SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD
DISCURSO I
(16 de Diciembre)
EL VERBO ETERNO DE DIOS SE
HIZO HOMBRE
Ignem veni mittere in terram; et quid volo nisi ut
accendatur?
Fuego
vine a echar sobre la tierra, y ¿qué quiero
si ya prendió?
Celebraban
los hebreos una fiesta que llamaban día
del fuego, en memoria del fuego con que Nehemías consumió
la victima cuando retornó con su compatriotas de la cautividad de
Babilonia. Así también, y con mayoría de
razón, debiera llamarse día de fuego al día de Navidad, en el que viene un Dios
hecho niño a prender el fuego del amor en los corazones de los hombres: Fuego bien a echar sobre la tierra, como decía Jesucristo, y así fue en realidad.
Antes
de la venida del Mesías, ¿quién amaba a Dios sobre la tierra? Apenas era
conocido en un rinconcito del mundo, es decir, en Judea, y aun allí, ¡cuán
pocos eran los que le amaban al venir a la tierra! En el resto del mundo, unos
adoraban al sol, otros a los animales, otros a las piedras y otros a las más
despreciables criaturas. Pero después de
la venida de Jesucristo fue el nombre de Dios conocido por todas partes y amado
por muchos hombres, y más amado después de la venida del Redentor, en pocos
años, por los hombres abrazados en tan santo fuego, que lo que lo había sido en
los cuatro mil desde la creación.
Muchos
cristianos suelen preparar en sus casas, en los días que preceden a la Navidad,
un nacimiento, pero ¡cuán pocos son los que piensan en preparar su corazón para
que en él pueda nacer y descansar en Jesús niño! Seamos nosotros de este
reducido número, para hacernos dignos del incendio de este fuego venturoso que
hace felices a las almas en la tierra y bienaventuradas en el cielo.
Consideremos
en este día primero que el Verbo eterno se hizo hombre para inflamarnos en su
divino amor. Pidamos luz a Jesucristo y
a su santísima Madre, y comencemos.
I
Peco
Adán, nuestro primer padre; ingrato a tantos beneficios recibidos, se rebeló
contra Dios, desobedeciendo el no comer del fruto velado. Dios se vio, por ende, obligado a arrojarlo
del paraíso terrenal y a privarlo en lo futuro, tanto a él cuanto a sus
descendientes, del paraíso celeste y eterno que les preparara para despues de
esta vida.
He
aquí, pues, condenados a todos los hombres a una vida de penas y miserias y
excluidos para siempre del cielo. Pero
he aquí también que Dios, acomodándose a nuestro modo de hablar, y según lo
narra Isaías, parece exclamar entristecido y afligido: Y ahora, ¿qué hago yo aquí?, afirma Yahveh. Mi pueblo ha sido arrebatado sin motivo. Y
ahora, dice Dios, ¿qué delicias me puedan en el paraíso, si perdí a los hombres
que eran mis delicias? Y teniendo mis
delicias en los hijos de los hombres
Pero ¿cómo, Señor, vos, que tenéis en el cielo tantos serafines y tantos
ángeles, cómo es posible que os resintáis tan vivamente de la perdida de los
hombres? Y ¿qué necesidad tenéis de los ángeles
ni de los hombres para vuestra perfecta felicidad? Siempre fuisteis y sois
felicísimo en vos mismo: ¿qué faltara, pues, para vuestra felicidad, que es
infinita? Cierto, dice el Señor por boca del cardenal Hugo, sobre el texto de
Isaías, pero perdiendo al hombre, pienso haberlo perdido todo, porque cifro mis delicias en estar con los
hijos de los hombres y ahora los perdí, y ellos, desgraciados, estan condenados
a vivir siempre alejados de mí. Y ¿cómo
es posible que el Señor nos diga que los hombres son su delicia? Si, escribe Santo Tomás, Dios ama tanto al hombre
como si fuese su Dios y como si Él no pudiera ser feliz sin el hombre. Añade San Gregorio Nacianceno que Dios por
amor al hombre se diría ha salido fuera de sí, como lo dice el refrán «El amor
saca de sí a los amantes».
Mas
no, añade el Señor, no quiero que el hombre se pierda; es preciso que se halle
un Redentor que satisfaga a mi justicia por los hombres y así los rescate de
las manos de los enemigos y de la muerte eterna que habían merecido. San Bernardo, considerando este
misterio, nos presenta como en lucha la
justicia y la misericordia divinas. La
justicia dice: «Estoy perdida si Adán no es castigado». La misericordia, por el contrario, responde:
«Estoy perdida si el hombre no es perdonado».
Interviene el Señor en la contienda y decide que para salvar al hombre,
reo de muerte, tiene que morir un inocente que no sea deudor de nada. Y, como en la tierra no había ningún
inocente, dijo el Eterno Padre: Ya que entre los hombres no hay nadie que pueda
satisfacer a mi justicia, ¡ea!, ¿Quién se ofrece a redimir al hombre?— Los
ángeles, los querubines, los serafines, se callaron, sin atreverse a responder;
sólo responde el Verbo eterno y dice: Heme
aquí, envíame a mí». Padre, le dice
el unigénito Hijo, vuestra majestad es infinita y, ofendida por el hombre, no
puede ser satisfecha por el ángel, que es pura criatura; además, aun cuando os
contentaseis con la satisfacción de un ángel, pensad que, hasta ahora, ni con
tantos beneficios como hemos hecho al hombre, ni con todas las promesas ni
amenazas hemos podido tener su amor, porque no ha conocido todavía hasta donde
llega el amor que le tenemos; si queremos obligarlo infaliblemente a amarnos
¿qué más bella ocasión podemos hallar que para redimirlo vaya yo, Hijo vuestro,
a la tierra, me revista allí de carne humana y, pagando con mi muerte la pena
por él debida, satisfaga cumplidamente a vuestra justicia y puede a la vez el
hombre bien persuadido de nuestro amor? —Pero piensa, Hijo mio, responde el
Padre, piensa que, cargando con el peso de satisfacer por el hombre, tendrás
que llevar vida llena de penalidades. —No importa, acude el Hijo: Heme aquí, envíame a mí. —Piensa que
tendrás que nacer en una gruta que será albergue de animales; que de allí tendrás
aún tierno niño, que huir a Egipto para escapar de las mismas manos de los
hombres, que desde niño te buscaran para quitarte la vida. —No importa: Heme aquí, envíame a mí. —Piensa que
vuelto a Palestina, tendrás que vivir vida durísima y despreciada, pasando como
simple muchacho de un pobre artesano. —No importa: Heme aquí, envíame a mí. —Piensa que cuando después salgas a
predicar y tengas que manifestar quién eres, habrá, sí, algunos que te sigan,
pero pocos, al paso que la mayoría te despreciará, llamándote impostor,
hechicero, loco, samaritano, y, finalmente, te perseguirán, hasta el extremo de
hacerte morir vergonzosamente sobre un leño infame, a puros tormentos: —No
importa: Heme aquí, envíame a mí.
No
bien fue decretado que le Hijo de Dios se hiciera hombre, para ser Redentor del
género humano, envióse al arcángel Gabriel a María y ésta aceptó a Dios por
Hijo: Y el Verbo se hizo carne He
aquí, pues, a Jesús en el seno de María, que entrando en el mundo, exclama en la más profunda humildad y obediencia:
Padre mío, ya que los hombres no pueden satisfacer a vuestra justicia con sus
obras y sacrificios, por estar ofendida contra ellos, heme aquí, Hijo tuyo, ya
vestido de carne humana, que vengo a satisfacerla con mis penas y con mi
muerte, en vez de los hombres. Por lo cual, al entrar en el mundo, dice: Tú
ni sacrificio ni ofrenda quisiste, —pero has abierto ambos mis oídos. Pues que ni holocausto ni oblación pedías,
—entonces yo dije: « ¡Heme aquí que vengo!»; —del libro en el rollo se halla de
mí escrito: «Hacer tu querer, me es grato, Dios mío, —y llevo en
la entraña metida tu ley».
¿Sera,
pues, verdad que por nosotros, miserables gusanillos, y para cautivarse nuestro
amor, haya querido un Dios hacerse hombre? Sí; es de fe, como lo enseña la
santa Iglesia: «Por nosotros y por nuestra salvación descendió de los cielos… y
se hizo hombre». Ahí está lo que un Dios
hizo para hacerse amar de nosotros.
Alejandro Magno, después de vencer a Darío y apoderarse de Persia, para
conciliarse el afecto de aquellos pueblos, se vistió al modo de la región
persa. Diríase que nuestro Dios quiso
hacer lo propio: para conquistarse el efecto de los hombres, se revistió por
completo de forma humana y se presentó como hombre: Hecho a semejanza de los hombres, queriendo significar con esto hasta dónde
llegaba su amor a los hombres: Porque se
manifestó la gracia salvadora de Dios a todos los hombres. El
hombre no me ama, parece decir el Señor, porque no me ve; quiero darme a ver de
él, conversar con él y así conquistar su amor: Y, tras esto, se manifestó en la tierra y trató con los hombres. El amor de Dios hacia los hombres era sobrado
excesivo, como lo había sido desde toda la eternidad: Te he amado con amor eterno, por eso te he guardado misericordia. Pero este amor no se había presentado aún con
toda su incomprensible grandeza, y sólo se manifestó cuando el Hijo de Dios se
hizo ver, como tierno niño, en un establo y recostado sobre paja: Cuando se manifestó la bondad y amor a los
hombres de Dios, nuestro Salvador. El texto griego habla de la filantropía divina. Dice San Bernardo que Dios manifestó el poder
en la creación del mundo y la sabiduría en su gobernación, pero que sólo en la
encarnación del Verbo apareció cuál fuese su gran misericordia. Antes que Dios se presentase en la tierra
hecho hombre, no podíamos llegar a comprender la grandeza de la bondad divina;
y por eso tomó carne humana, para que, apareciendo como hombre, se manifestase
a los hombres la grandeza de su benignidad. Y ¿de qué mejor medio podía el
Señor valerse para demostrar al hombre ingrato la bondad y el amor que le
profesa? «El hombre, despreciando a Dios, dice san Fulgencio, se había separado
de El para siempre, y como el hombre no podía acercarse a Dios, bajó Dios a
encontrarlo en la tierra».
Y
antes lo había dicho San Agustín. Los
hombres se dejan cautivar por el amor, y las manifestaciones de efecto que
alguno les manifiesta son a modo de cadenas que le atan y obligan como a la
fuerza a amar a quien les ama. Por esto
quiso el Verbo eterno hacerse hombre, para atraerse con tal prueba de afecto
(la mayor que pudo hallar) el amor de los hombres. Esto parece quiso dar a entender nuestro
salvador a cierto fervoroso religioso franciscano, llamado el P. Francisco de
Santiago, según se lee en el diario de la Orden, en el día 15 de
diciembre. Mostrábasele a menudo como
hermoso niño; mas, queriéndolo retener consigo el devoto religioso, siempre
huía el niño, por lo que siempre se lamentaba el siervo de Dios. Cierto día se le apareció el santo Niño, pero
¿cómo? Se le dejó ver con grillos de oro en las manos, dándole a entender que
venía ahora a aprisionarle a él y ser por él aprisionado, para no poder ya más
separarse. Enardecido con esto
Francisco, puso los grillos a los pies del Niño y lo estrechó con ellos contra
el corazón; y, en efecto, desde aquel momento le pareció ver al amado Niño
convertido en perpetuo prisionero en la cárcel de su corazón. Lo que hizo Jesús en esta ocasión con su
siervo lo hizo también con todos los hombres cuando tomó la naturaleza humana,
pues con tal prodigio de amor quiso estar como encadenado por nosotros y atar a
la vez consigo nuestros corazones, obligándonos a amarle, conforme lo había ya
predicho por Oseas: Con cuerdas humanas
los atraía, con lazos de amor.
Dios,
expone San León, había ya colmado a los hombres de beneficios, pero de ningún
modo les manifestó mejor el exceso de su bondad que enviándoles al Redentor a
enseñarles el camino de la salvación y procurarles la vida de la gracia.
Pregunta
Santo Tomás por qué la encarnación del Verbo se llama obra del Espíritu Santo:
«Y se encarnó por obra del Espíritu Santo».
Cierto que todas las obras de Dios, llamadas por los teólogos obras ad extra, son obras de las tres divinas
Personas; ¿por qué, pues, se atribuye la encarnación a la sola persona del
Espíritu Santo? La principal razón que nos brinda el Angélico es porque todas
las obras del amor divino se atribuyen al Espíritu Santo, que es el amor
substancial del Padre y del Hijo; y la obra de la encarnación fue completamente
efecto del inmenso amor que Dios tuvo al hombre. Que es lo que da a entender el profeta cuando
dice: Dios viene a Tenán, expresión que designa, según el abad Ruperto,
el grande amor de Dios para con nosotros.
También San Agustín dice que el Verbo eterno vino a la tierra a fin de
que el hombre conociese cuánto lo amaba Dios.
Y San Lorenzo Justiniano añade que la mayor prueba que Dios pudo dar de
su amor a los hombres era la de hacerse hombre.
Pero
lo que más resalta el amor divino al género humano es que vino el Hijo de Dios
a buscarlo cuando el hombre huía de Él, como lo expresó el Apóstol: Porque, en fin, no son los ángeles a quienes
alarga la mano, sino al linaje de Abrahán es a quien alarga la mano, lo que comenta San Juan Crisóstomo diciendo
que no dijo suscepit (recibió), sino apprehendit (tomó), según la metáfora de los que se siguen
y se cogen. Bajo Dios del cielo como
para detener al hombre ingrato que huía de Él, como si le dijese: Hombre, mira
que por tu amor vine de propósito a la tierra, ¿por qué huyes de mí? Détente,
ámame; no huyas más de mí, que tanto te amo. Vino, pues, Dios a buscar al
hombre perdido y, a fin de que conociese mejor el amor que este Dios le
profesaba y se rindiese a amar a quien tanto le amaba, quiso, la primera vez
que se le ofreció visible, aparecérsele como tierno niño reclinado sobre
pajas. « ¡Felices pajas, más hermosas
que los lirios y las rosas! (exclama San Pedro Crisólogo), ¿qué bendita tierra
os produjo? ¡Cuánta fue vuestra ventura en servir de lecho al Rey de los
cielos! Sois frías para Jesús porque no
sabéis calentarlo en la gruta húmeda en que tirita frio, al paso que para
nosotros sois fuego y llamas, pues nos abrasáis en incendio de amor que no hay
ríos que lo puedan extinguir».
No
bastó, dice San Agustín, al divino amor habernos hecho a su imagen al crear al
primer hombre, Adán, sino que quiso hacerse a nuestra imagen, al
redimirnos. Adán comió de la fruta
vedada, engañado por la serpiente, que había dicho a Eva que quien gustase
aquel fruto sería semejante a Dios, con la conquista de la ciencia del bien y
del mal. Por eso dijo el Señor entonces:
Ahí tenéis al hombre vuelto como uno de
nosotros, y lo dijo el Señor como ironía y para echar a Adán en rostro su
audacia; mas despues de la encarnacion del Verbo podemos decir con verdad:
«Dios se ha convertido como en uno de
nosotros». Mira, pues, ¡oh hombre!, dice
San Agustín, que «Dios se ha hecho hermano tuyo»: tu Dios se hizo como tú, hijo
de Adán como tú, se vistió de tu misma carne, se sujetó a padecer y a morir
como tú. Podía haberse revestido de
naturaleza angélica, pero se quiso
revestir de tu misma carne para satisfacer a Dios, si bien inocente, con la misma carne del
pecador Adán. Y se gloriaba de esto,
llamándose con frecuencia hijo del hombre, por lo que muy bien podemos llamarlo
nuestro verdadero hermano. El
abatimiento de un Dios hecho hombre es infinitamente mayor que si todos los
príncipes de la tierra, todos los ángeles y santos del cielo y aun la misma
Madre de Dios se hubiesen humillado hasta convertirse en una briznita de
hierba, en un poco de abono; sí, porque la hierba y el abono, los príncipes,
ángeles y santos son todos criaturas, en tanto que entre la criatura y Dios hay
infinita diferencia.
«¡Ah!,
observa San Bernardo, cuanto más se humilló Dios hasta hacerse hombre por
nosotros, tanto más se humillo Dios hasta hacerse hombre por nosotros, tanto
más nos dio a conocer su bondad!». Y el
amor que nos tiene Jesucristo, exclama el Apóstol, nos obliga y apremia a
amarlo. ¡Ah! Si no nos lo asegurase la
fe, ¿quién pudiera nunca creer que un Dios, por amor a un gusanillo cual el
hombre, se hubiese hecho tambien gusano?
Si aconteciese alguna vez, dice un devoto autor, que al andar pisaseis
descuidadamente un gusanillo y lo mataseis y, compadecidos despues de él,
oyeseis que se os decía: Si queréis volver la vida a ese gusanillo que
matasteis, es preciso que os hagáis gusanillo como él, que os abran luego las
venas y que con vuestra sangre se haga un baño donde el gusanillo sea sumergido
para así recobrar la vida, ¿qué responderías a esto? —Y a mí ¿qué me
importa—diríais seguramente— que el gusanillo resucite o deje de resucitar, si
tengo que procurarle su vida con mi muerte?—Y con mayoría de razón lo diríais si el gusanillo en cuestión no
fuese un gusano innocuo, sino un ingrato reptil que, despues de haberlo colmado
de beneficios, hubiese atentado contra
vuestra vida. Más, si vuestro amor al
ingrato áspid llegara a tanto que os hiciese sufrir la muerte por devolverle la
vida, ¿qué dirían de ello los hombres? Y ¿qué no haría por vosotros aquella
serpiente salvada con vuestra muerte si fuera capaz de razón? Pues esto es lo
que hizo Jesucristo por ti, vilísimo gusanillo; y tu ingrato, si Jesucristo
hubiese podido morir de nuevo, con tus pecados habrías probado a quitarle la
vida. ¡Cuánto más vil eres tú con
respecto a Dios que lo que el gusano lo fuera respecto a ti! ¿Qué le importaba a Dios que quedases muerto
o condenado en tu pecado, como lo merecías? Y, con todo, tan grande fue el amor
que Dios te tuvo, que, para librarte de la muerte eterna, primero se hizo
gusano como tú, y después, para salvarte, quiso derramar toda su sangre y
padecer la muerte que tú merecías.
Sí,
todo esto es de fe: Y el Verbo se hizo
carne. Al que nos ama y nos rescató de nuestros pecados con su sangre. La santa Iglesia, al considerar la obra de la
redención, se declara aterrada: «Consideré tus obras y me aterré». Ya antes había dicho el profeta: ¡Oh Yahveh!, he oído tu noticia (y) he
temido… Sales para salvar a tu pueblo, a salvar a tu ungido. Por lo que con razón llamó Santo Tomás al
misterio de la encarnación milagro de los
milagros, milagro incomprensible, con el que manifestó Dios el poder de su
amor a los hombres que de Dios lo troncaba en hombre y de Creador en
criatura. De Creador lo trueca en
criatura, dice San Pedro Damiano; de Señor, en esclavo; de impasible, en
sometido a penalidades y muerte. Hizo
ostentación de poder con su brazo. Al oír cierto día San Pedro de Alcántara
cantar el Evangelio de la tercera misa de Navidad: En el principio existía el Verbo, etc., pensando en este excelso
misterio, quedó tan inflamado de amor a Dios, que fue elevado en éxtasis un
buen trecho por los aires hasta la presencia del Santísimo Sacramento.
Y San Agustín decía que no se saciaba de considerar continuamente la grandeza
de la divina bondad en la obra de la redención humana. De ahí que nuestro Señor mandara a este
santo, por su devocion a este misterio, a esculpir en el corazón de Santa María
Magdalena de Pazzi las palabras: Y el
Verbo se hizo carne.
Quien
ama, lo hace para ser amado; habiéndonos, pues, Dios amado tanto, no busco sino
nuestro amor, dice San Bernardo, por lo que despues nos exhorta a cada uno de
nosotros con estas palabras: «Te manifestó su amor para granjearse el tuyo» Hombre, cualquiera que seas, ¿viste el
extraordinario amor que te tuvo Dios al hacerse hombre y padecer y morir por
ti? ¿Cuándo vera Dios, por experiencia y con los hecho, el amor que le tienes?
Sí, todos los hombres, al ver a un Dios revestido de carne, viviendo por ellos
vida tan penosa y soportando muerte tan cruel, deberían inflamarse
continuamente de amor hacia este Dios tan amante: ¡Ojalá desgarrases el cielo y bajases, de suerte que las montañas se
tambaleasen ante ti, como cuando el fuego prende la leña(o) el fuego hace
hervir el agua! ¡Oh si os dignaseis,
Dios mio, decía el profeta cuando aún no había venido a la tierra el Verbo
divino, si os dignaseis dejar los cielos y bajar entre nosotros para haceros
hombre! Al veros entonces los hombres,
hecho como uno de ellos, las montañas se
tambalearían, allanaríanse obstáculos y dificultades que hoy impiden la
observancia de vuestras leyes y vuestros consejos. Las
aguas hervirían con el fuego, y las llamas que encenderíais en los
corazones de los hombres derretirían el
hielo de las almas, acabando por inflamarlas en el fuego de vuestro amor. Y, en efecto, despues de la encarnacion del
Hijo de Dios, ¡qué bello incendio de amor divino se ha visto arder e tantas
almas amantes! Cierto que Dios ha sido más amado por los hombres, en sólo un
siglo después que Jesucristo apareció en medio de nosotros, que lo fuera en
todos los demás cuarenta siglos anteriores a su venida. ¡Qué de jóvenes, qué de nobles y qué de
monarcas abandonaron riquezas, honores y hasta reinos para retirarse o al desierto o al claustro, para allí poder
amar mejor, pobres y despreciados, a este su Salvador! ¡Cuántos mártires
fueron, alegres y sonrientes, en busca de los tormentos y de la muerte!
¡Cuántas virgencitas rehusaron la mano de potentados para ir a morir por
Jesucristo, gozosas de poder patentizar esta prueba de correspondencia afectuosa al Dios que se
dignó encarnarse y morir por su amor!
Sí,
todo esto es cierto; mas vengamos ahora a lo que nos ha de hacer derramar lágrimas. ¿Obraron así todos los hombres? ¿Procuraron
todos corresponder a este gran amor de Jesucristo? ¡Ah, que la mayoría le
pagaron y le pagan con ingratitudes! Y tú
mismo querido hermano, dime, ¿cómo correspondiste al amor que Dios te
manifestó? ¿Se lo agradeciste siempre? ¿Pensaste qué quiere significar que un
Dios se haya hecho hombre y haya muerto por ti? Asistía cierto hombre a la
santa Misa, sin devoción alguna, como lo hacen tantos, y como no se arrodilló a
las palabras finales del Verbum caro
factum est, un demonio le dio un
fuerte bofetón, diciéndole: Ingrato, oyes que un Dios se ha hecho hombre por
ti, y ni siquiera te dignas inclinarte.
¡Ah!, Si Dios, continuó, hubiese hecho eso por mí, no cesaría de darle
gracias por toda la eternidad. Dime,
cristiano, ¿qué más podía haber hecho Jesús para conquistarse tu amor? Si el
Hijo de Dios hubiera tenido que salvar de la muerte a su mismo Padre, ¿qué más
podía haber hecho que humillarse hasta tomar carne humana y sacrificarse hasta
la muerte por su salvación? Aun diré más: Si Jesucristo hubiese sido mero
hombre, y no ya persona divina, y hubiera querido con alguna prueba de afecto
atraerse el amor de su Dios, ¿qué habría podido hacer más de lo que por ti
hizo? Si un criado tuyo hubiese dado por
tu amor sangre y vida, ¿no te encadenaría el corazón y te obligaría a amarlo,
al menos por agradecimiento? Y ¿Por qué Jesucristo, llegando hasta a dar la
vida por ti, no ha podido hasta ahora conquistar tu amor?
¡Ay
de mí!, que los hombres desprecian el amor divino porque no comprenden, mejor, porque
no quieren comprender cuán grande tesoro sea disfrutar de la divina gracia, la
cual, en decir del Sabio, tesoro
inagotable es para los hombres, y los que se hacen con él, estrechan su amistad
con Dios. Se estima la gracia de un
príncipe, de un prelado, de un noble, de un literato, de una señora de mundo, y
la gracia de Dios es tenida en nada por algunos, pues que la renuncian por un
poquito de humo, por un placer bestial, por un puñado de tierra, por un
capricho, por una nonada. ¿Qué dices,
querido hermano mío? ¿Aun querrás ser contado entre tales ingratos? Mira, si no
quieres a Dios, exclama San Agustín, busca, si puedes, otra cosa mejor que Él. A ver si hallas príncipe más cortés, señor,
hermano, amigo más amable y que te haya amado más que Dios. A ver si hallas uno que pueda, mejor que
Dios, hacerte feliz en esta y en la otra vida.
Quien ama a Dios no tiene que temer mal alguno, pues que Dios no puede
dejar de amar a quienes le aman: Yo amo a
quienes me aman. Y quien es amado de
Dios, ¿qué es lo que puede temer? Así decía David y así decían las hermanas de
Lázaro al Señor: Mira que el que amas
está enfermo. Bastábales sabe que Jesucristo amaba a su hermano, para creer
que les prestaría cualquier ayuda para su curación. Y, al contrario, ¿cómo podrá Dios amar a
quien desprecia su contrario, ¿cómo podrá
Dios amar a quien desprecia su amor? ¡Ah!, resolvámonos de una vez a amar a un
Dios que tanto nos amó, y pidámosle siempre nos conceda el gran don de su santo
amor. Decía San Francisco de Sales que
esta gracia de amar a dios es la gracia que debíamos desear y pedir sobre toda
gracia, porque al alma le vienen todos los bienes con el amor divino. Viniéronme
los bienes a una todos con ella. Por esto decía San Agustín: «Ama y haz lo que
quieras». Quien ama a una persona rehúye
disgustarla, y siempre anda buscando cómo complacerla. Y así, quien ama verdaderamente a Dios nada
hace advertidamente que le desagrade, sino que se esfuerza cuanto puede por
darle gusto.
Para
obtener más presto y más seguramente este don del divino amor, recurramos a la
primer amante de Dios, a su Madre María, que estuvo tan inflamada de amor
divino, que los demonios, como se explica San Buenaventura, ni se atrevían siquiera
a tentarla. Y añade Ricardo que hasta
los propios serafines podían bajar del
cielo para aprender en el corazón de María el modo de amar a Dios. Y como el corazón de María fue todo un volcán
de amor a Dios, por esto, añade San Buenaventura, todos cuantos aman a esta
divina Madre y a ella se acercan, se retiran encendidos en el mismo amor y tórnense
semejante a ella.
Afectos y
súplicas
¡Oh
Fuego siempre ardiente, digamos con san Agustín, enciéndeme! ¡Oh Verbo
encarnado!, os hicisteis hombre para encender en nuestros corazones el divino
amor, y ¿cómo es posible que hayáis encontrado tanta ingratitud en los
corazones de los hombres? Para haceros
amar de ellos, nada perdonasteis, sino que llegasteis a dar sangre y vida, y
¿cómo son los hombres? Para haceros amar
de ellos, nada perdonasteis, sino que llegasteis a dar sangre y vida, y ¿cómo
son los hombres tan ingratos? ¿Acaso lo ignoran? Saben y creen que por ellos
vinisteis del cielo a revestiros de carne humana y cargar con nuestras
miserias; saben que por su amor vivisteis vida llena de penas y abrazasteis
ignominiosa muerte; ¿cómo, pues, viven
tan olvidados de vos? Aman a los parientes, a los amigos, hasta a los animales,
y si de cualquiera de ellos reciben una manifestación de afecto, luego procuran
recompensarlo, y ¿sólo con vos están desprovistos de afecto y agradecimiento?
Mas,
¡ah!, que acusando a estos ingratos me acuso tambien a mí mismo, que os traté
peor que ellos. Anímame, con todo,
vuestra bondad, que tanto me ha sufrido para perdonarme y abrasarme en vuestro
amor, con tal de que quiera arrepentirme y amaros. Sí, Dios mío, quiero arrepentirme y me duele
con toda el alma haberos ofendido; os quiero amar con todo el corazón. Bien veo, Redentor mío, que mi corazón no
merecería ser aceptado por vos, porque os abandonó por amor a las criaturas; y
veo que, esto no obstante, aún lo queréis por lo que os lo consagro y entrego con
toda mi voluntad. Inflamadlo, pues, en
vuestro santo amor y haced que de hoy en adelante no ame a nadie sino a vos,
bondad infinita, digna de infinito amor.
Os amo, Jesús mío; os amo, sumo bien; os amo, único amor de mi alma.
¡Oh María, Madre mía, Madre del Amor
Hermoso!, alcanzadme la gracia de amar a mi Dios; de vos los espero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario