SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD
DISCURSO IV
(19 de Diciembre)
EL VERBO ETERNO DE INOCENTE SE HIZO REO
Consomamini,
consolamini, popule meus, dicit Deus vester.
Consolad, consolad a mi pueblo, dice
vuestro Dios.
Antes
de la venida del Redentor todo el linaje humano gemía en la mayor aflicción y
desconsuelo; todos eran hijos de cólera y nadie había que pudiera aplacar al
Señor, justamente irritado por sus pecados. Esto hacia exclamar entre lagrimas
al profeta Isaías; he aquí que tú te
airaste, pues hemos pecado… y no hubo nadie que despertara para aferrarse a ti.
En efecto, dios había sido ofendido por el hombre, quien, no siendo más que
pobre criatura, no podía absolutamente satisfacer a la injuria hecha a una Majestad
infinita. Preciso era que un Dios satisficiese a la divina Justicia; mas este
otro Dios no existía, porque solo hay uno; por otra parte, el ofendido no puede
satisfacerse a sí mismo por la ofensa recibida, de modo que fallaba toda
esperanza de satisfacción para el género humano.
No
obstante, consolaos, consolaos, ¡oh hombres!, dice el señor por Isaías, porque
el mismo Dios ha hallado medio de salvar al hombre, concordando entre sí a la
Justicia y al la Misericordia: La justicia y la paz se besaran. Y ¿Cómo se llegara a esto? El mismo hijo de
Dios se hizo hombre, tomo la forma de pecador y, cargando con el peso de la
satisfacción por los hombres mediante las penas de su vida y padecimientos de
su muerte, satisfizo plenamente a la divina Justicia, quedando así satisfechas
la Justicia y la Misericordia.
Para
librar a los hombres de la muerte eterna, Jesucristo de inocente se hizo reo y quiso aparecer como
pecador. A tal estado lo redujo el amor que tenia a los hombres.
Considerémoslo, pero antes pidamos luces a Jesús y a María para sacar el
provecho necesario.
I
¿Qué
era Jesucristo? Era, como responde san Pablo, santo, inocente, incontaminado, y, por decirlo mejor, era la
misma santidad, la misma inocencia y la misma pureza, pues era verdadero Hijo
de Dios, verdadero Dios como el Padre y tan querido del Padre como lo patentizo
en las aguas del Jordán, afirmando que en El cifraba sus complacencias. Y ¿Qué hizo este querido Hijo para librar a los
hombres del pecado y de la muerte por él merecida? Se manifestó para quitar de en medio nuestros pecados. Presentose a
su divino padre y se ofreció a pagar por los hombres, y el Padre, como dice el
apóstol, lo envió a la tierra a revestirse de carne humana, para asemejarse al
pecador: Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en semejanza de carne de
pecado… y añade después San Pablo: y como víctima por el pecado, condeno al
pecado en la carne; y, como se explican San Juan Crisóstomo y Teodoreto, el
Padre condeno al pecado a ser privado del reinado que había adquirido sobre los
hombres, condenando a la muerte a su divino Hijo, que, aun cuando revestido de
carne inficionada por el pecado, era sin embargo, santo e inocente
Dios,
pues. Para salvar a los hombres y para que quedase a la vez satisfecha su
justicia, quiso condenar a su propio Hijo a vida trabajosa y muerte cruel.
Pero ¿será cierto esto? No solo es
cierto, sino artículo de fe, como nos lo asegura San pablo: a su propio Hijo no
perdono, antes por nosotros todos lo entrego. Que es lo que nos declara el
mismo Jesucristo: Así amo Dios al mundo, que entrego a su Hijo unigénito.
Cuenta Celio Rodigino que un tal deyotaro, padre de muchos hijos, mato
bárbaramente a todos, menos a uno, a quien amaba de modo particular y a quien
quería hacer heredero de todos sus bienes.
Dios hizo lo contrario, permitió que mataran a su Hijo predilecto, a su
unigénito, para que nosotros, viles y míseros gusanillos, alcanzáramos la
salvación. Así amo Dios al mundo, que entrego a su hijo unigénito. Consideremos
estas palabras: Así amo Dios al mundo
¿Cómo? Dignándose amar a los hombres, miserables, rebeldes e ingratos
gusanillos, y amarlos hasta el extremo de darles su unigénito, ya que, como
expone San Juan Crisóstomo, la expresión (sic)
denota la vehemencia del amor. Nos dio, pues, a su mismo divino hijo, a
quien ama como a sí mismo. No nos dio un criado, ni un ángel, ni un arcángel,
sino a su Hijo, añade el propio doctor. Entrego a su hijo; pero ¿Cómo lo
entrego? Humillado, pobre, despreciado, puesto en manos de sayones, para morir
avergonzado en infame patíbulo. ¡Oh gracia, oh fuerza del amor de un Dios!
-exclama al llegar a este punto San Bernardo-. Y ¿Quién
no se enternecería si supiese que un monarca, para libertar a un esclavo
suyo, obligase a morir a su único hijo, a quien amaba con amor de padre y amaba
como a si mismo se pudiera amar? San Juan Crisóstomo llega a preguntarse: Si
dios no lo hubiera hecho, ¿Quién habría podido pensarlo ni esperarlo?
Pero,
señor, ¿no parece algo a modo de injusticia condenar a muerte a vuestro inocente
Hijo para salvar al esclavo que os ofendió? Según la razón humana, dice
Salviano, se tendría ciertamente por injusto el condenar a muerte a un hijo
inocente para libertar a indignos esclavos de la muerte merecida por sus
crímenes. Mas por parte de Dios no ha habido injusticia alguna, porque el mismo
Hijo se ofreció al Padre para satisfacer por los hombres, como lo atestigua
Isaías: fue maltratado, mas él se doblego. He aquí, pues, a Jesús que se inmola
voluntariamente por nosotros como victima de amor; vedle semejante al
corderillo en manos de quien lo esquila, continua el profeta, dispuesto, si
bien inocente, a sufrir por parte de los hombres toda suerte de desprecios y
tormentos, sin desplegar los labios: cual oveja ante sus esquiladores enmudecida,
y no abre su boca. Ved, finalmente, a nuestro amable Redentor que, para
salvarnos, quiso padecer la muerte y las penas que habíamos merecido: Nuestros
sufrimientos el los ha llevado, nuestros dolores el los cargo sobre si. San
Gregorio Nacianceno dice que no rehusó padecer como culpado, con tal de que los
hombres alcanzasen su salvación.
¿Quién
hizo, ni podrá jamás hacer, otro tanto?, exclama San Bernardo. ¿Cuál fue la
razón de este inmenso prodigio? ¡Un dios morir por su criatura! Nada más que el
amor que Dios tiene a los hombres. Al
contemplar el santo como nuestro amable salvador fué preso por los soldados en
el huerto de Getsemaní, como refiere san Juan: y le ataron le pregunta: ¿Qué tenéis
vos que ver con las cuerdas? Señor mío, pregunta, yo os miro atado como reo por
esta canalla, que os conduce injustamente a la muerte; pero ¿Qué tienen que ver con vos las cuerdas y las
cadenas? Estas estarán bien en los malhechores, pero no en vos, que sois
inocente, hijo de Dios, la misma inocencia, la santidad. San Lorenzo Justiniano
responde que Jesucristo fue conducido a la
muerte no con los cordeles con que le ataron los soldados, sino por el
amor que tenia a los hombre, por lo que exclama: ¡oh caridad, cuan fuertes son
tus lazo, que has podido atar a toda un Dios! Y san Bernardo, considerando la
injusta sentencia de Pilatos condenando a Jesús a la cruz, después de haberos
declarado inocente, prorrumpe en llanto, diciendo a este: ¡ah, Señor mío, oigo
que el inicuo juez os condena a muerte de cruz! ¿Qué mal habéis cometido? ¿Qué
delito para merecer muerte tan penosa e infame? Y a continuación responde: ya
comprendo, Jesús mío, el delito que cometisteis, que no es otro que el sobrado
amor que tuvisteis a los hombres. Si; este amor os condena a morir, y no ya Pilatos,
ya que habéis querido morir para pagar la pena merecida por los hombres.
Al
aproximarse el tiempo de la pasión de nuestro redentor, rogaba al Padre se
dignase glorificarlo, admitiendo el sacrifico
de su vida: Y ahora glorifícame tú, Padre.
Asombrado San Juan Crisóstomo, pregunta al oír tales palabras: « ¿Qué decís,
señor?» Y « ¿a esto llamáis gloria?» Una
pasión y una muerte, acompañada de tantos dolores y desprecios, ¿se puede
llamar gloria vuestra? Y le parece oír a Jesús, que responde: «Sí; es tanto el
amor que profeso a los hombres, que hasta, me hacen estimar como gloria propia
padecer y morir por ellos».
II
Decid a los tímidos de corazón: ¡Esforzaos y
no temáis! He aquí qué vuestro Dios traerá venganza, expiación de Dios. El
vendrá y os redimirá. Dejad, pues, de temer, nos dice el profeta: no desconfiéis,
pobres pecadores. ¿Cómo temeréis no ser perdonados, si vino del cielo el Hijo
de Dios para perdonar, si Él mismo hizo a Dios el sacrificio de su vida en compensación de la justa reparación debida
por nuestros pecados? Si tú, con tus obras, no puedes aplacar a un dios
ofendido, aquí tienes quien lo aplaca, este Niño que ahora ves recostado en la
paja, temblando de frio, gimiendo y con sus lagrimas aplacando al Padre. Ya no
tienes motivo para estar triste, dice San León, por la sentencia de muerte
dictada contra ti, pues te acaba de nacer la Vida. Este día tiene que consolar
a los pecadores penitentes, expone San Agustín. Si no puedes tributar a la
divina justicia debida satisfacción, aquí tienes a Jesús haciendo penitencia por
ti; comenzó a hacerla en la gruta, la prosiguió durante toda su vida y la
termino en la cruz, en la que, según San Palo, clavó el decreto de nuestra condenación,
cancelándolo con su sangre. Y el mismo Apóstol añade que Jesucristo, al morir
por nosotros, se hizo nuestra justicia, borrando nuestros pecados, añade San
Bernardo. En afecto, al aceptar Dios por nosotros los sufrimientos y muerte de
Jesucristo se obligo en justicia a perdonarnos. El inocente se hizo victima por nuestros
pecados, para que por sus meritos se nos concediese después, de justicia, el
perdón. Que por eso David pedía a Dios se dignase salvarlo, no solo por su
misericordia sino también por su justicia.
Dios
siempre tuvo extremado deseo de salvar a los pecadores, y este deseo le hacía
ir tras ellos gritando: recordad esto y afirmaos; parad mientes en ello,
pecadores. Pecadores, entrad en vosotros mismos, pensad en los beneficios de mi
recibidos, en el amor que os he tenido, y no me ofendáis mas. Volveos a mí,
dice Yahveh Sebaot, y yo me volveré a vosotros. ¿Por que queréis morir, oh casa de Israel? Arrepentíos,
pues, y viviréis. Hijos míos, ¿Por qué queréis perderos y condenaros a muerte
eterna? Volved a mí y viviréis. Su infinita misericordia lo hizo bajar del
cielo a la tierra para librarnos de la muerte. Pensemos en lo que dice San
Pablo: Antes que Dios se hiciese hombre, conservaba su misericordia hacia
nosotros; pero no podía tener compasión de nuestras miserias, porque la
compasión implica pena y Dios no es capaz de ella. Por eso dice el apóstol que
el Verbo eterno, para tener compasión de nosotros, quiso hacerse hombre pasible
y semejante a los hombres, para que así no
solo pudiera salvarnos, sino también compadecernos. Pues no tenemos un
pontífice incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, antes bien probado en
todo a semejanza nuestra excluido el pecado. Y en otro pasaje dice: Debió en
todo ser asemejado a sus hermanos, para ser compasivo y fiel pontífice en las
cosas que miran a Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo.
¡Oh,
y cuán grande es la compasión que tiene Jesucristo de los pobres pecadores!
Ella la hace decir que El es el pastor que va en busca de la ovejuela perdida y
que, al encontrarla, lo celebra diciendo: Dadme el parabién, porque halle mi
oveja perdida, y, en hallándola, pónesela sobre los hombros, y la estrecha, por
temor de volverla a perder. Su compasión le hizo decir que era el padre amoroso
que, cuando vuelve a sus pies algún hijo prodigo, no lo rechaza, sino que lo
abraza, lo besa y casi desfallece por el gran consuelo y ternura que siente al
ver su arrepentimiento. Ella le hizo exclamar: Mira que estoy a la puerta y doy
aldabadas; es decir, que aun cuando nuestra alma lo arroje de si por el pecado,
no la abandona, sino que a la puerta del corazón prosigue su llamada con nuevas
inspiraciones. Ella le hizo decir a los discípulos que con indiscreto celo reclamaban venganza contra
quienes no habían querido recibirlo: No sabéis a que espíritu pertenecéis.
¿Conque veis la extremada compasión que tengo para con los pecadores, y aun me
pedís venganza? Retiraos, porque vuestro espíritu no es conforme al mío. Esta
compasión, finalmente, le hizo decir: Venid a mi todos cuantos andáis fatigados
y agobiados, y yo os aliviare. Y, realmente, ¡con cuanta ternura perdono este amable Redentor a
la Magdalena luego que reconoció sus faltas, haciéndola tan gran santa! ¡Con
que ternura perdono al paralitico,
dándole a la vez la salud del cuerpo! ¡Con que ternura, especialmente,
trato a la mujer adultera! Presentáronle los sacerdotes a esta pecadora para
que la condenase, pero Jesús se contento con responder a la pecadora: Tampoco
yo te condeno, como si hubiese querido decir: Nadie de cuantos te trajeron aquí
te ha condenado, y ¿Cómo te voy a condenar yo, que he venido a salvar a los
pecadores? Anda y desde ahora no peques más.
¡Ah!
No temamos a Jesucristo; temamos solo nuestra obstinación, si, después de haberlo
ofendido, no queremos escuchar su voz, que nos llama al perdón. ¿Quién será el
que condene?, dice el Apóstol. Cristo Jesús, el que murió -o más bien el que resucito-, es quien
asimismo esta a la diestra de Dios y quien además intercede por nosotros. Si
queremos permanecer obstinados, Jesucristo se verá obligado a condenarnos;
pero, si nos arrepentimos del mal hecho, ¿Qué habremos de temer de Él? ¿Quién
te ha de condenar? ¿Tal vez (dice San Pablo) el mismo Redentor, que murió para
no tener que condenarte? ¿El mismo que, para perdonarte a ti, no quiso
perdonarse a si? Para redimir al siervo,
no se perdono a sí mismo, dice San Bernardo.
Vete,
pues, pecador, vete al establo de Belén y agradece al Niño Jesús, que por ti tiembla
de frio en la gruta y por ti gime y llora en la paja; agradece a este divino
Redentor, que bajo del cielo para llamarte y salvarte. Si deseas conseguir
perdón, mira que te está esperando en aquel pesebre para perdonarte. Vete allí
y alcanzaras perdón, y luego no te olvides del amor que te manifestó
Jesucristo: No olvides los favores de quien te dio fianza. No te olvides, dice
el profeta, esta gracia que te ha hecho saliendo fiador de tus deudas para con
Dios y cargando con el castigo que tenias merecido; no lo olvides y amale. Y sábete
que, si le amares, no serán parte los pecados para impedir que recibas de Dios
las gracias más grandes y más especiales que reserva para las almas más
predilectas: Dios coordena en acción al bien de los que le aman. También los
pecados cometidos sirve de provecho al pecador que los detesta y lamenta,
porque contribuirá a tornarlo más humilde y más agradecido a Dios, al
considerar que con tanto amor lo ha acogido: Habrá en el cielo más gozo por un
solo pecador penitente que no por noventa y nueve justos.
Y
¿Cuál será el pecador que alegra más al cielo que la buena conducta de tantos
justos a la vez? El que, agradecido a la divina bondad, se entrega con todo
fervor al amor divino, como lo hicieron un San Pablo, una Santa Magdalena una
Santa María Egipciaca, un San Agustín, una Santa Margarita de Cortona. A esta
Santa, que había sido muchos años insigne pecadora, Dios le enseño el puesto
que tenía reservado en el cielo, en medio de los serafines, y entre tanto la
regalaba en vida con multitud de favores, por lo que, al verse tan favorecida,
dijo cierto día al Señor: Y ¿de dónde a mi tantas gracias? ¿Os olvidasteis ya
de las ofensas que os he hecho? Y Dios le respondió: Y ¿no sabes, como ya te he
dicho, que, cuando un alma se arrepiente de sus culpas, yo me olvido de todas
las injurias recibidas? Esto es lo que indico por el profeta: Si el impío se
convierte de todos sus pecados…, ninguno de los pecados que cometió le será
recordado.
Concluyamos.
Por tanto, los pecados cometidos no nos impiden ser santos. Dios nos ofrece al
punto su poderoso auxilio, si lo deseamos y pedimos. ¿Qué falta, pues? Que nos
entreguemos del todo a Dios y le consagremos, a menos, los dias que nos
restaren de vida. ¡Manos a la obra! ¿A que esperar? Si no adelantamos, no es por culpa de Dios,
sino por nuestra culpa. Cuidemos de que estas misericordias y amorosas llamadas
no se nos truequen en remordimiento y desesperación en la hora de la muerte,
cuando no haya tiempo de repararlo y llegue la noche: Viene la noche en que
nadie puede trabajar.
Encomendémonos
a María Santísima, que se gloria, en sentir de San Germán, de trocar en santos
a los mas perdidos pecadores, alcanzándoles no solo la gracia ordinaria, sino
la de una eximia conversión. La razón de que pueda hacerlo, es que pide como
Madre. Y ella misma nos anima, como la hace hablar la santa Iglesia: Riquezas y
gloria me acompañan… para repartir bienes a mis amigos. Venid a mi todos,
porque en mi hallareis toda esperanza de salvación y de salvación como santos.
Afectos y
suplicas
¡Oh Redentor y Dios mío!, ¿quién soy yo para
que tanto me hayáis amado y continuéis amándome? ¿Qué habéis recibido de mí,
que a tanto amor os ha forzado, sino desprecios y disgustos, que habían de
obligaros a abandonarme y arrojarme para siempre de vuestra presencia? Pero, Señor,
acepto cualquier castigo, excepto este, porque si vos me abandonáis y priváis
de vuestra gracia, no podre volver a amaros. No rehuyó el castigo, sino que
quiero amaros, y amaros con todas mis fuerzas. Quiero amaros como está obligado
un miserable pecador que, al cabo de favores tan especiales y tantas muestras
de amor recibidas, os ha renunciado a vuestra gracia y vuestro amor.
Perdonadme, amado Niño mío, que ya me arrepiento con todo mi corazón de cuantos
disgustos os he dado. Pero sabed que no me contento con el simple perdón;
quiero, además, la gracia de amaros siempre mas y mas; quiero compensar, en
cuanto pueda, con mi amor la ingratitud con que os traté en lo pasado. El alma
inocente os ama como inocente, agradeciéndoos haberla preservado de la muerte
del pecado. Yo he de amaros como pecador, es decir, antiguo rebelde, como
tantas veces condenado al infierno, merecido por mis culpas, y como otras
tantas agraciado por vos, puesto en estado de salvación y enriquecido con
luces, auxilios e inspiraciones para mi santificación. ¡Oh redentor y mil veces
Redentor!, mi alma esta prendada de vos y os ama. Demasiado me amasteis, y,
vencido de vuestro amor, no he podido resistir ya a tanta fineza, rindiéndome
por fin a depositar en vos todo mi amor. Os amo, pues, Bondad infinita; os amo,
Dios amabilísimo. Aumentad siempre y cada vez más en mi vuestras llamas y
saetas. Por vuestra gloria, haced que os ame mucho corazón que tanto os
ofendió.
¡Madre
mía, María!, vos, que sois la esperanza y el refugio de los pecadores, ayudad a
un pecador que quiere agradar a Dios, ayudadme a amarlo, y a amarlo mucho.
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