"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

lunes, 14 de noviembre de 2011

DE LOS PECADOS QUE SE HAN DE EVITAR SUS RAIZES Y CONSECUENCIAS

Así es como la vanagloria engendra desobediencia, jactancia, hipocresía, disputas, discordia, afán de novedades, pertinacia. La pereza espiritual conduce al disgusto de las cosas espirituales y del trabajo en la santificación, en razón del esfuerzo que exige y engendra la malicia, el rencor o amargura hacia el prójimo, la pusilanimidad ante el deber, el desaliento, la ceguera espiritual, el olvido de los preceptos, el buscar cosas prohibidas. Asimismo la envidia o desagrado voluntario del bien ajeno, como si fuese un mal para nosotros, engendra el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría del mal ajeno y la tristeza por sus triunfos.
La gula y la sensualidad engendran a su vez otros vicios y pueden conducir a la ceguera espiritual, al endurecimiento del corazón, al apego de la vida presente hasta perder la esperanza de la eterna, y al amor de sí propio hasta el odio de Dios, y a la impenitencia final.
Los pecados capitales con frecuencia son mortales. Pueden existir de una manera muy vulgar y baja, como en muchas almas en pecado mortal, o bien pueden existir también, como lo nota San Juan de la Cruz, en un alma en estado de gracia como otras tantas desviaciones de la vida espiritual. Por eso se habla a veces de la soberbia espiritual, de la gula espiritual, de la sensualidad y de la pereza espiritual. La soberbia espiritual inclina, por ejemplo, a huir de aquellos que nos dirigen reproches, aun cuando tengan autoridad para ello y nos los dirijan justamente; también puede llevarnos a guardarles cierto rencor en nuestro corazón. Cuanto a la gula espiritual, podría hacernos desear consuelos sensibles en la piedad, hasta el punto de buscarnos en ella más a nosotros que al mismo Dios. Es, con el orgullo espiritual, el origen del falso misticismo. Felizmente, a diferencia de las virtudes, estos vicios no son conexos, es decir, se pueden poseer los unos sin los otros, y muchos son hasta contrarios: así, no es posible ser avaro y pródigo al mismo tiempo.
La enumeración de todos estos tristes frutos del desbordado amor de sí mismo debe llevarnos a hacer un serio examen de conciencia y nos enseña, además, que el terreno de la mortificación es muy extenso, si queremos vivir profunda vida cristiana.
El examen de conciencia, lejos de apartarnos del pensamiento de Dios, nos vuelve a Él. Y aún es preciso pedirle su luz para ver un poco el alma como Dios mismo la ve, para ver el día o la semana que han pasado, como si los viéramos escritos en el libro de la vida, como los veremos el día del último juicio. Por esto hemos de repasar cada noche, con humildad y contrición, las faltas cometidas de pensamiento, palabra, acción y omisión. En el examen se ha de evitar la minuciosa investigación de las más pequeñas faltas, tomadas en su materialidad, pues semejante esfuerzo podría hacernos caer en los escrúpulos y olvidar cosas más importantes. Se trata menos de hacer una completa enumeración de las faltas veniales que de investigar y acusar sinceramente el principio de donde generalmente proceden en nosotros.
El alma no debe detenerse demasiado en la consideración de si misma, dejando de mirar a Dios. Debe, por el contrario, preguntarse, dirigiendo su mirada a Dios: ¿cómo juzgará Dios este día o semana que ahora termina? ¿Ha sido mío o de Dios este día? ¿Lo he buscado a Él o me he buscado a mí? Así, sin turbación, el alma ha de juzgarse desde un plano elevado, a la luz de los divinos preceptos, tal como se juzgará en el último día. Pero como dice Santa Catalina de Siena, no separemos la consideración de nuestras faltas del pensamiento de la infinita misericordia. Miremos nuestra fragilidad y miseria a la luz de la infinita bondad de Dios que nos levanta. El examen, hecho de este modo, lejos de desalentarnos, aumentará nuestra confianza en Dios.
La vista de nuestros pecados nos hace así comprender, por contraste, el valor de la virtud. Lo que mejor nos hace comprender cuánto vale la justicia, es el dolor que la injusticia nos produce. Es preciso que la vista de la injusticia que cometimos y el pesar de haberla cometido hagan nacer en nosotros el
"hambre y sed de justicia". Es necesario que la fealdad de la sensualidad nos revele, por contraste, la hermosura de la pureza que el desorden de la ira y de la envidia nos haga comprender el alto valor de la mansedumbre y de la caridad; que las aberraciones de la soberbia nos ilustren acerca de la alta sabiduría de la humildad.
Pidamos a Dios que nos inspire un santo aborrecimiento del pecado que nos separa de la divina bondad, de la que tantos beneficios hemos recibido y hemos de esperar para lo venidero. Ese santo odio del pecado no es, en cierto modo, sino el reverso del amor de Dios. Es imposible amar profundamente la verdad sin detestar la mentira; amar de corazón el bien, y el soberano Bien que es Dios, sin que a la vez detestemos lo que nos separa de Dios.
La manera de evitar la soberbia es pensar con frecuencia en las humillaciones del Salvador y pedir a Dios la virtud de la humildad. Para reprimir la envida, hemos de rogar por el prójimo, deseándole el mismo bien que para nosotros deseamos. Aprendamos igualmente a reprimir los movimientos de ira, alejándonos de los objetos que la provocan, y obrando y hablando con dulzura. Esta mortificación es absolutamente indispensable. Pensemos que tenernos que salvar nuestra alma y que en nuestro derredor hay mucho bien que hacer, sobre todo en el orden espiritual. No echemos en olvido que debemos trabajar por el bien eterno de los demás y emplear, para conseguirlo, los medios que el Salvador nos enseñó: la muerte progresiva al pecado, mediante el progreso en las virtudes y sobre todo en el amor de Dios.

REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, O.P. (Tomado de "Las tres edades de la vida interior")

jueves, 8 de septiembre de 2011

Intimidad Divina P. Gabriel de Sta. M. Magdalena, O.C.D.






LA NATIVIDAD DE MARIA SANTISIMA

8 De Septiembre

Presencia de Dios.— ¡Oh María, Madre mía!

Enseñame a vivir escondido contigo

a la sombra de Dios.

PUNTO PRIMERO. — La liturgia celebra con entusiasmo el nacimiento de María y hace de él una de las fiestas más populares de la devoción mariana. «Tu natividad, oh Virgen Madre de Dios —canta hoy el Oficio—, anuncio la alegría al mundo entero; porque de ti salió el Sol de justicia, Cristo nuestro Dios». La natividad de María es el preludio de la natividad de Jesús, porque precisamente en aquella tiene su primer principio la realización del gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre para salvación de la humanidad. ¿Cómo podría pasar inadvertido al corazón de los redimidos el día natal de la Madre de Redentor? La Madre preanuncia al Hijo, dice que el Hijo está para venir, que las promesas divinas, vaticinadas desde siglos, están para cumplirse. El nacimiento de María es la aurora de nuestra redención; su aparición proyecta una luz nueva sobre toda la humanidad: luz de inocencia, de pureza, de gracia, anticipo esplendoroso de la gran luz que inundara la tierra cuando aparezca Cristo, lux mundi. María, preservada del pecado en previsión de los meritos de Cristo, no solo anuncia que la Redención esta cerca, sino que trae consigo las primicias, como primera redimida por su Hijo divino. Por Ella, toda pura y toda llena de gracia, la Santísima Trinidad dirige finalmente a la tierra una mirada de complacencia, porque encuentra finalmente en ella una criatura en que puede reflejar su belleza infinita.

Después del nacimiento de Jesús, ningún nacimiento ha sido tan importante a los ojos de Dios, ni tan importante para el bien de la humanidad, como el de María. Y sin embargo, ese nacimiento permanece en completa oscuridad; nada dicen de él las Sagradas Escrituras, y cuando buscamos en el Evangelio la genealogía de Jesús, encontramos tan sólo la que se refiere a José, mientras que, si exceptuamos la alusión a su descendencia de David, nada explicito encontramos sobre el árbol genealógico de María. Los orígenes de la Virgen se ocultan en el silencio, como oculta en el silencio fue toda su vida. La natividad de María nos habla de humildad: cuanto más queremos crecer a los ojos de Dios, más nos hemos de esconder a los de las criaturas; cuanto más grandes cosas queramos hacer por Dios, en mayor silencio y retiro hemos de trabajar.

"Cuando en el mar de este mundo me siento juguete de las borrascas y tempestades, tengo los ojos fijos en ti, Oh María fúlgida estrella, para no ser sumergido por las olas".

“Cuando se levantan los vientos de las tentaciones, cuando encallo en la escollera de las tribulaciones. Pongo en ti mis ojos y te invoco, oh María. Cuando me agitan las olas de la soberbia, de la ambición, de la maledicencia y de al envidia, pongo en ti mis ojos y te invoco, oh María. Cuando la cólera o la avaricia o las seducciones de la carne azotan la frágil barquilla de mi alma, siempre miro a ti, oh María. Y si, turbado por la enormidad de las culpas, confundido por la fealdad de mí conciencia, aterrado por la severidad del juicio. Me sintiese arrastrado al vórtice de la tristeza, al abismo de la desesperación, elevaría aun a ti los ojos, invocándote siempre, oh María” (San Bernardo)

PUNTO SEGUNDO. — En el Evangelio la figura de María esta casi completamente oscurecida por la de su divino Hijo. Los evangelistas nos dicen de ella lo impresendible para presentar a la Madre del Redentor; y en efecto, entra en escena solo cuando se inicia la narración de la encarnación del Verbo. La vida de María se confunde, se pierde en la de Jesús; María vivió verdaderamente escondida con Cristo en Dios. Y notemos que vivió en la oscuridad no solo durante los años de su infancia, sino también en los días de su maternidad divina, hasta en los momentos de triunfo de su Hijo, hasta cuando una mujer entusiasmada por las maravillas que Jesús realizaba, alzo sus voz en medio de la turba, gritando: «¡Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que mamaste!» (Lc. 11,27). Sea, pues, para nosotros la solemnidad mariana que hoy celebramos una invitación a la vida escondida, a escondernos con María en Cristo y con Cristo en Dios. Muchas veces es Dios mismo el que, a través de las circunstancias o de las disposiciones de los superiores, se encarga de hacernos vivir en la oscuridad; debemos entonces estarle muy agradecidos y valernos de estas ocasiones para progresar cada vez más en la práctica de la humildad y de la vida oculta. Otras veces, por el contrario, el Señor nos puede confiar misiones, oficios, obras de apostolado que nos pongan en el candelero; pues bien, en tales circunstancias, igualmente debemos procurar desaparecer lo más posible. No debemos negarnos a obrar, pero tenemos que obrar de forma que sepamos eclipsarnos apenas nuestra palabra deje de se estrictamente necesaria para el feliz éxito de las obras a nosotros encomendadas. Todo lo demás: las alabanzas, los aplausos, la relación de los triunfos o la apología de los fracasos, no nos debe interesar; frente a todo esto nuestra táctica debe ser la de retirarnos con santa naturalidad. Un alma de vida interior debe abrigar el ansia de esconderse lo más que pueda bajo la sombra de Dios, porque, si algo bueno ha podido hacer, está convencida de que todo sido obra de Dios y por eso procura con premurosa delicadeza que todo redunde únicamente en gloria suya.

Que la vida humilde y escondida de María sea el modelo de la nuestra, y, si para emularía tenemos que luchar contra las tendencias siempre renacientes del orgullo, recurramos confiados a sus ayuda materna y María nos hará triunfar de toda suerte de vanagloria.

“En los peligros, en las angustias, en las perplejidades siempre pensaren ti, Oh María, siempre te invocare, No te apartes, Oh María, de mi boca, no te apartes de mi corazón; para obtener el apoyo de tus plegarias, haz que no pierda nunca de vista los ejemplos de tu vida. Siguiéndote, oh María, no me extravió, pensando en ti no yerro, si Tú me sostienes no caigo, si Tú me proteges no tengo que temer, si Tú me acompañas no me fatigo, si Tú eres propicia llegare al termino” (San Bernardo)

jueves, 18 de agosto de 2011

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE


Capítulo 2: Todo acaba con la muerte

Finís venit; venit finís. El fin llega; llega el fin. Ez., 7.

PUNTO 1
Llaman los mundanos feliz solamente a quien goza de los bienes de este mundo, honras, placeres y riquezas. Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal. ¿Qué es vuestra vida? Es un vapor que aparece por un poco (Stg., 4, 15).

Los vapores que la tierra exhala, si acaso, se alzan por el aire, y la luz del sol los dora con sus rayos, tal vez forman vistosísimas apariencias; mas, ¿cuánto dura su brillante aspecto?... Sopla una ráfaga de viento, y todo desaparece. .. Aquel prepotente, hoy tan alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando haya muerto, será despreciado, hollado y maldito. Con la muerte hemos de dejarlo todo.

El hermano del gran siervo de Dios Tomás de Kempis preciábase de haberse edificado una muy bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave defecto. «¿Cuál es?»—le preguntó aquél—. «El defecto—respon¬dió el amigo—-es que habéis hecho en ella una puerta.» «¡Cómo!—dijo el dueño de la casa—, ¿la puerta es un defecto?» «Sí—replicó el otro—, porque por esa puerta tendréis algún día que salir, ya muerto, dejando así la casa y todas vuestras cosas.»

La muerte, en suma, despoja al hombre de todos los bienes de este mundo... ¡Qué espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un príncipe, que jamás volverá a entrar en él, y considerar que otros toman posesión de los muebles, tesoros y demás bienes del difunto!

Los servidores le dejan en la sepultura con un vestido que apenas basta para cubrirle el cuerpo. No hay ya quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su postrera voluntad.

Saladino, que conquistó en Asia muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando llevasen su cuerpo a enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza la túnica interior del muerto, y exclamando: «Ved aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro.»

Puesto en la fosa el cadáver del príncipe, deshácense sus carnes, y no queda en los restos mortales señal algu¬na que los distinga de los demás. Contempla los sepulcros—dice San Basilio—, y no podrás distinguir quién fue el siervo ni quién el señor.

En presencia de Alejandro Magno, mostrábase Diógenes un día buscando muy solícito alguna cosa entre varios huesos humanos. «¿Qué buscas?»—preguntó Alejandro con curiosidad—. «Estoy buscando—respondió Dióge-nes—el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no puedo distinguirle. Muéstramelo tú, si sabes hallarle.»

Desiguales nacen los hombres en el mundo, pero la muerte los iguala (1), dice Séneca. Y Horacio decía que la muerte iguala los cetros y las azadas (2). En suma, cuando viene la muerte, finís venit, todo se acaba y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada llevamos a la tumba.
(1) Impares náscimur, pares mórimur.
(2) Sceptra ligónibus aequat.

AFECTOS Y SÚPLICAS
Señor, ya que dais luz para conocer que cuanto el mundo estima es humo y demencia, dadme fuerza para desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate. ¡ Infeliz de mí, que tantas veces, por míseros placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el bien infinito!...

¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y como me arre¬piento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Sal¬mo 40, 5).

Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez., 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males...

Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia... ¿De qué me ser¬virían sin ella todos los bienes del mundo?

Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza. . . El infierno no dejará de tentarme : mil asaltos pre¬para para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado, redimido y amado sin límites... Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero amar.

PUNTO 2
Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto real con que se cubría, mostró le el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo :
Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo... Bien dice Teodoreto que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De sue¬te que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho mortuorio (Sal. 48, 18).

Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo: «El que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro.

Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza? (Ecli., 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios (Sal¬mo 145, 4).

¡Cuan preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡ Cuánto más dichosa la muerte de San Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de Dios!
Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno... Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?

Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no lo hallarán (Jn., 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt., 32, 35).

Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y deja e vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, tratase en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas...

¿Cómo es posible qué, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!... ¡En qué miserable estado se hallaba entonces mi alma!... ¡ La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia...
Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este temor hasta que vengáis a juzgarme?... Con todo el dolor que siento por haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.

Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co., 16, 10). Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.

Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez., 33, 11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os buscó y os quiero y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido...
¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!

PUNTO 3
A la felicidad de la vida presente llamaba David (Salmo 72, 20) un sueño de quien despierta, y comentando estas palabras, escribe un autor: «Los bienes de este mundo parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como el sueño, que pronto desaparece.»

La idea de que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la resolución de entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo de acompañar hasta Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los acompañantes huyeron.

Mas San Francisco, alumbrado por divina luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver la vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquélla su emperatriz Isabel, ante la cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla. Preguntábase qué se habían hecho de tanta majestad y tanta belleza.

Así, pues, díjose a sí mismo: « ¡.En esto acaban las grandezas y coronas del mundo!... ¡No más servir a señor que se me pueda morir!...» Y desde aquel momento se consagró enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él moría su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de Jesús.

Con verdad un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitantí vilescunt omnia .. Al que en esto piensa todo le parece vil... Quien medita en la muerte no puede amar la tierra... ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo? Porque no piensan en la muerte...

¡Míseros hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis del corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? Lo que sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo propio os ha de suceder. Entrégate, pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo que hoy puede hacer (Ecc., 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el de mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.

Procura sin demora desasirte de lo que te aleja o pueda alejarte de Dios. Dejemos pronto con el afecto estos bienes de la tierra, antes que la muerte por fuerza nos los arrebate. ¡ Bienaventurados los que al morir están ya muertos a los afectos terrenales! (Ap., 14, 13). No temen éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con alegría, porque en vez de apartarlos de los bienes que aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les hará para siempre felices.

AFECTOS Y SÚPLICAS
Mucho os agradezco, amado Redentor mío, que me ha¬yáis esperado. ¡Qué hubiera sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan alejado me hallaba de Vos! ¡ Benditas sean para siempre vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis tratado!...

Os doy fervientes gracias por los dones y luces con que me habéis enriquecido... Entonces no os amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el alma, y mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita bondad. Atorméntame ese dolor: ¡ dulce tormentó, que me trae la esperanza de que me hayáis perdonado! ¡Ojalá hubiera muerto mil veces, dulcísimo Salvador mío, antes de haberos ofendido!... Me estremece el temor de que en lo futuro pudiera volver a ofenderos. ..

¡ Ah, Señor ! Enviadme la muerte más dolorosa que hubiere antes de que otra vez pierda vuestra gracia.

Esclavo fui del infierno; ahora vuestro siervo soy, ¡oh Dios de mi alma!... Dijisteis que amaríais a quien os amase... Pues yo os amo; soy vuestro y Vos sois mío... Y como pudiera perderos en lo por venir, sólo os pido la gracia de que me hagáis morir antes que de nuevo os pierda... Y si tantos beneficios me habéis dado sin que yo los pidiera, no puedo temer me neguéis este que os pido ahora. No permitáis, pues, que os pierda. Concededme vuestro amor, y nada más deseo...

i María, esperanza mía, interceded por mi!

martes, 12 de julio de 2011

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

CONSIDERACIÓN PRIMERA




Retrato de un hombre que acaba de morir

Polvo eres y en polvo te convertirás

Gn. 3, 19

PUNTO 1

Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11). A todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).

Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver, tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo... ¡Tiembla y palidece quien lo ve!... ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!

Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse... Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable. Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no inficione toda la casa... Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.

¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!... Poco ha, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura... Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).

Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístanse algunos, porque la vida del que murió les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil.

Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor. En las visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga: “¡Por caridad, no me lo nombréis más!”

Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran. Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos... Y tu alma, ¿dónde estará entonces?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Gracias mil os doy, oh Jesús y Redentor mío, porque no habéis querido que muriese cuando estaba en desgracia vuestra! ¡Cuántos años ha que merecía estar en el infierno!... Si hubiera muerto en aquel día, en aquella noche, ¿qué habría sido de mí por toda la eternidad?... ¡Señor!, os doy fervientes gracias por tal beneficio.

Acepto mi muerte en satisfacción de mis pecados, y la acepto tal y como os plazca enviármela. Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un poco todavía. Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he hecho, antes que llegue el día en que habéis de juzgarme (Jb. 10, 20).

No quiero resistir más tiempo a vuestra voz... ¡Quién sabe si estas palabras que acabo de leer son para mí vuestro último llamamiento! Confieso que no merezco misericordia. ¡Tantas veces me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a ofenderos! ¡Señor, ya que no sabéis desechar ningún corazón que se humilla y arrepiente, ved aquí al traidor que, arrepentido, a Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia (Sal. 50, 13).

Vos mismo habéis dicho: Al que viniere a mí no le desecharé. Verdad es que os he ofendido más que nadie, porque más que a nadie me habéis favorecido con vuestra luz y gracia. Pero la sangre que por mí habéis derramado me da ánimos y esperanza de alcanzar perdón si de veras me arrepiento... Sí, bien sumo de mi alma; me arrepiento de todo corazón de haberos despreciado.

Perdonadme y concededme la gracia de amaros en lo sucesivo. Basta ya de ofenderos. No quiero, Jesús mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero sólo invertirle en llorar siempre las ofensas que os hice, y en amaros con todo mi corazón. ¡Oh Dios, digno de amor infinito!... ¡Oh María, mi esperanza, rogad a Jesús por mí!

PUNTO 2

Mas para ver mejor lo que eres, cristiano –dice San Juan Crisóstomo–, ve a un sepulcro, contempla el polvo, la ceniza y los gusanos, y llora. Observa cómo aquel cadáver va poniéndose lívido, y después negro. Aparece luego en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante, de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda, que cae por la tierra.

Nacen en tal podredumbre multitud de gusanos, que se nutren de la misma carne, a los cuales, a veces, se agregan las ratas para devorar aquel cuerpo, corriendo unas por encima de él, penetrando otras por la boca y las entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los labios y el pelo; descárnase el pecho, y luego los brazos y las piernas.

Los gusanos, apenas han consumido las carnes del muerto, se devoran unos a otros, y de todo aquel cuerpo no queda, finalmente, más que un fétido esqueleto, que con el tiempo se deshace, separándose los huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo de una era de verano que arrebató el viento... (Dn. 2, 35). Esto es el hombre: un poco de polvo que el viento dispersa.

¿Dónde está, pues, aquel caballero a quien llamaban alma y encanto de la conversación? Entrad en su morada; ya no está allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta. Buscad sus trajes, sus armas; otros lo han tomado y repartido todo. Si queréis verle, asomaos a aquella fosa, donde se halla convertido en podredumbre y descarnados huesos...

¡Oh Dios mío! Ese cuerpo alimentado con tan delicados manjares, vestido con tantas galas, agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a eso?

Bien entendisteis vosotros la verdad, ¡oh Santos benditos!, que por amor de Dios –fin único que amasteis en el mundo– supisteis mortificar vuestros cuerpos, cuyos huesos son ahora, como preciosas reliquias, venerados y conservados en urnas de oro. Y vuestras almas hermosísimas gozan de Dios, esperando el último día para unirse a vuestros cuerpos gloriosos, que serán compañeros y partícipes de la dicha sin fin, como lo fueron de la cruz en esta vida.

Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal; hacerle aquí sufrir trabajos para que luego sea feliz eternamente, y negarle todo placer que pudiera hacerle para siempre desdichado.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡He aquí, Dios mío, a qué se reducirá este mi cuerpo, con que tanto os he ofendido: a gusanos y podredumbre! Mas no me aflige, Señor; antes bien, me complace que así haya de corromperse y consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a Vos, mi sumo bien. Lo que me contrista es el haberos causado tanta pena por haberme procurado tan míseros placeres.

No quiero, con todo, desconfiar de vuestra misericordia. Me habéis guardado para perdonarme (Is. 30, 18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me arrepiento?...

Me arrepiento, sí, ¡oh Bondad infinita!, con todo mi corazón, de haberos despreciado. Diré, con Santa Catalina de Génova: Jesús mío, no más pecados, no más pecados. No quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero aguardar para abrazaros a que el confesor me invite a ello en la hora de la muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os encomiendo mi alma.

Y como esta alma mía ha estado tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y fuerzas para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No esperaré, no, para amaros, a que llegue la hora de mi muerte. Desde ahora mismo os abrazo y estrecho contra mi corazón, y prometo no abandonaros nunca... ¡Oh Virgen Santísima!, unidme a Jesucristo y alcanzadme la gracia de que jamás le pierda.

PUNTO 3

En esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti mismo, y mira lo que algún día vendrás a ser: Acuérdate de que eres polvo y el polvo te convertirás. Piensa que dentro de pocos años, quizá dentro de pocos meses o días, no serás más que gusanos y podredumbre. Con tal pensamiento se hizo Job (17, 14) un gran santo. A la podredumbre dije: Mi padre eres tú, y mi madre y mi hermana a los gusanos.

Todo ha de acabar. Y si en la muerte pierdes tu alma, todo estará perdido para ti. Considérate ya muerto –dice San Lorenzo Justiniano–, pues sabes que necesariamente has de morir. Si ya estuvieses muerto, ¿qué no desearías haber hecho?... Pues ahora que vives, piensa que algún día muerto estarás.

Dice San Buenaventura que el piloto, para gobernar la nave, se pone en el extremo posterior de ella. Así, el hombre, para llevar buena y santa vida, debe imaginar siempre que se halla en la hora de morir. Por eso exclama San Bernardo: Mira los pecados de tu juventud, y ruborízate; mira los de la edad viril, y llora; mira los últimos desórdenes de la vida, y estremécete, y ponles pronto remedio.

Cuando San Camilo de Lelis se asomaba a alguna sepultura, decíase a sí mismo: “Si volvieran los muertos a vivir, ¿qué no harían por la vida eterna? Y yo, que tengo tiempo, ¿qué hago por mi alma?...” Por humildad decía esto el Santo; mas tú, hermano mío, tal vez con razón pudieras temer el ser aquella higuera sin fruto de la cual dijo el Señor: Tres años que vengo a buscar fruto a esta higuera, y no le hallo (Lc. 13, 7).

Tú, que estás en el mundo más de tres años ha, ¿qué frutos has producido?... Mirad –dice San Bernardo– que el Señor no busca solamente flores, sino frutos; es decir, que no se contenta con buenos propósitos y deseos, sino que exige santas obras.

Sabe, pues, aprovecharte de este tiempo que Dios, por su misericordia, te concede, y no esperes para obrar bien a que ya sea tarde, al solemne instante en que se te diga: ¡Ahora! Llegó el momento de dejar este mundo. ¡Pronto!... Lo hecho, hecho está.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Aquí me tenéis, Dios mío; yo soy aquel árbol que desde muchos años ha merecía haber oído de Vos estas palabras: Córtale, pues ¿para qué ha de ocupar terreno en balde?... (Lc. 13, 7). Nada más cierto, porque en tantos años como estoy en el mundo no os he dado más frutos que abrojos y espinas de mis pecados...

Mas Vos, Señor, no queréis que yo pierda la esperanza. A todos habéis dicho que quien os busca os halla (Lc. 11, 9). Yo os busco, Dios mío, y quiero recibir vuestra gracia. Aborrezco de todo corazón cuantas ofensas os he hecho, y quisiera morir por ellas de dolor.

Si en lo pasado huí de Vos, más aprecio ahora vuestra amistad que poseer todos los reinos del mundo. No quiero resistir más a vuestro llamamiento. Ya que es voluntad vuestra que del todo me dé a Vos, sin reserva a Vos me entrego todo... En la cruz os disteis todo a mí. Yo me doy todo a Vos.

Vos, Señor, habéis dicho: Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré (Jn. 14, 14). Confiado yo, Jesús mío, en esta gran promesa, en vuestro nombre y por vuestros méritos os pido vuestra gracia y vuestro amor. Haced que de ellos se llene mi alma, antes morada de pecados.

Gracias os doy por haberme inspirado que os dirija esta oración, señal cierta de que queréis oírme. Oídme, pues, ¡oh Jesús mío!, concededme vivo amor hacia Vos, deseo eficacísimo de complaceros y fuerza para cumplirle... ¡Oh María, mi gran intercesora, escuchadme Vos también, y rogad a Jesús por mí!

miércoles, 6 de julio de 2011

El Alma de Todo Apostolado



6ª—Respuesta a la 2 ª objeción: ¿La vida interior es egoísta y estéril?

No hablemos de la pereza y gula espiritual que hace consistir la vida interior en los goces de una agradable ociosidad y en buscar mucho más los consuelos de Dios que al Dios de los consuelos los tales tienen una falsa piedad. Pero declarar egoísta al vida interior sin más ni más, es desconocerla en absoluto.

Háse ya dicho, en los precedentes artículos, que esta vida es el manantial puro y abundante de las obras más generosas para beneficio de las almas y de la caridad que se encamina al alivio de los males de este mundo. Examinemos la utilidad de esa vida interior desde otro aspecto. ¡Egoísta y estéril la vida interior de María y José! ¡Qué blasfemia y qué absurdo! y sin embargo no se les atribuye ninguna obra exterior.

La sola irradiación sobre el mundo de una vida interior intensiva, los meritos de las oraciones y sacrificios aplicados a la extensión de los beneficios de la Redención han sido bastantes para constituir a María reina de los Apóstoles y a José patrón de la Iglesia Universal.

Soror mea reliquit me solam ministrare,¹ dice, repitiendo las palabras de Marta, el tonto presuntuoso que no ve más que sus propias obras exteriores y aparentes resultados.

Su fatuidad y su poco conocimiento de los caminos divinos le llevan a creer que Dios no podrá prescindir de su concurso, y con satisfacción repite con Marta, incapaz de apreciar la excelencia de la contemplación de Magdalena: Dic illi ut me adjuvet² y llega hasta a exclamar: Ut quid perditio haec?³ censurado como una perdida lastimosa de tiempo el destinado a asegurar la vida intima con Dios por sus hermanos en el Apostolado mas interiores que él.

«Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que ellos sean también santificadas en verdad», responde el alma que ha sentido todo el alcance de esta partícula «para qué» del Maestro; y que, conociendo el valor de la oración y sacrificio, une a las lagrimas y a la sangre del Redentor las lagrimas de sus ojos y la sangre de un corazón que cada día más se purifica.

Con Jesús el alma interior oye como la voz de los crímenes del mundo, sube al cielo pidiendo para sus autores castigo cuya sentencia ella detiene con el poder de la oración, capaz de contener la mano de Dios dispuesta a lanzar el rayo de su cólera.

Los que oran, dice nuestro gran Donoso Cortés, hacen más por el mundo que los combatientes en el campo de batalla; y si el mundo va de mal en peor, es porque mas se confía en las batallas que en las oraciones.

Las manos levantadas en oración, dice Bossuet, derrotan mas batallones que las que luchan.

En medio de los desiertos, los solitarios de la Tebaida tenían frecuentemente en el corazón el fuego que abrasaba a San Francisco Javier, aunque pareciese, como dice San Agustín, que habían abandonado el mundo más de lo conveniente; Y es que los mundanos no reflexionan que las oraciones a consecuencia del apartamiento del mundo son más puras y al propio tiempo más influyentes, eficaces y necesarias para este mundo corrompido.

Una corta, pero ferviente oración, influirá ordinariamente mas en una conversión que largas discusiones y bellos discursos. La razón es obvia: el que ora se pone en relación y trato con la causa primera; y de esta forma tiene en su mano y poder las causas segundas, puesto que estas no reciben su eficacia y acción mas que de aquel superior principio, y queda, por este modo, alcanzado más segura y prontamente el efecto deseado.

Diez mil herejes, según respetable revelación. convertidos fueron por una sola oración ardorosa, abrasada de nuestra Teresa de Jesús cuya alma de fuego y amor para Jesús no podía comprender una vida contemplativa, una vida interior, que no tuviera interés por es rescate de las almas para cuya salvación había muerto Cristo.

«Yo aceptaría, decía, el purgatorio hasta el juicio final para librar una sola alma y ¡qué me importan los largos sufrimientos si puedo así liberar una sola alma, y sobre todo si son muchas, para la gloria de Dios!» Y dirigiéndose a sus religiosas les decía: Hijas mías, vuestras oraciones, vuestras disciplinas, vuestros ayunos y deseos dirigid a este fin apostólico.

Con efecto esta es la obra de Carmelitas, Trapistinas, Clarisas, que, al marchar los Apóstoles, los acompañan con sus oraciones y penitencias, los sostienen con los mismos medios, llegando su eficacia hasta los puntos mas distantes, donde brilla la cruz del misionero y la enseña del evangelio Aun mas: este amor oculto, pero activo, es quien despierta, en el mundo de los pecadores, las voces de la misericordia.

El mundano ignora a qué obedece la conversión de almas en lejanos países, la perseverancia heroica de los cristianos perseguidos, la alegría celestial de los misioneros martirizados. Todo esto esta invisiblemente ligado a la oración de esa humilde monjita de claustro.

Puesto el dedo en el teclado de las misericordias divinas y de las luces eternas, su alma silenciosa y solitaria preside la salvación de las almas y las conquistas de la Iglesia.

«Yo quiero Trapenses en este vicatario Apostólico, decía el Ilmo. Sr. Favier, Obispo de Pekín, y deseo que se abstengan de todo ministerio exterior a fin de que nada les distraiga del trabajo de la oración, de la penitencia y santos estudios; porque se cuan grandes auxilios aportara a los misioneros la existencia de un monasterio fervoroso de contemplativos en medio de nuestros pobres chinos». Y prosigue:

«Hemos conseguido penetrar en una región hasta hoy inaccesible. Atribuyo este hecho a nuestros queridos Trapenses.

Diez Carmelitas orando, decía un Obispo de Cochinchina al gobernador de Saigón, me servirán mas que veinte misioneros predicando.

Los sacerdotes seculares, los religiosos, religiosas y aun seglares dedicados a la vida activa, pero asimismo a la vida interior consagrados, participan de la misma influencia y poder que las almas del Claustro sobre el corazón de Dios.

Un padre Chevrier, un Dom Bosco, un Padre María Antonio, son ejemplos harto claros de esta verdad.

La venerable Ana María Taigi en sus menesteres de mujer de casa era un apostol como san Benito Jose labre, huyendo de los caminos trillados.

M. Dupont, el santo de Tours, el coronel Piqueron devorados del mismo ardor, eran poderosos en sus obras, porque eran hombres interiores.

El general de Sonis encontraba entre dos batallas, por la unión que tenia con Dios, el secreto del Apostolado.

¡Estéril y egoísta la vida de un cura de Ars!

El silencio es a lo sumo lo que merecería semejante afirmación; porque todo espíritu sensato atribuye precisamente a la intimidad perfecta con su Dios, el celo y éxitos de este párroco desprovisto de talentos; pero que tan contemplativo como un cartujo, experiencia una sed de almas que sus progresos en la vida interior habían hecho inextinguible; y recibía de Nuestro Señor, de quien y con quien vivía, una participación de la fuerza divina para obrar las conversiones. ¡infecunda su vida intima!

Supongamos un bienaventurado Vianey en cada una de las diocesis del mundo; al cabo de diez años el mundo estaba regenerado.

No puede dudarse; la principal razón y motivo de esperar la resurrección tanto de Francia como España, es que en ninguna época ha habido, aun entre los mismos fieles, una proporción de almas tan ávidas de vivir unidas con el corazón de Jesús, y de extender su Reino, haciendo por lo menos germinar entre ellas la vida interior.

Ínfima minoría constituyen estas almas escogidas; pero ¿qué importa el numero si tienen vida intensa? no importa tanto la extensión.

El principal fundamento de esperanza de la regeneración y cristianización de Francia y España y Republicas americanas, estriba en ese grupo de sacerdotes empapados y arraigados e la vida interior; por estos una corriente de Vida divina vino a reanimar una generación que la apostasía y la indiferencia parecía haber entregado a una muerte, que ningún esfuerzo humano era capaz de conjurar.

En Francia, después de haber gozado cincuenta años de libertad de enseñanza; después de medio siglo que ha visto el nacimiento y desarrollo de un sinnúmero de obras, y durante el que ha tenido los católicos en sus manos toda la juventud del país y el apoyo casi completo de los gobernantes, y que España con el concordato, todos los organismos político-sociales, escuelas, institutos, universidades, etc., a pesar de estos valiosos elementos no ha podido formarse en estas naciones una mayoría profundamente cristiana para luchar contra coalición de los satélites de Satanás.

Sin duda el abandono de la Vida litúrgica y el haber cesado su influencia sobre los fieles han contribuido a esa debilidad. Nuestra espiritualidad se ha vuelto estrecha, seca, superficial, exterior, o sentimental y no tiene esa penetración y atracción del alma, que presta la liturgia, esa grande fuerza de vitalidad cristiana.

Pero ¿no será la falta de vida interior intensiva otra causa engendradora de la actual indiferencia religiosa y de que no hayamos podido formar más que almas de piedad superficial sin ideales y sin convicciones fuertes? Los profesores ¿no se han esmerado mas en obtener diplomas y prestigios para sus obras e instituciones que en formar cristianos sólidos, convencidos de Cristo con solida educación religiosa?

¿No hemos agotado nuestras fuerzas, sin trabajar en la formación de voluntades y en la educación de caracteres templados y marcados con el sello y carácter de Cristo, reconociendo esta mediocridad y anemia religiosa como causa la vulgaridad de nuestra vida interior?

A Sacerdote santo, se dice corresponde pueblo fervoroso; a sacerdote fervoroso, corresponde pueblo piadoso; a sacerdote piadoso, corresponde pueblo honrado; a sacerdote honrado corresponde pueblo impío. Siempre un grado menos de vida en los formados.

No admitiremos esta proporción en absoluto; pero consideramos que las palabras siguientes de San Alfonso, expresan suficientemente a que causa es necesario atribuir las responsabilidades de nuestra actual situación. «Las buenas costumbres y la salvación de los pueblos dependen de los buenos pastores. Si a la cabeza de una parroquia hay un buen cura o párroco, se verá allí inmediatamente florecer la devoción, la frecuencia de sacramentos, oración mental en conformidad con el proverbio: Qualis pastor, talis parochia, y segun el eclesiastico: Qualis est rector civitatis, tales et inhabitantes in ea».

1. Mi hermana me ha dejado sola en las faenas de mi casa. (San Lucas, 10,40).

2. Dile que me ayude.

3. ¿A qué fin este desperdicio? (Matt., 26,8).

4. Pro eis ego sanctifico meipsum ut sint et ipsi sanctificati in veritate. (S. Joan. 17,19).

viernes, 1 de julio de 2011

Intimidad Divina P. Gabriel de Sta. M. Magdalena, O.C.D.


FIESTA DEL SAGRADO CORAZON DE JESUS

VIERNES DE LA II SEMANA DESPUES DE PENTECOSTES

Presencia de Dios.— ¡Oh Jesús! Concédeme

penetrar los secretos escondidos

en tu divino Corazón.

PUNTO PRIMERO.— Después de haber fijado nuestra mirada en la Eucaristía, don que corona todos los dones del Corazón de Jesús a los hombres, la Iglesia nos invita a considerar directamente el amor del Corazón de Cristo, fuente y motivo de todo don. Se puede decir que la fiesta del Corazón de Cristo es la fiesta de su amor hacia nosotros. «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres», nos repite hoy la Iglesia, mostrándonos que precisamente «en el Corazón de Cristo herido por nuestros pecados, Dios se ha dignado misericordiosamente darnos infinitos tesoros de amor» (la colecta). Inspirándose en este pensamiento, la liturgia de hoy viene a ser una reseña de los inmensos beneficios que se nos derivan del amor de Cristo y un himno de alabanza a su amor de Cristo y un himno de alabanza a su amor. «Cogitationes Cordis ejsus» — canta el Introito de la Misa— :«Los designios de su Corazón —del Corazón de Jesús— permanecen de generación en generación; [consisten] en arrebatar las almas a la muerte y alimentarlas en tiempo de carestía». El Corazón de Jesús anda siempre en busca de almas que salvar, que soltar de los lazos del pecado, que lavar con su Sangre y que alimentar con su Cuerpo; el Corazón de Jesús está siempre vivo en la Eucaristía, para saciar el hambre de los que le ansían, para acoger y consolar a cuantos, chasqueados por las amarguras de la vida, se refugian en El en busca de paz y alivio. Y Jesús mismo nos sostiene en las asperezas del camino: «Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas» (Verso del Alleluia). Si es imposible eliminar el dolor de la vida, es en cambio posible a quien vive por Jesús sufrir en paz y encontrar en su Corazón el reposo del alma cansada.

"¡Oh Jesús! Por divina disposición fue permitido que uno de los soldados te abriese y atravesase el costado. Con la Sangre y el agua que brotaron de el, venia a derramarse el precio de nuestra salud que, saliendo de la fuente escondida de tu Corazón, diese a los Sacramentos la virtud d conferir la vida de la gracia y fuese, para los que en ti viven, la taza de la fuente viva que salta hasta la vida eterna. Levántate, pues, alma mía, no dejes de velar; arrima aquí tu boca, para sacara el agua y beber en la fuente del salvador" (San Buenaventura).

PUNTO SEGUNDO.— El evangelio y la Epístola nos llevan mas directamente aun a la consideración del Corazón de Jesús. El Evangelio (Jn. 19,31-37) nos muestra su Corazón descubierto por la herida de la lanza: «uno de los soldados le abrió el costado con la lanza»; y San Agustín comenta: «El Evangelista dijo abrió para mostrarnos que en cierto modo allí se nos abre la puerta de la vida, de donde han brotado los Sacramentos». Del Corazón traspasado de Cristo—símbolo del amor que le ha inmolado por nosotros en la Cruz— han brotado los Sacramentos, figurados en el agua y la sangre salidos de su herida y precisamente mediante estos Sacramentos, figurados en el agua y la sangre salidos de su herida, y precisamente mediante estos sacramentos recibimos nosotros la vida de la gracia; si, es exactísimo decir que el Corazón de Jesús ha sido abierto para introducirnos en la vida. «Angosta es la puerta que conduce a la vida» (Mt. 7,14), dijo un día Jesús; mas si por esta puerta entendemos la herida de su Corazón, cabe decir que no podía abrirnos una puerta más acogedora.

Pero san Pablo, en su bellísima Epístola (Ef. 3,8-19), nos invita a entrar más adentro aun en el Corazón de Jesús para contemplar sus «incalculables riquezas» y penetrar «el misterio oculto desde los siglos en Dios». Este «misterio» es precisamente el misterio del amor infinito de Dios, que nos ha prevenido desde la eternidad y que nos ha sido revelado por el Verbo hecho carne; es el misterio de aquel amor que nos ha querido redimir y santificar en Cristo, «en el cual tenemos franco acceso a Dios» Una vez mas Jesús se nos presenta como la puerta que conduce a la salvación: «Yo soy la puerta. Quien entre por Mí se salvara» (Jn. 10,9); y la puerta es su Corazón, que rasgándose por nosotros, nos ha introducido en la vida. Solo el amor nos puede permitir penetrar este misterio de amor infinito pero no basta un amor cualquiera, es menester —como dice San Pablo— estar «arraigados y fundados en amor»; solo así podremos «conocer el amor de Cristo, que supera todo ciencia, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios».

“¡Oh Jesús! Ahora que ya he entrado en tu dulcísimo Corazón —y bueno es estarnos aquí— no queremos dejarnos fácilmente separar de ti. ¡Oh Cuán bueno y dulce es habitar en tu Corazón! Tu Corazón ¡Oh buen Jesús!. Es el rico tesoro, la perla preciosa que hemos descubierto en el campo excavado de tu Cuerpo. ¿Quién arrojará esta perla? Más bien, tiraré todas las perlas del mundo, daré a cambio todos mis pensamientos y afectos y me la comprare; arrojare toda mi solicitud en tu Corazón, ¡oh buen Jesús! Y ciertamente El me saciara. Yo he encontrado tu Corazón, ¡Oh Señor!, tu Corazón, ¡Oh Jesús benignísimo!, Corazón de rey, Corazón de hermano, Corazón de amigo. Escondido en tu Corazón. ¿no orare yo? Si, orare. Ya tu Corazón es mi corazón lo digo sin rebozos. Pues si Tú, ¡Oh Jesús! , eres mi Cabeza, ¿Cómo no se habrá de decir mío lo que es tuyo? ¿No es verdad que los ojos de mi cabeza son míos? Así, pues, el Corazón de mi Cabeza espiritual es mi corazón. ¡Qué alegría! Mira: Tú y yo tenemos un solo corazón. Entretanto, habiendo encontrado de nuevo, ¡Oh Jesús dulcísimo!, este Corazón divino que es tuyo y es mío, orare a ti. Dios mío: acoge en el sagrario de tus audiencias mis oraciones, mejor aun atráeme enteramente a tu Corazón” (San Buenaventura).