóstoles del Corazón de Jesús: Vedle a Él, y sólo a Él en las mil y una dificultades del apostolado.


Queréis volar y os cortarán las alas... Esperabais aliento y aprobación de almas buenas y éstas se os opondrán como barreras inesperadas... Dios lo sabe por qué permite los vendales de la derecha, las oposiciones y... persecuciones de los buenos. Así prepara Jesús grandes victorias... Acordaos, entre otros, de San Alfonso de Ligorio y de San José de Calasanz.


El Señor jamás ha cambiado su sistema providencial, jamás. Si queremos, pues de veras la obra de su gloria, sepamos ver a Jesús, creamos en su sabiduría y en su amor, precisamente en los momentos en que la oposición de los mejores pudiese desorientar a los apóstoles.


Lleguemos a vivir de la obsesión de Jesús verle a Él, sólo a Él, en todo a Él.
¿Qué cosa fue la vida terrena del Señor sino la obsesión del hombre en la mente de Jesús? Y ahora mismo, ¿no se diría que sigue aquejando de la misma obsesión nuestra?


Ved cómo nos sigue y nos persigue resuelto a sacar su gloria y nuestro bien de todo, de nuestra virtud y de nuestros pecados mismos, de nuestras cualidades y defectos.


Se hablaba un día delante de Santa Teresita del poder de ciertas personas de magnetizar a otras, de apoderarse, por decirlo así, de sus facultades: ¡Ah! exclama ella en el acto, ¡cómo quisiera que Jesús me magnetizase, con qué inmenso gusto le cedería mi voluntad! (12)


Y en realidad Teresita quiso y se dejó magnetizar por el Corazón de Jesús, y de ahí la maravilla d fe que es su vida.


¿Por qué no podría Jesús la única realidad indefectible, ejercer sobre el alma la fuerza de atracción que, por otro lado, vemos que ejercen magnetizadores muy humanos, como son un marido, un amigo, el novio y el hijo?


¡Cuántos son los chiflados de las bellezas humanas! ¡Qué pocos son los chiflados de la Belleza divina!


Ahí está, por ejemplo, el hombre de ciencia: le ha dado por ser sabio y por coronarse con esta aureola ante los hombres... Ved cómo lo sacrifica todo esa chifladura...


¡Y el artista, apasionado de veras por su arte, es casi un loco!...


Apóstoles del Rey de gloria, Jesucristo, Hermosura increada, Creador de todo lo que admiramos en artes y ciencias, El, cuya sola mirada extasía a los ángeles y es la exaltación eterna de un Paraíso..., Jesucristo, ¿no llegará a imantar y apoderarse de todo nuestro ser, de tal modo que digamos y sea verdad lo de San Francisco de Asís: Mi Dios y mi todo?


¡Oh! Que ese Sol de justicia nos deslumbre y alumbre... Vuélvete, ¡oh Jesús!, la obsesión divina y única de tus apóstoles..., que éstos no puedan saborear otro bien fuera de Ti (13).



(1) Juan., IV, 10.
(2) Mateo., IX,27.
(3) Mateo., XVI 13,15,16.
(4) Marcos., IX,22
(5) Vida y obas, t.II Pag.426
(6)Juan., VIII,12.
(7) Marcos., X,51.
(8) Filipenses., II,5.
(9)Juan., XVII,12,24.
(10) Lucas., X,30,37.
(11) Lucas., XXII, 61.
(12) Consejos y recuerdos (Santa Teresita).
(13) Santa Margarita María, hablando de una gracia que el Señor le concedía todos los primeros viernes del mes se expresa así: Se me presentó este Divino Corazón como un sol resplandeciente, cuyos rasgos ardentísimos caían a plomo sobre mi corazón y este se sintió abrazado de un fuego tan ardiente, que parecía iba reducirse a cenizas. (Vida y obras, t.II, pag. 71)

martes, 6 de octubre de 2009

Jesus Rey del Amor por el R.P. Mateo Crawley-Boevey


VIDA DE FE

Señor, creo, pero aumenta mi fe (1)
Necesidad de la fe.
Esta es una base indispensable.
La fe es el fundamento de toda vida espiritual y apostólica. En efecto, no es posible persuadir sin estar persuadido, ni convencer sin estar convencido.

Y ¿dónde encontrar dicha persuasión y convicción sino en una fe vivísima?
¿Quién llevará a las almas esa convicción profunda, victoriosa?

Aquel y solo aquel que se acerca a Jesucristo, y a quien Jesucristo instruye e ilumina, aquel y solo aquel que, acercándose con sencillez e intimidad a Jesucristo, llega a conocerle, y no de una manera vulgar y superficial, sino con un conocimiento sobrenatural, con verdadera profundidad; aquel y solo aquel que, en esa dichosa intimidad, anhelada y buscada, ha recibido, como don del sagrado corazón, la revelación de su amor y de sus secretos.

El único convencido es aquel que vive de aquella luz, que es el Maestro mismo, que dijo: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida "(2)
La luz sustancial es El, porque sólo El es la sabiduría de Dios.

Lo que llamamos sabiduría las criaturas, ¡ay! no es sino locura y tinieblas, a no ser que, como en los Santos, dicha sabiduría sea luz prendida en el Sol divino, que es Cristo-Jesús.
Por desgracia, no es esta, ordinariamente, nuestra sabiduría, sino la de la tierra. ¡de ahí que seamos calculadores, razonadores con exceso en lo que no deberíamos serlo! En el orden sobrenatural, ¡a cuántos nos sobra la cabeza y nos falta el sentido divino, luminoso de las cosas celestiales!

No olvidemos jamás: la sabiduría sublime y única es la de nuestra fe. Nadie más clarividente y mejor iluminado que el Santo, que lo ve todo y lo comprende todo en Dios, luz indefectible.
A la verdad, nos sobran pensadores según el mundo: ¡ah!, no serán éstos los que nos den las soluciones graves, urgentes que la sociedad actual reclama. Tenemos plétora de esta casta que se cree culta y se llama intelectual, pero cuya fe es lánguida...; por esto son falaces sus pensamientos, huecas y vacías de virtud sus teorías, infecundas sus obras.

¿Sabes lo que nos falta para despertar al mundo moderno a una vida más sana más feliz? No tantos hombres de universidad, ni de academia, sino almas potentes en la fe, almas santas, impregnadas en la verdadera luz, creyentes de fe sencilla y robusta, verdaderos gigantes del espíritu y de la vida sobrenatural.

Un cura de Ars y una Teresita del Niño Jesús han hecho más bien a la Humanidad que todos los intelectuales y genios de todos los siglos. Y ¿sabes por qué? Porque los santos, al participar íntimamente de la luz de Dios, que es Jesucristo, lo irradian en forma maravillosa. Y fuera de Jesucristo no ha sino error, tinieblas y mentira con todas sus fatales consecuencias.

Es esta mi intima convicción, y de ahí mi estilo, tan sencillo como afirmativo. En este orden no discuto, afirmo categóricamente, apoyándome sobre Jesucristo, piedra angular (3), verdad suprema.

Insisto: Nos hace falta más vida de fe, pero de fe ardorosa y práctica, fe traducida en obras.
Y más: El apóstol, sobre todo, debe no sólo cultivar su fe, sino vivir de un gran espíritu de fe. Con él se ve a Dios y se le conoce, porque nos lo revela Jesucristo mismo, según aquella su palabra: Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo habrá querido revelarlo (4).

Nos es indispensable este espíritu de fe para penetrar en el Corazón de Jesús, en su verdadera intimidad. Cuántas almas, detenidas en el dintel de este abismo divino, que no conocen al Jesús auténtico del Evangelio ni las magnificencias de su Amor sólo por falta de fe viva, clave de este santuario, El Santo de los Santos... Si como lo lanza de Longinos hemos rasgado el pecho adorable, reparemos ahora nuestro desacato, penetrado por una fe vivísima en las profundidades de esa herida, Sol de fuego y de luz.

Apóstoles del Rey de Amor, hagamos grande y feliz el mundo, arrojándolo, conquistado y convertido, a sus plantas divinas. "Servirle, dijo San Pablo, es reinar "(5) Y yo añado, más que reinar.

Pero antes de conquistar la tierra, tendremos nosotros que conquistar el Corazón del Maestro, adueñarnos de sus tesoros, y esto no será jamás una realidad sino en la medida en que avancemos por este camino, la fe ira transformando nuestra vida.

Que distinta es ésta desde el momento en que no queremos ver en ella sino a Dios, y en Dios todo lo demás: sufrimientos, acontecimientos, vaivenes... Por el hecho mismo, el enigma penoso de la vida se desvanece en esta gran luz, y anegados en ella, todo lo vemos claro, preciso, divinamente ordenado... De ahí nuestra paz, inalterable.

Esta revelación de Dios y del misterio de la vida, nos la hace Jesucristo a medida que nos transforma en El la oración. El que sabe orar, sabe, seguramente, mas en el orden divino, aunque sea un niño sencillo campesino, que el letrado entre los letrados. Ignorara aquél los secretos de la electricidad, pero conocerá con maravillosa penetración los secretos de Dios y de las almas, lo que es infinitamente más.

Oigo un día en Lourdes a un pobre campesino no hacer el comentario de un sermón mío sobre el Rey de Amor y el Amigo de Betania... Diserta con una solidez de doctrina, con una penetración y con una elocuencia avasalladoras, como jamás he oído a ningún maestro en teología. Y es un campesino... Ahí esta calzado con unos burdos zuecos, vestido con una blusa; pero insisto: es todo un doctor en dogma... Le oigo disertar sobre la Persona adorable de Nuestro Señor, durante varias horas, con profundidad dogmatica, con pleno domino de la materia, como si fuera un gran maestro. Mas que asombrado, atónito, quiero cogerle en una trampa: ¿no he de poder conservar por escrito tan maravillosa disertación?

Como quien no quiere, pues sigo su amistad, y para conservarla deseo establecer una relación epistolar con el; le pido, le ruego que me escriba con frecuencia y muy largo, pero que sus cartas no traten mas asunto que del Rey de Amor y del Amigo del hogar. Y como con mi insistencia quiero arrancarle la promesa formal de que lo hará rompe en una carcajada, y me dice: ¿Yo escribiré , Padre, Yo?... ¡Si yo no sé leer ni escribir!

Y como me ve perplejo y aun desconfiado, oíd su razonamiento: ¿Que de donde he aprendido, Padre, todo esto?... Pues se lo dice en el acto. Si usted celebra la santa Misa cada mañana, yo comulgo también todos los días... Ya ve usted, Padre: los dos tenemos el mismo Sol, el mismo Maestro: ¡Jesús! Si, pues, yo veo y usted no ve la culpa no es del Sol y de Maestro, ¡sino suya!
¿Oye? Tenemos todos el Sol a un paso, el Maestro divino a la mano; si ese pobrecito analfabeto sabe, ve, conoce, y nosotros, tan cultos y educados, no vemos ni penetramos en l Corazón de Jesús..., la culpa no es del Sol, sino de nuestra falta de intimidad con el Maestro.

¿Quien le conoce a Este? ¿El famoso doctor, el notable pensador, el gran bibliotecario, erudito y sabio? ¡No siempre! ¿Quien le conoce? Su amigo intimo, aquel a quien Jesús mismo, hablándole en secreto, le ha dicho lo que todos los doctores y lo que todas las bibliotecas no podrían jamás decir...

Pero ¿Cómo orar en forma tal que arrebatemos sus secretos al Rey del Sagrario? ¿Cómo se ora, dices? pues, ¡como se ama! ¿Cómo habla el niño con su madre? ¿Con grandes razonamientos? No, con el corazón en los labios. Jesús no quiere ni puede ser menos accesible, menos llano y tierno que una madre.

No lo olvides: la oración es el secreto de la gran luz que debe iluminar al apóstol; pero recordad que ese orar debe ser necesariamente fácil, sencillo, al alcance de todos: ¡se ora como se ama! Y la ciencia de amar la poseen por instinto así el niño como el doctor.

Y aquí una observación interesante, siempre a propósito del conocimiento por medio de la fe viva y del acercamiento a Jesús.

¿Quién se conoce a si mismo? y nota que es indispensable, en la vía de la santificación, llegar a un cierto grado de conocimiento personal... Insisto: ¿quién se conoce en sus cualidades y en sus miserias, quién se conoce sin orgullo y sin desaliento? Sólo aquel que se ha visto tal cual es en los ojos del Maestro, en aquel espejo limpidisimo de verdad y de luz, y nadie más.

Tenemos todos buenas y ricas partidas, cualidades que el Señor nos ha dado para utilizarlas en la obra de su gloria. Es preciso conocer estos tesoros con humildad y es indispensable saberlos explotar sobrenaturalmente. ¿Quién nos enseñara esta ciencia delicada? ¡Sólo Jesús!
Tengo mis defectos mis ruindades. ¿Quién las hará conocer sin quebrar la caña rajada, sin desanimar esta voluntad, ya tan débil, tornadiza y pesimista? ¡Sólo Jesús!

Pero, sobre todo, para desempeñar cumplidamente nuestra misión de apóstoles, ¡cuánto importa esta vida de fe sin la cual el apóstol no será sino campana que resuena(1) y voz en el desierto!... Desde luego, la comprensión y aprecio de nuestra vocación sublime y la energía santa e indomable para llevarla a cabo, no obstante mil y mil dificultades, debe venirnos exclusivamente de un espíritu de fe a toda prueba.

¡Oh, sí! Para ser apóstoles en realidad de verdad, vivamos de fe y no diremos entonces: "Yo trabajaría si tuviese salud, y si tuviese influencia y dinero". Que esos son razonamientos humanos que estropean con frecuencia los planes del Señor.

Cuando Jesús quiso conquistarla tierra, ¿razonó, por ventura así? Su sistema fué siempre servirse de pequeños, de pobres e ignorantes, y con estos instrumentos de incapacidad conquistó la tierra. Qué hermosa palabra la de San pablo al respecto: "Plugo a Dios escoger las cosas que no eran nada, para confundir las que son..., y convencer de fatua la sabiduría de este mundo por medio de la locura de la predicación de un Dios crucificado"(6)

A la luz de la fe, esta es una verdad no sólo clara, sino esplendorosa. Y sobre esta base se debe apoyar exclusivamente el apóstol.
Por otra parte, cuando tales instrumentos de impotencia y vileza glorifican al Señor, ¿qué pueden atribuirse a sí mismos? Y así estalla en forma evidente y magnifica la obra, no del instrumento, sino del Artífice divino.
Por ejemplo, la conversión de las almas, ¿obra de quién puede ser? ¡Ah!, este milagro es la hechura exclusiva de la gracia del Señor misericordioso y omnipotente.
Ve, si no , cuantas son las bibliotecas en el mundo, y dime: ¿cuántos son los convertidos por dichas bibliotecas? ¡Ni uno sólo!

En nuestra ignorancia de las cosas sobrenaturales, atribuimos, por ejemplo, el éxito de gracia al instrumento sensible, al predicador, a su elocuencia... Sin negar que éste, por voluntad de lo alto, puede tener su parte, y aun debe tenerla, en el plan de redención, que grave error el detenernos principalmente en el instrumento y en atribuirle una virtud que el Señor se reservó siempre: la de tocar los corazones.

¡Con suma frecuencia - si el apóstol no es un cura de Ars - las maravillas de gracia son el fruto rico , sazonado de una Santa Teresita oculta, desconocida, cuyas inmolaciones de amor están produciendo, a la vista sólo del Señor, aquellas grandes transformaciones de gracia que el vulgo atribuye a erudiciones y elocuencias humanas!

Escucha, al efecto, un relato estupendo. En lecho de agonía hacia su primera Comunión un gran convertido, y con él comulgaban también, por primera vez, su esposa y sus tres hijos. ¡Era, pues, la resurrección de todo un cementerio! Terminado el acto cantaron los cinco convertidos, llorando de amor, un himno de acción de gracias al Sangrado Corazón, triunfador en su misericordia. Concluido este, se acerca al enfermo una pobrecita, una anciana que sollozaba, pero con evidente exultación y jubilo de su alma. Patrón, le dice, ¿permite usted en esta hora de cielo, permite usted a su vieja cocinera el abrazarle? y cuando el señor le tiende los brazos conmovido, ella, siempre llorando de alegría, exclama: Hace veinticinco y mas años que le sirvo, señor, pero créame que durante tantos años no me he contentado con ser la humilde cocinera. ¡Oh, no! Hace veinticinco años que oro, que sufro, que comulgo, a diario, como apóstol del Sagrado Corazón, pidiéndole una sola gracia, una sola: la de no morir, la de no gozar del cielo antes de haber visto al Señor del cielo triunfante, victorioso en esta casa!... ¡ya le veo, ya me ha concedido el Sagrado Corazón el gran milagro; ahora si que puedo ya morir..., mi misión de apóstol ha concluido!...
¿No es maravilloso y sublime el Nunc dimittis de esta cocinera-apóstol? Pero ya ve que todo mi razonamiento de apóstol, hablando a apóstoles, es casi de... locura, la locura de la cruz (7), la de una fe que debe ser la clave única y la solución acertada en todas nuestras dificultades, por cierto inevitables...

¡Que de montañas encontraras en tu camino, apóstoles del Sagrado Corazón! ¿Quién las removerá, quién? Sólo tu fe, pero una fe de santos.

¡Oh! Cree en Aquél que dijo: Yo he vencido al mundo (8), y ustedes, los apóstoles , lo vencerán por El y con El. Pero sólo en la medida en que creas en Aquél que los envía.

Cuántos apóstoles creen únicamente, pero en la hora del éxito, con fe fácil y un poquitín humana.
Hay que creer con fe robusta, inamovible, cabalmente en la hora de las derrotas aparentes... y digo aparentes porque, con frecuencia, una derrota de forma es una victoria en el fondo, si no para nosotros, para Jesús. ¡Creyendo con fe viva en la hora amarga de prueba, aseguras al Corazón de Jesús una gran victoria, la de su amor!

¡Oh! pídele en estos días que haga caer las escamas de tus ojos, de tal modo que comiences a sentir, aunque sin sentir, la omnipotencia de su Corazón, a experimentarla en tu vida interior... ¡Ve en El, sólo en El, tu mirada, y... adelante, que reine!...

(1) Marcos., IX,23.
(2) Juan VIII, 12.
(3) Mateo XXI,42 - I. P., II,6.
(4) Mateo XI, 27.
(5) Postcomunión de la Misa por la paz.
(6) 1 Corintios XIII,1.
(7) 1 Corintios I, 28,21.
(8) 1 Corintios 15,11