SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD
DISCURSO VII
(22 de Diciembre)
EL VERBO ETERNO DE FELIZ, SE HIZO ATRIBULADO
Et
crunt oculi tui videntes pracceptorem tuum
Tus ojos a tu maestro verán.
Dice San Juan que todo cuanto hay
en el mundo es cupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y jactancia
de los bienes terrenos. Esos son los
tres malvados amores de que fue dominado el hombre después del pecado de Adán:
amor de los placeres, amor de las riquezas y amor de los honores, de los que surgió
la soberbia humana, El Verbo divino, para ensenarnos con su ejemplo la
mortificación de los sentidos que vence al amor de los placeres de feliz se
hizo atribulado para enseñarnos el desprendimiento de los bienes terrenos, de
rico se hizo pobre. Y, finalmente para
ensenarnos la humildad, opuesta al amor de los hombres, de sublime se hizo
humilde. De estos tres puntos hablaremos
en estos tres días de la novena.
Hablemos hoy de lo primero.
Vino nuestro Redentor a ensenarnos, más
con el ejemplo de su vida que con la doctrina que predico, el amor a la
mortificación de los sentidos: por esto, de feliz que era y se hizo
atribulado. Considerémoslo y pidamos a Jesús
y María nos iluminen.
Hablando el Apóstol de la beatitud divina, llama a Dios el
bienaventurado y único soberano y corazón porque toda la ventura que podemos
disfrutar no es más que una mínima partesica de la facilidad infinita de
Dios. En esta infinita felicidad hallaran
la propia los bienaventurados del cielo al entrar en el mar inmenso de la
divina felicidad este es el paraíso que el señor da al alma. Cuando entra en el en posesión del reino
eterno
Cuando Dios creo al hombre, no le puso en la tierra para padecer, sino
que lo puso en el vergel de Edén”, para que de ese lugar de las delicias pasase
al cielo a gozar eternamente de la gloria de los bienaventurados; pero el
hombre infeliz, se hizo indigno del paraíso terrestre con su pecado y se cerró
las puertas del cielo condenándose voluntariamente a muerte e infelicidad
eternas. Y ¿Qué hizo el Hijo de Dios
para librar el hombre de tanta ruina? De bienaventurado y felicísimo que era,
quiso tornarse afligido y atribulado.
Podía nuestro redentor habernos rescatado de manos de los enemigos sin
sujetarse a padecimientos; podía bajar a la tierra y disfrutar de su felicidad
viviendo vida dichosa aun en la tierra, rodeado de los honores que le eran
debidos como Rey y Señor universal. Para
redimirnos solo hubiese bastado que hubiera ofrecido a Dios una sola gota de su
sangre o sola una lagrima, capaz de redimir, no solo uno, sino mil mundos. Cualquier sufrimiento de Cristo-dice el Angélico-
hubiera bastado para la redención, en calidad de la infinita dignidad de la
persona; más no: En vez del gozo que se ponía delante sobrellevo la cruz quiso
renunciar a todos los honores y placeres y eligió en la tierra una vida llena
de trabajos e ignominias.
Cierto exclama San Juan Crisóstomo, que cualquier obra del Verbo
encarnado bastaba para redimir al hombre, pero no bastaba al amor que nos tenía. Y como quien ama desea ser amado, Jesucristo
para hacerse amar de los hombres quiso padecer mucho y escoger vida trabajosa,
para así obligarnos a amarle. Revelo el
señor a santa Margarita de Cortona que en su vida no experimento ni el más mínimo
consuelo sensible. Grande como el mar es
tu quebranto. La vida de Jesús fue
amarga como el mar, tan amargo y salado, que no hay en el gota dulce, por lo
que Isaías llamo con razón a Jesucristo Varón de dolores, como si en la tierra
solo fuera capaz de sufrir. Dice Santo
Tomas que el redentor no tomo sobre si dolores poco intensos, sino que cargo
con lo sumo del dolor; es decir que quiso ser el hombre más afligido que haya
nunca existido ni pueda existir sobre la tierra.
Sí, porque este hombre nació expresamente para sufrir, y por ello tomo
un cuerpo altísimo para los padecimientos.
Desde el punto en que se encerró en el seno de María, como enseña al Apóstol,
dijo a su Eterno Padre: Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un
cuerpo a propósito. Rehusasteis, Padre mío,
los sacrificios de los hombres, pues no bastaban a satisfacer a vuestra divina
justicia por las ofensas que os hicieron, y me disteis un cuerpo cual os había pedido,
delicado, sensible y dispuestísimo para el sufrimiento; lo acepto
voluntariamente y os lo ofrezco, para que, sufriendo todos los dolores durante
mi vida y los que finalmente sufrió en la cruz, pueda aplacar así a vuestra
divina justicia y atraerme el amor de los hombres.
Y he aquí que, no bien entrado en el mundo, da comienzo a su sacrificio
y empieza a padecer, pero de modo distinto del que padecen los demás
hombres. Los niños no sufren es el seno
de sus madres, porque se hallan en su lugar natural y si en algo padecieran no
se dan cuenta de ello, por carecer del uso de razón; pero el Nino Jesús padeció
durante nueve meses la oscuridad de aquella cárcel la pena de no poder moverse,
dándose cuenta de cuanto padecía, por
eso dijo Jeremías: La mujer rodeara al varón , prediciendo que María había de
llevar en sus entrañas no ya a un niño sino a un hombre; niño, si, en cuanto a
la edad, pero hombres perfecto en cuanto al uso de la razón, porque Jesucristo,
desde el primer momento de su vida, estuvo colmado de toda sabiduría; En el
cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos. De ahí que San Bernardo dijese que Jesús, aun
no nacido, era ya hombre, no por su edad, sino por su sabiduría, y San Agustín añadía
que era inefablemente sabio y sabiamente niño.
Sale por fin, del claustro materno, pero ¿para qué? ¿Para disfrutar? No,
sino para padecer más aun, pues escogió para ello el corazón del invierno, una
gruta que servía de pesebre a los animales y en medio de la noche; y nació con
tanta pobreza, que no tuvo fuego para calentarse ni pañales que lo resguardasen
del frio. ¡Gran catedra es el pesebre! Exclama Santo Tomas de Villanueva. ¡Y
cuan bien nos enseño Jesucristo el amor a los padecimientos en la gruta de Belén!
“En el pesebre-añade Salmerón-todo aflige a la vista, todo es ingrato al oído,
todo molesto al olfato, todo áspero y duro al tacto. Todo aflige en el pesebre; todo apenas a la
vista, pues no se ven más que piedras toscas t renegridas; todo apena al oído,
pues solo se percibe gruñidos de animales; todo apena al olfato, por el hedor
del estiércol, y todo apena al tacto, porque la cuna no es más que un reducido pesebre
y por cama no hay sino pajas. Ved al
Dios niño fajado y sin poderse mover, Lo
sufre dice San Zenón- por haber venido a pagar las deudas del mundo. A lo que añade San Agustín: “¡Felices pañales,
por medio de los cuales se nos purifican las manchas de los pecados”! Vedlo temblar de frio y gemir, para darnos a
entender sus dolores; vedlo como presenta al Padre aquellas sus primeras
lagrimas para librarnos del merecido llanto eterno. Santo Tomas de Villanueva llamaba felices lágrimas
aquellas con que se borraron nuestras inquietudes. ¡Felices lagrimas que nos alcanzaron el
perdón de nuestras iniquidades!
La vida de Jesús continuo así afligida y atribulada. No bien nacido, se vio forzado a huir
desterrado y fugitivo a Egipto para librarse de las manos de Herodes. En aquel país bárbaro paso varios años de su
infancia, pobre y desconocido. Y por el
estilo fue luego la vida que, de retorno de Egipto, vivió en Nazaret, hasta
morir a manos de verdugos en una cruz en medio de un mar de dolores y de escarnios.
Es preciso comprender, además que los dolores que padeció Jesucristo en
su pasión, la flagelación, la coronación de espinas, la crucifixión, la agonía,
la muerte y todo el respeto de penas e injurias que padeció, todas las padeció
desde el principio de su vida, porque ya desde entonces tuvo presente ante los
ojos la escena funesta de todos los tormentos que había de sufrir al terminar
su mortal carrera, como lo había predicho por David: Y mi dolor esta siempre
ante mí. A los pobres enfermos se les
esconde el hierro o el fuego con los que es preciso atormentarlos para alcanzar
su curación, pero Jesucristo no quiso se le escondieran los instrumentos de su
pasión que le habían de acabar la vida para alcanzarnos la vida eterna, sino
que quiso tener siempre ante la vista los azotes, las espinas, los clavos, la
cruz, que debían sacarle toda la sangre de las venas, hasta hacerle expirar
abandonado de todo consuelo, a puros sufrimientos.
A sor Magdalena Orsini, que padecía durante mucho tiempo una grave
tribulación, se le apareció cierto día Jesús crucificado para animarla con la
memoria de su pasión, exhortándola a sobrellevar pacientemente sus cruces. La sierva de Dios le dijo: “Pero vos, Señor,
solo estuvisteis tres horas en la cruz, en tanto que yo llevo ya varios años
con este sufrimiento:”. “¡Ah ignorante- le respondió el crucificado-, yo desde
el punto en que me halle en el seno de María sufrí cuanto después había de
sufrir en el decurso de mi vida!”
“Cristo-dice Novarino llevó impresa la cruz en el seno de su Madre,
hasta el extremo de que no bien nacido, llevara sobre sus hombros su
principado” Por lo tanto, Redentor mío,
exclama Drogón de Ostia, no te hallare en toda la vida en más lugar que en la
cruz. Sí, porque la cruz en que murió
Jesucristo siempre la tuvo ante la mente para atormentarlo. Aun durmiendo, dice Belarmino el corazón De Jesús
tenia siempre ante la vista la cruz.
Pero lo que lleno de amargura la
vida de nuestro Redentor no fueron tanto los dolores de su pasión cuanto el
ofrecerse ante sus ojos los pecados que después de su muerte habían de cometer
los hombres. Estos fueron los crueles
verdugos que le hicieron vivir en continuada agonía, siempre oprimido por
tristeza tan terrible, que habría bastado para acabar en cada momento con su
vida, de puro dolor. Escribe el P. Lesio
que la sola vista de las ingratitudes de los hombres hubiera bastado para hacer
morir mil veces de dolor a Jesucristo.
Los azotes, la cruz, la muerte, no fueron ya para El objetos odiosos,
sino queridos y deseados. El mismo se ofreció
voluntariamente a sufrir. No entrego la
vida contra su voluntad, sino por propia iniciativa, como nos lo da a entender
por San Juan: Doy mi vida por las ovejas.
Más aún: este fue su mayor deseo en toda su vida, el de que llegara
pronto el tiempo de su pasión para ver acabada la obra de la redención de los
hombres, que por eso dijo en la noche que precedió a su muerte: con deseo desee
comer esta Pascua con vosotros. Y antes
de que llegara este tiempo, se diría que se consolaba repitiendo: con bautismo
tengo que ser bautizado, y ¡que angustias las mías hasta que se cumpla! Debo ser bautizado con el bautismo de mi
misma sangre, no ya para lavar mi alma, sino la de mis ovejuelas, de las lacras
de sus pecados; y ¡cuán ansioso estoy de que llegue pronto la hora de verme
agotado de su sangre y muerto en cruz!
Dice San Ambrosio que lo que más afligía al Redentor era no tanto la
muerte cuanto la dilación de nuestro rescate.
San Zenón en un sermón que compuso sobre la pasión, contempla a
Jesucristo eligiéndose el oficio de carpintero, como por tal nombre lo conocían
y llamaban: ¿No es este el carpintero? ¿No es este el hijo del carpintero? Y la
razón fue porque los carpinteros tienen siempre entre manos maderas y clavos, y
ejerciendo tal oficio parecía se deleitaba Jesús en tales objetos, ya que se
representaban mejor los clavos y la cruz en que deseaba morir.
Repitámoslo una vez más: lo que más afligió al corazón de nuestro
Redentor no fue tanto la memoria de su pación cuanto la ingratitud con que los
hombres habían de corresponder a su amor.
Esta ingratitud le hizo gemir en el establo de Belén; ¿esta le hizo
sudar sangre, entre agonías de muerte en el huerto de Getsemaní; esta le sumió
en tanta tristeza que llego a decir que ella sola bastaría para quitarle la
vida; Triste en gran manera esta mi alma hasta la muerte; y esta ingratitud,
finalmente, fue quien le hizo morir desolado y destituido de todo consuelo en
la cruz. Afirma el P. Suarez que
Jesucristo quiso más particularmente satisfacer por la pena de daño que el
hombre merecía que por la pena de sentido, por lo que fueron mucho mayores las
penas interiores del alma del señor que todas las que sufrió en su cuerpo.
II
También nosotros, por tanto, hemos
contribuido con nuestros pecados a acibarar y atribular toda la vida de nuestro
Salvador. Démosle, pues gracias por su
bondad, que nos da tiempo de remediar el mal hecho.
Y ¿cómo lo remediaremos? Sufriendo con
paciencia las penas y cruces que se digna enviarnos para nuestro bien. El mismo nos señala el modo como habremos de
sufrir pacientemente estas penas, con estas palabras: Ponme como sello sobre tu
corazón. Esculpe sobre tu corazón la
imagen de mi Crucifijo, parece decirnos; considera mi ejemplo, los dolores que sufrí
por ti, y así sufrirás todas las cruces pacientemente. Dice San Agustín que este Medico celestial
quiso enfermar para curarnos a nosotros con enfermedad como lo había
profetizado por Isaías: Y por sus verdugones se nos perdonó. Esta medicina de las penas era necesaria a
nuestras almas enfermas a causa del pecado, y Jesucristo quiso beberla primero
para que no nos repugnase tomarla nosotros, que somos los verdaderos
enfermos. De ahí se sigue, según San
Epifanio, que, para conducirnos como verdaderos discípulos de Jesucristo,
debemos darle gracias cuando nos envía cruces, y con razón, porque, tratándonos
así, nos hace semejantes a Él. Añade San
Juan Crisóstomo algo de gran consuelo: que, cuando damos gracias a Dios por los
beneficios recibidos, le damos lo que le debemos, en tanto que, al soportar por
su amor las penalidades pacientemente, entonces en cierto modo queda Dios
deudor nuestro. Si quieres amar a
Jesucristo, dice San Bernardo, aprende de El mismo como debes amarlo. Aprende a sufrirlo todo por el Dios que todo
lo sufrió por ti.
El deseo de agradar a Jesucristo y de
patentizarle su amor era el que hacía a los santos ávidos, no de honores ni de
placeres, sino de penalidades y desprecios.
Esto hacia decir al Apóstol: A mí jamás me acaezca gloriarme en otra
cosa sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Hecho el dichoso compañero de su Dios
crucificado, no ambicionaba más gloria que verse en la cruz. Esto hacia decir a Santa Teresa: “O padecer o
morir” ; como si dijese: Esposo mio, si me quieres llamar a ti con la muerte,
heme aquí, que dispuesta estoy y os doy gracias por ello; pero si me quieres
dejar el tiempo que fuere en esta vida, desconfió de mi misma si en ella estuviere
sin padecer. “O padecer o morir”; y Santa María Magdalena decía más padecer y no
morir como si dijese: Jesús mio, deseo el paraíso para amaros mejor, pero aún
deseo más padecer para compensar en parte el amor que me habéis demostrado
padeciendo tanto por mí. Y la venerable
sor María del Crucifijo, siciliana ; estaba tan enamorada del padecimiento, que
llegaba a decir: Hermoso es el paraíso, pero en el falta una cosa, el
padecimiento. Esto indujo también a San
Juan De la Cruz cuando se le apareció Jesús con la cruz a cuestas y le dijo:
Juan, pídeme lo que quieras: le indujo, repito a decirle que no quería sino
desprecios y padecimientos: “Señor, padecer y ser despreciado por vos”.
Si no tenemos el suficiente fervor para
desear y buscar el padecimiento, procuremos, al menos, aceptar con paciencia
las tribulaciones que Dios nos enviare para nuestro bien. “Donde está la paciencia se halla Dios”, dice
Tertuliano. ¿Dónde está Dios? Dadme un
alma que sufra resignada, y en ella ciertamente hallareis a Dios: Cercano está
el Señor de los que tienen el corazón contrito.
El señor se complace en estar al lado de los que se hallan atribulados;
pero ¿de qué atribulados? De los que padecen con paciencia y se resignan a la
voluntad divina. A estos les hace Dios
gustar la verdadera paz, que consiste, como dice San León, en unir nuestra
voluntad a la de Dios.
La divina voluntad, en sentir de San
Buenaventura, es como la miel, que torna dulces y amables hasta las cosas
amargas, y la razón es porque quien logra cuanto desea no tiene más que
desear. Decía San Agustín: “Solo es
feliz el que posee todo lo que desea y no desea nada malo”. De ahí que siempre este contento el que no
quiere más que lo que Dios quiere, pues el alma siempre alcanza cuanto quiere,
conformándose con lo que Dios quiere.
Y cuando Dios nos envía cruces debemos
no solamente resignarnos, sino agradecerlo, ya que es indicio de querer
perdonarnos los pecados y librarnos del infierno merecido. Quien ofendió a Dios debe ser castigado, y
por eso debemos pedirle siempre que nos castigue en esta vida y no ya en la
otra. ¡Pobre del pecador que prospera en
esta vida y no conoce castigos! Dios nos
libre de aquella compasión de que habla Isaías: Si el impío es compadecido, no
aprende justicia. No quiero esta
compasión, dice San Bernardo, porque es el más terrible de todos los
castigos. Cuando Dios no castiga al
pecador en esta vida, señal es que aguarda a castigador e la otra, donde los castigos
no tendrán fin. Dice San Lorenzo
Justiniano: “Reconoce el don del precio de tu Redentor y el peso de tu
prevaricación”. Al ver a un Dios muerto
en cruz, fuerza es considerar el excelso don que nos hizo de su sangre, para
redimirnos del infierno, y reconocer, a la vez, la malicia del pecado, que
redujo a Dios a la muerte para alcanzarnos el perdón. ¡Oh Dios eterno!, nada me espanta más que ver
a tu Hijo castigado con muerte tan dolorosa a cause del pecado, decía Drogón.
Consolémonos, por tanto cuando después
de los pecados nos veamos castigados por Dios en este mundo, porque es prueba
de que quiere usar con nosotros de misericordia en el otro. El solo pensamiento de haber disgustado a un
Dios tan bueno, si es que le amamos, es llenarnos de más consuelo, al vernos
afligidos y castigados, que si nos viéramos colmados de prosperidad y de
consuelos en esta vida. Que es lo que
San Juan Crisóstomo expone con estas palabras: “Mayor consuelo tiene el
castigado que ama a Dios, después de haber irritado su misericordia, que quien
no experimenta tales castigos. A quien
ama, prosigue el Santo, aflige más el pensar que ha llenado de amargura al
amado que el mismo castigo de su delito.
Consolémonos, pues, en los
sufrimientos, y si estos pensamientos no bastaren a controlarnos, vayamos a
Jesucristo, que Él nos consolara, como lo tiene prometido: Venid a mi todos
cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviare. Si acudimos al Señor, o nos librara de los
males que nos afligen o nos dará fuerza para sobrellevarlos pacientemente,
gracia mayor que la primera, porque las tribulaciones sobre llevadas
resignadamente, además de librarnos en esta vida de nuestras deudas, nos hacen
merecedores de mayor y eterna gloria en el paraíso.
Acudamos también, cuando nos hallemos
afligidos y desolados, a María, que se llama Madre de la Misericordia, causa de
nuestra alegría y consuelo de los afligidos.
Vayamos a esta Señora, que, como dice Lanspergio, no permite que nadie
se aparte de sus plantas sin consuelo.
San Buenaventura le dice que tiene por oficio compadecer a los
afligidos, por lo que Ricardo de San Lorenzo añade que quien la invocara la
hallara siempre presta ayudarlo. ¿Quién,
en efecto, pregunta Eutiquio, ha implorado su auxilio sin ser consolado?
Afectos y
Suplicas
Santa María Magdalena de Pazzi ordeno a
dos de sus religiosas que en los días de Navidad se quedasen a los pies del
santo Nino desempeñando el oficio que desempeñaban los animales del pesebre, es
decir, que quedasen calentando a Jesús, tiritando de frio, con sus amorosas
alabanzas, acciones de gracias y amorosos suspiros, exhalados de sus ardientes
corazones. ¡Ojala pudiera también yo,
querido Redentor mío, desempeñar tal oficio! Si te alabo, Jesús mío: alabo tu
infinita misericordia y tu infinita caridad, que te glorifica en el cielo y en
la tierra, y uno mi voz a la de los ángeles: ¡Gloria a Dios en las
alturas! Te doy gracias en nombre de
todos los hombres, pero especialmente en el mío, pobre pecador. ¿Qué sería de mí, que esperanza podría tener
de perdón y de salvación, si vos, Salvador mío, no hubierais venido del cielo a
salvarme? Os alabo, pues; os doy
gracias, os amo, os amo más, que a ninguna otra cosa, os amo más que a mí
mismo, os amo con toda el alma y me entrego completamente a vos, Recibid, santo
Nino, estos actos de amor y si son fríos, por salir de un corazón helado,
abrasad este pobre corazón que os ha ofendido, pero que ya se halla
arrepentido. Si, Señor mío: me
arrepiento sobre todo otro mal de haberos menospreciado a vos, que tanto me
amasteis. Ya no deseo más que amaros y
solo os pido esto: dadme vuestro amor y haced de mi lo que os pluguiere. Tiempo hubo en que fui miserable esclavo del
infierno, más ahora que me veo libre de aquellas miserables cadenas, me
consagro todo a vos; os consagro mi cuerpo, mis bienes, mi vida, mi alma, mi
voluntad y toda mi libertad. Ya o quiero
ser mío, sino únicamente vuestro mí, solo bien.
¡Ah! Atad a vuestros pies mi pobre corazón para que jamás se aparte de vuestra
compañía.
¡Oh María Santísima!, alcanzadme la
gracia de vivir ligado siempre con las felices cadenas del amor hacia vuestro
Hijo. Decidle que me reciba como esclavo
de s amor, que El hace cuanto vos le pedís.
Pedídselo, pedídselo por mí, que en vos espero.