«¡Diliges!»
«Manete in dilectione mea» (1).
«Permaneced en mi amor»
Estas palabras lo resumen todo, el Evangelio y toda la ley (2). Os he amado hasta los abatimientos de la cuna, de la Cruz y de la Eucaristía. Os he amado sin mérito el que menor de vuestra parte, aún más, a pesar de haber vosotros desmerecido mil y mil veces mi amor... ¡Qué! ¡Os he amado como Salvador, no sólo a pesar, sino a causa de vuestras miserias!...
»Os he amado con amor de inaudita preferencia. Ved si no: dejé a mi Padre y mi cielo y mis ángeles por vosotros...
»Desdeñe los tesoros de la tierra, y naci desnudo en un establo, por vosotros, los hijos culpables...
»Os he amado más que a mi propia vida, pues la di buscando libremente la muerte para aseguraros una eterna vida... y cuando se ha dado la vida, se ha dado todo. Esta es la prueba suprema de amor. Habíais merecido el castigo de infinita justicia y entonces me interpuse Yo entre vosotros, culpables, y el Padre... y fui herido de muerte, ¡por amor!
»Os he amado más que a mi propia majestad: ¡contempladme! cubierto de oprobios, vestido como un loco, zaherido, escarnecido y pisoteado como un gusano, yo, un Dios!...
»Os he amado más que a mi propia gloria: vedla cubierta con velo de muerte en el Calvario, cubierta con velo de un aniquilamiento mayor aún, el de veinte siglos de Sagrario...¿Quien adivinaría jamás que en el Tabernáculo empolvado y pobrecito de una aldea, habita Aquél que no cabe en los cielos de los cielos?
»Os he amado... y os amo con caridad inmensa, infinita. Y vosotros, hijitos míos, ¿me amáis también? ¡Ah!, en todo caso no fuisteis los primeros en amar, pues Yo os amé de toda eternidad prius, yo me adelanté a ofreceros el Corazón. In caritate perpetua: «Te amé con dilección eterna»...(3).
»Pero ¿me queréis, me amáis al menos con un amor de preferencia? ¿Me anteponéis, en vuestro cariño, a las criaturas, a vuestros placeres y comodidades? ¿Soy yo el primero en vuestro corazón?
»Llamo hace tiempo a la puerta, aguardando con paciencia, vuelvo a llamar con dulzura, y se me responde con frecuencia: «Señor, aguarda » un momento; estoy por ahora muy ocupado
»con el porvenir y con cuestiones de dinero e intereses... ¡aguarda!...»
»Pasa el tiempo y, con él, reverses o éxitos, flores y espinas. Vuelvo a llamar con voz suplicante: «Acéptame, soy tu paz.» «Sí, señor, se me responde, pero... todavía no... mira que estoy preocupadísimo con mi salud, que estoy que llego ya a la meta de mis ideales, y no puedo perder un momento, cada segundo es precioso, vuelve otro día.
»He regresado otro día, aquí estoy aguardando como un pobre, como un mendigo... Extiendo la mano, tengo hambre de amor... y esta mano ensangrentada, herida, la debo retirar pero más herido aún está el Corazón...
»En torbellino deshecho penetran en esa alma y ese hogar los cuidados, las torturas, las ambiciones humanas, las ilusiones terrenas, y con ellas los sinsabores, las grandes tristezas... La puerta está siempre de par en par abierta para todos los locos d la vida..
»Sintiendo la escarcha y el hielo de muchas noches, «Veamos, me digo, tal vez el cáliz de »tantas amarguras les habrá enseñado que sólo »Yo soy la paz, la dicha y el Amor.»
»Llamo a golpes redoblados (4) y... ¡silencio! »vuelvo a llamar: «Abridme, soy Yo... no temáis, soy el único Consolador... soy Jesús, el único Amigo de los días sombríos, el que »jamás olvida, el que jamás desecha a quienes »le desecharon... ¡Abridme, soy la misericordia!» Se entreabre entonces la puerta, y con voz de etiqueta se me dan mil excusas...«Que vuelva... »porque después de mil noches de insomnio y »tormenta, se duerme por fin.» ¡Ay!, ¡tal vez sueño de muerte! ¡Que en otra ocasión..., que a otra hora..., que por entonces lo sienten mucho, que dispense, imposible!...»
»¡Ah! Con frecuencia, cuando regreso... y me abren, la muerte me ha precedido, se me permite entrar entonces, a Mi, el Rey del cielo, en compañía del que trae la mortaja y el ataúd...»
Tristísima historia, desgarradora, pero historia real y verdadera. ¡Qué paciencia y qué benignidad la de ese Jesús Dios y Hombre verdadero, que así ama y llama y espera y se desvela por mí, pobrecita criatura, átomo que El sacó de la nada, débil, ingrato y culpable, y más, colmado de mercedes y que paga a su Bienhechor divino con desamor y desdenes y olvidos.
¡Oh, paciencia del amor (5), Oh, suavidad del Corazón de Jesús!... ¡Qué bien dijo el que afirmó que Jesús no era sino un Corazón infinito en el Amor!...
Pero, ¿por qué no fuerza con santa cólera esa puerta que se le cierra? Qué ¿no es el Señor? Qué, ¿no es el Amo?
Si, podría y tendría ciertamente ese derecho, pero lo que El busca es el amor(6). No es tanto la puerta abierta cuanto el cariño del que se la abre... y es esto lo más inconcebible: ¡que El, un Dios todo amor, y ternura, y compasión, y misericordia reciba estos rechazos!
Dejadme aquí repetir con amargura del alma lo que decían San Francisco de Asís y Santa Teresa:
¿Por ventura se hizo Hombre, se dejó matar en patíbulo y se constituyó Prisionero en el Sagrario para inspirar temor y hacer temblar? ¿Por qué no esgrimió como un látigo el rayo y— bien merecido lo teníamos— se propuso fundar su imperio sobre el terror? ¿Vino acaso a multiplicar la casta infame de los esclavos, o bien a crear la gran familia de los hijos de sus propios hermanos?...(7) Somos hijos y hermanos del Salvador en derecho divino, ¡ah!, y no se diría, a juzgar por nuestra falta de amor.
Que si alguno dijera: «El temor es el principio de la sabiduría» (8), yo añado: »Sí, el principio y nada más que un principio, el primer peldaño de la escala que lleva a dios.» ¡Ay! y cuántos son los que se quedan en ese primer peldaño, pudiendo y debiendo subir al segundo, al tercero, al milésimo, a la cima. Esta cima, «el cumplimiento de la ley, dice San Pablo, es el Amor» plenitudo legis dilectio (9).
Apóstoles del amor del Sagrado Corazón, ya lo sabéis: bien está a la base de la conversión la piedra que se llama el santo temor... Subid sobre ella, y sin removerla llegad a aspirar el aire puro de la cumbre; subid con humildad y confianza hasta la cima de la perfección, que es el Amor y sólo el Amor. ¿Quién tiene más derecho a este espíritu que un apóstol del Divino Corazón?
«Praebe, fili, cor tuum, mihi.»
«Dame, hijo tu corazón»
El amor hemos dicho es todo el Evangelio, es Jesús mismo que se da en brazos de María, de la Cruz y del Iglesia, y es también toda la ley cristiana.
Si, la Iglesia, obra maestra del Señor, ¿qué otra cosa es sino una hechura perfecta de su Amor?
Y el ministerio sacerdotal, maravilloso, ¿no es por ventura otro milagro permanente del Amor de Jesús?... ¿Qué otra razón de ser tiene el Ministro de Cristo sino salvar y llevar, por camino de amor, almas a Cristo? El sacerdote es de derecho el dispensador del Amor.
¿Qué son los Sacramentos sino canales de gracia y de amor? ¿Qué es la predicación sino el vehículo de una caridad abrasadora, del fuego de Pentecostés, el eco fiel de aquel «Venid a mi todos (10), no temáis, soy Yo»? (11).
¿Qué es la oración, sino la fusión del alma con Dios por un elemento de amor?
¿Que toda la economía mil veces portentosa de la gracia, sino la red de amor y de misericordia en la que, con santa amorosa violencia, quiere cogernos un Dios Salvador? las mismas decepciones y amarguras del destierro, el acíbar que nos trae siempre el beso de las criaturas, la caducidad de todo lo humano, ¿qué nos está predicando a voces, sino que la única realidad del corazón humano es el Amor de Jesús, y que fuera del El «todo es vanidad y aflicción de espíritu?(12).
Y ¿qué otro idioma hablo el Señor en la casita de Nazaret, en las orillas del lago, en la cima del monte y en nuestros tiempos en Paray-le-Monial, sino el lenguaje de su Corazón, el del Amor?
Oíd, por ejemplo, esta frase que debiera enloquecernos. Dice Jesús a Santa Margarita:
Su ley es una palabra, un verbo, el más maravilloso: ¡Amaras! Toda la perfección acá, y todo el cielo de recompensa mas allá, es solo ¡Amor!
¡Oh, misterio insondable de caridad infinita! ¿Es posible que un Dios, que por ser Dios no necesita de nada y de nadie, me haya hecho una ley que me obligue a amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas? (14). Se diría que, faltándole mi amor, le faltara algo a ese Ser absoluto e infinito y que sin él hubiera sentido el Señor no se qué vacio, y que por esto lo quiso colmar con el átomo de mi corazón.
Es indudable que el primero y el mas adorable de sus derechos es el de ser amado, y se diría que ese derecho divino hubiera creado en el algo así como la necesidad de sentirse amado y de que le amaramos. Y cuando le negamos este amor, ¡ay! ese Dios se vuelve Jesús, esto es, se vuelve Mendigo, y con lagrimas de sangre reclama el pan, las migajas de nuestro corazón.
Y aquí dejadme decir con santa energía con cólera santa: ¡Ay de aquel que, con pretexto de querer evitar yo no sé qué sentimentalismos y melosidades absurdas, se precia de vivir de espíritu, de idealismos en el aire y rechaza la vida del corazón y pretende que amar es debilidad y no sé qué romanticismo de una religiosidad enfermiza! Protesto airado contra este absurdo, que además entraña siempre buena dosis de respeto humano, un fondo de orgullo y no poca falta de generosidad en el servicio de Señor.
¡Amar, una debilidad! ¡Si, la santa debilidad y la locura de Francisco de Asís, de Santa Teresa, doctora, de San Pablo, la de todos los santos, la tuya, Jesús!
El amor verdadero, la caridad, no fue jamás por jamás ninguna histeria, antes por el contrario fue el alma de todas las grandes luchas interiores y el secreto único y el nervio indispensable de todos los heroísmos.
El temor pudo con frecuencia convertirse en nerviosidad femenina y, por el contrario, ninguna virtud es mas varonil ni robusta que el amor.
¿Quiénes son y serán siempre los verdaderos teólogos? Aquellos que, llevando la cabeza aureolada de luz, como Moisés, lleven sobre todo el alma abrazada en llamas y el Corazón transfigurado en la Pentecostés del amor por la divina intimidad con Jesús, el Dios todo caridad.
Hay por desgracia, y habrá siempre, ciertos maestros glaciales y que hielan el alma, hombres eruditos y de bibliotecas, que han leído a San Agustín y a Santo Tomas, pero que están lejos de amar como estos santos doctores...Yo pongo en cuarentena toda esa sabiduría mortecina sin la luz de la llama, sin la clarividencia de la santidad, que es siempre amor, y me atengo exclusivamente no a esos Agustines y Tomases que abundan, sino a San Agustín y a Santo Tomas, doctores auténticos.
¡La verdadera y gran teología es amar! Con ella, todo lo que queráis; sin ella..., lo que fatuamente se llama ciencia, erudición e intelectualismo, no es sino ciencia a medias y suficiencia.
Por última vez: la caridad no es, mil veces no, ningún sentimentalismo afeminado, sino la mayor de todas las virtudes (15)
Amar es vivir heroica y divinamente, es vivir a lo santo. Dar toda o casi toda la importancia a la fe, divorciada de la caridad, seria gravísimo error. Una cosa es creer y otra amar. Si creo con fe que me de la potencia de hacer maravillas, y no amo, nihil sum, soy nada (16) y nadie. Y peor: soy un peligro para mí mismo y para las almas.
Se puede creer sin amar... ahí están los miles y millones de cristianos que aceptan la teoría del Evangelio, que reconocen especulativamente el principio de la ley divina, pero que no la practican, ni la observan porque no aman. No se puede amar sin fe, pero la caridad vivifica nuestra fe.
Insistamos mucho en el fundamento doctrinal de nuestra fe, e insistamos muy mucho en las sustancia doctrinal de nuestra caridad. Enseñemos a creer amando, a amar lo que creemos.
Cuantos naufragan en la fe porque son educados sin amor, sin caridad. Esa fe disecada deja de ser alas divinas, para convertirse en odiosas ligaduras. Afirmemos a Cristo y hagámosle amar.
Es, pues, claro, evidente que el cumplimiento de la ley cristiana supone, ante todo, en retorno de un amor divino, un amor ferviente, el don de nuestro corazón: praebe, fili mi, cor tuum mihi (17).
Amar no quiere decir sentir, pues con frecuencia, en el orden sobrenatural, puede sufrirse de un frio glacial — y mas, puede sentirse hasta la repugnancia y las nauseas del bien y de Dios — y estar al mismo tiempo ardiendo en llamas de verdadera caridad.
Al hablar, pues, de amor, nos referimos siempre a una voluntad intima, leal, voluntad varonil, resuelta a aquel querer hondo y vivo del alma, que constituye, a los ojos de Dios, nuestro amar.
De ahí que un primer elemento de esa caridad interior sea mi deseo sincero de amar. un gran deseo, cuando es verdadero y honrado, es siempre un gran amor (18).
El amor se alimenta y vive de aspiraciones nobilísimas, de ambiciones y deseos que vienen del Espíritu Santo. Estos deseos destruyen en el alma el sistema de rutina, de mediocridad, que son siempre, en las almas buenas, los grandes óbices a la santidad.
En un alma levantada, en alas de grandes deseos, nada de vulgar, su morada esta en las alturas, va siempre en seguimiento de Águila divina, quiere, anhela siempre subir mas y mas.
Claro que al hablar así no nos referimos a aquellos veleidosos que están siempre soñando, santos de cartón, cuya aparente santidad es un castillo de naipes.
Decimos deseos vehementes, no antojos, deseos, generosos y no veleidades de una hora y cambios de frente — ambición santa de ser olvidado, despreciado, ambición de sacrificio —, no caprichosos que se estrellan con la primera humillación.
Así fueron, por ejemplo, los deseos que levantaron tan alto a San Luis Gonzaga. «Como subió a tanta altura, en que tiempo y con qué obras», pregunto Santa Magdalena de Pazzis al Señor, y Este le contesto: «Subió en alas de grandes deseos.»
Y este fue también el secreto de la gran Teresita, grande estupenda en su ambición de amar. De estar ella por encima de muchos serafines del cielo y de la tierra «porque amo mucho» y porque quiso amar como nadie había jamás amado a Jesús (19).
Y así debe ser en el orden divino desde el momento en que Dios lee en los corazones, pues son incontables las obras exteriores, excelentes, que son irrealizables para los unos a los otros..., en tanto que la obra interior, esto es, el gran deseo, la voluntad de amar, esta siempre al alcance de todos. Podéis amar deseando, y eso es mucho, y con frecuencia es todo (20)
Lo que Jesús pide ante todo es esa voluntad, pero resuelta, generosa. ¡Oh! si, dadle un corazón entero, y no el corazón en migajas que le dan tantos.
El don de sí mismo, pero don total, he ahí un gran amor. No fue así, al principio al menos, el don de San Pedro: «Lo hemos dejado todo», dice el (21); pero no era enteramente la verdad, pues lo que faltaba era lo capital, el don de sí mismo, y no el de las redes y barcas. «¡No quiero, diría con frecuencia Jesús a ciertas almas, no quiero esto y aquello, os estáis mintiendo y querríais engañarme si fuera posible con esos regalos!...; quedaos con ellos, pero dadme, en cambio, el corazón, quiero el don de vosotros mismos. Te he dado por esto mi Corazón. Ámame como yo te he amado, dáteme como Yo me doy.» Amar no es dar, amar es darse sin medida.
Quitad de una vez, romped las telarañas de afectillos y simpatías y apegos que dividen el corazón, ya tan pequeño. Jesús es un Dios celoso(22), no quiere participaciones. Su derecho es ser el Amo absoluto y único. Si un esposo tiene relativamente este derecho, ¿cómo no reconocérselo a Él?
La medida de su Amor fue amarnos sin medida. Y ahí está como comprobantes de esta afirmación la Cruz y el Sagrario.
Considerad, por ejemplo, el don inefable de toda su persona divina en la Eucaristía, creación de una locura infinita. Ved cómo se da en la Hostia, todo y sin reservas, sin condiciones y para siempre. Y con El, todos los bienes. Que si el Verbo hubiera razonado y calculado como nosotros, si hubiera querido medir como medimos nosotros, jamás hubiese llegado a ese extremo de amor.
¡Ah! y cuando ese Dios, blanco de los ingratos, encuentra una alma, una sola que le ame con amor de un don total, parece entonces olvidar siglos de perfidia y abismos de horror. ¡Oh! que pueda siempre deciros en el Comulgatorio lo que le solía decir a Santa Gertrudis: «Cuando me recibes, eres de veras mi cielo» (23).
Establézcase una especie de emulación entre Jesús y vosotros...¡a quién da más!
El resultará fácilmente vencedor, porque teniendo tesoros infinitos, puede dar lo infinito.
Pero ved: quien lo da todo, no fuese sino el ochavo y el óbolo, pues colma la medida. No podéis dar lo infinito, pero cuando os hayáis dado sin reservas, cuando lo hayáis dado todo, diréis a Jesús lo que Teresita: «Estamos iguales y nivelados, Señor; tú diste lo infinito y yo me he dado toda, mas no puedo, ni pensar, ni desear, ni ofrecer.»
En estos días golpea ciertamente con mayor insistencia que de costumbre; espera, pues, algo y mucho de vuestra generosidad. No defraudéis las esperanzas de Jesús, apóstoles suyos.
Si fuera preciso aguardaría El años enteros: tanto interés tiene en conquistaros por completo, para conquistar después a otros. Y si a la undécima hora únicamente le abrierais, ¡Oh! llamaría a toda la Corte celestial para felicitarse y entrar en vuestra alma como conquistador divino.
Pero no..., ¡vosotros no le dejareis aguardar! No tendrá que llamar dos veces, ¿verdad? su Corazón os hace violencia y estáis ya penetrados del deber de ser santos, pero santos en el molde divino por excelencia, el del amor.
Meditad durante este retiro la siguiente afirmación del doctor Santo Tomás: «La santidad no consiste en el gran conocimiento, ni en la meditación profunda, ni en altos pensamientos... El gran secreto de la santidad estriba en saber amar mucho.»
Sobre esta base me atrevo yo a definir al Santo: «Un cáliz que rebosa en caridad» y si ésta es la doctrina corriente para los fervorosos cristianos que ambicionan algo más que salvarse a duras penas, ¿qué decir ahora de vosotros, cuya vocación de apostolado os obliga a ser fuego y llama, ya que tenéis la misión, grande entre todas, de incendiar el mundo después de derretir hielos?... Esto supone un corazón abrasado, un corazón tan lleno de amor, que rebalse amor.
¡Faltan apóstoles, porque faltan amadores! Hay obreros del bien; hay trabajadores de relativa buena voluntad; sobran ruedas en la maquinaria de las obras católicas, pero... faltan apóstoles, esto es, corazones hechos hoguera. Una cosa es hablar y moverse y trabajar, otra muy distinta es ser apóstol. A veces éste será un Francisco Javier y otras una Margarita María o una Teresita; pero siempre, ¡oh! siempre el apóstol será un incendio en acción...
Son muchos los que trabajan y el bien es relativamente poco, porque una cosa es trabajar como obrero y otra trabajar como Jesús y con Jesús como apóstol. Si esto fue siempre y en todo tiempo verdad, lo es más en esta época gloriosa del Reinado del Corazón de Jesús.
¡Vosotros y yo debemos ser, por vocación, carros de fuego que lleven triunfante al Rey de Amor de un polo a otro de la tierra!
Rogadle aquí, conjuradle que os santifique en esta doctrina de amor. Mejor que el Purgatorio, solía decir Teresita, las llamas de la caridad os purificarán, desde acá abajo, de vuestros defectos y miserias. No os detengáis, pues, con exceso en ellas, no os desalentéis si las sentís vivas y punzantes. No debéis pretender ser santos ni en un día ni en ciento.
La santidad será en vosotros un amor que crece, y se dilata, y os invade el ser por entero, lenta, pero seguramente. La gracia, como la naturaleza, no procede jamás por santos bruscos, repentinos, sino paulatinamente.
Pero aprovechad estas horas de gracia y de recogimiento, sed fieles, sed generosas y el amor de Nuestro Señor subirá como sube la marea, y bajo las ondas de una vida divina, fuerte y nueva, quedará sumergida vuestra naturaleza pobrecita... ¡Hundíos en el piélago de fuego y de amor que es Jesús! Cerrad los ojos del entendimiento a todo lo que no sea El y sólo El.
Decid: «Señor, nadie sino sólo Tú...¡Tu Corazón y tu gloria... y dame también la sed, la pasión de las almas, el don de coronarte con ellas! Nada, sino amarte y hacerte amar más!» «¿y tu recompensa de justicia? ¿Y allá en el cielo?»
Poseer tu Corazón, Jesús, y en ese cielo ocupar un puesto en aquella fibra intima donde tienes escrito el nombre de María, de Juan, de Margarita María, de Teresita...¡Amarte allá y seguir sembrando desde las alturas el fuego de tu amor!»
Apóstoles ardientes, caed en la brecha, heridos con dardo de amor y cantando el triunfo del Amor.
¡Amor por amor!
¡Locura por locura!
(Resúmenes de los folletos de Friburgo, Sept-Fons y de algunos manuscritos.)
(1) Juan XV,9.
(2) Romanos XIII, 10.
(3) Jeremías XXXI.
(4) Apocalipsis III, 20.
(5) Isaías., LXV,2.
(6) 2 Corintios., IX,7.
(7) Romanos., VIII, 15,17.
(8) Salmo CX,10.
(9) Romanos., XIII,10.
(10) Mateo., XI, 28.
(11) Marcos., VI,50.
(12). Eclesiastés., 1,14.
(13) Juan., IV,16.
(14) Lucas., X,27.
(15) 1 Corintios., XIII,13.
(16) 1 Corintios., XIII, 2.
(17) Proverbios., XXIII,26.
(18) Yo, Dios infinito, quiero ser servido de un modo infinito; mas tú no tienes infinito más que el deseo, el anhelo de tu alma. (Santa Catalina de Siena, dialogo 4.)
(19)Cartas.
(20) a Todo satisfarás, dice el Señor a Santa Margarita María, amándome sin reserva ni restricción; no te apliques y no pienses sino en amarme perfectamente.
(21) Lucas, XVIII,28.
(22) Deuteronomio., IV,9.
(23) Hija mía, decía Jesús a Santa Margarita María he escogido tu alma para que sea un cielo de descanso, y tu corazón un trono de delicias a mi amor. (Vida y obras, t. II, pág. 166)