SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD
DISCURSO V
(20 de Diciembre)
EL VERBO ETERNO DE FUERTE SE HIZO DEBIL
Dicite pusillaminis: Confortamini, et
nolite timere!...
Deus ipse veniete et salvabit vos.
Decid a los tímidos de corazón: ¡Esforzaos
y no temáis!...
El Vendrá y os redimirá
Predijo Isaías, hablando de la
venida del Redentor: ¡Desierto y yermo alégrense, exulte de júbilo la estepa y florezca
como el cólquico! Hablaba el profeta de los paganos entre quienes se contaban
nuestros mayores, que vivían en la gentilidad, como en tierra desierta, sin
hombres que conociesen y adorasen al verdadero Dios, y llena tan solo de
adoradores del demonio; tierra desierta y sin caminos, ya que estos
desgraciados desconocían los de las salvación. Y predijo a continuación que
esta tierra tan infeliz debía alegrarse con la venida del Mesías, al verse
llena de adoradores del verdadero Dios, fortalecidos con su gracia contra todos
los enemigos de su salvación, y había de florecer como el cólquico en pureza de
costumbres y en olor de santas virtudes. Por eso añade el profeta; decid a los tímidos
de corazón: ¡Esforzaos y no temáis!... El vendrá y os redimirá. Esta predicción
la tenemos ya cumplida hoy día, por lo que permitidme que yo exclame jubiloso: ¡Alegraos,
alegraos hijos de Adán!; no seáis pusilánimes; si os reconocéis débiles y
flacos para resistir a tantos enemigos vuestros, desechad todo temor, porque
Dios ha venido a salvaros, comunicándoos fuerza bastante para combatir y vencer
a todos los enemigos de vuestra salvación.
Y ¿cómo os facilito nuestro Redentor esta fortaleza?
Trocándose de fuerte y omnipotente en débil. Tomó sobre si nuestra flaqueza,
comunicándonos así su fortaleza. Veámoslo, pero antes pidamos luces a Jesús y a
María.
I
Solo
Dios puede llamarse propiamente fuerte, ya que es la misma fortaleza, de quien
todos los poderosos la reciben: Mía es la fuerza; por mi reinan los reyes.
Dios, infinitamente poderoso, puede cuanto quiere con solo quererlo: ¡Ah, Señor,
Yahveh! Mira, tú has hecho el cielo y la tierra mediante tu gran poder y tu
brazo extendido. ¡No existe cosa alguna demasiado difícil para ti! El, con una
sola señal, creo los cielos y la tierra, y, si quisiera, con otra señal, podría
destruir toda la máquina del universo. Reconocemos que con un diluvio de fuego
abrasó en un momento cinco ciudades enteras; que antes de este diluvio de
fuego, con otro de agua inundo toda la tierra, muriendo todos los hombres, con
excepción de solas ocho personas; en suma, dice Isaías: Y a la fuerza de tu
brazo ¿quién resistirá?
De
todo lo cual se deduce cuán grande sea la temeridad del pecador, que se rebela
contra Dios y lleva su audacia hasta levantar la mano contra el Omnipotente. Si
viéramos a una hormiga atacar a un soldado, ¿qué pensaríamos de tal temeridad?
Pues ¡cuánto más temerario es el hombre que desafía a su Criador, desprecia sus
mandamientos, sus amenazas, su gracia, y se declara enemigo suyo! Y bien, a
estos temerarios e ingratos vino a salvar el Hijo de Dios, haciéndose hombre y
cargando con los castigos por ellos merecidos, para alcanzarles perdón. Y, al
ver que el hombre, debido a las heridas causadas por el pecado, había quedado
tan débil e impotente para resistir a las fuerzas del enemigo, ¿qué hizo? De
fuerte y omnipotente que era, se hizo débil y cargo sobre si las debilidades
corporales del hombre, para alcanzarle, con sus meritos, la fortaleza de
espíritu necesaria para superar los ataques de la carne y del infierno; y aquí
lo tenemos hecho niño, obligado a sustentarse de leche y tan débil, que por sí
mismo no puede alimentarse, ni siquiera moverse.
El
Verbo eterno, al encarnarse, quiso esconder su fortaleza. Encontramos a Jesús,
dice San Agustín, fuerte y enfermo: fuerte, porque sin trabajo lo ha creado
todo, y enfermo, porque lo vemos semejante a cualquiera de nosotros. Pues bien,
este fuerte quiso hacerse débil, dice el Santo, para reparar con su debilidad
nuestras enfermedades y alcanzarnos así la salvación. Y por esto dice que se comparó
a la gallina, hablando con Jerusalén: ¡Cuantas veces quise congregar a tus
hijos de la manera que la gallina recoge a sus pollitos debajo de las alas, y
no quisiste! La gallina enferma para criar a sus polluelos (nota San Agustín),
y así se da a reconocer por madre; igual hizo nuestro amoroso Redentor,
tornándose débil y participando de nuestras enfermedades, para que le
reconociéramos como padre y como madre de nosotros, pobres enfermos.
He
aquí al que rige al cielo, dice San Cirilo, envuelto en pañales y sin poder
extender los brazos. Vedlo en el viaje que emprendió a Egipto por orden se du
Eterno Padre; aun cuando quiere obedecer, no puede caminar, y necesita que María
y José lo lleven en brazos Y a la vuelta de Egipto, añade San Buenaventura,
necesitan descansar a menudo por el camino, porque el niño ya era grandecito
para llevarlo siempre en brazos, pero no lo bastante para que pudiese andar por
sí mismo todo el camino.
Vedlo
después, mayorcito, en el taller de Nazaret, afanado en el trabajo y sudando
para ayudar a José en la carpintería. ¡Oh!, ¿quién, contemplando atentamente a Jesús,
jovenzuelo que se fatiga desbastando un tosco madero, no le diría: Pero que,
amable jovencito, ¿no sois vos el Dios que con una sola señal sacasteis los
mundos de la nada? Y ¿cómo se explica que ahora tan presto os fatiguéis y
sudéis al desbastar este tosco leño, cuyo trabajo aun no habéis acabado? ¿Quién
os redujo a tal debilidad? ¡Oh fe santa! ¡Oh divino amor! ¡Semejante
pensamiento, bien meditado, debiera no solo inflamarnos, sino, por decirlo así,
incendiarnos de amor! ¡Ved aquí adonde ha llegado todo un Dios! Y ¿para qué?
Para hacerse amar de los hombres.
Vedlo,
finalmente, en los postreros instantes de su vida, atado con cuerdas en el
huerto, de las que no se puede librar; atado en el pretorio a la columna, para
ser azotado; con la cruz a cuestas y sin fuerzas para llevarla, por lo que su
caminar es un continuado caer; vedlo enclavado en la cruz, sin que se pueda
librar de ella, y reducido a la agonía por su extrema debilidad, desfalleciendo
y expirando.
II
Y
¿Por qué se hizo tan débil Jesucristo? Para comunicarnos de esta manera, como
arriba apuntamos, su fortaleza, y para vencer así y abatir las fuerzas del
infierno. Dice David, que es propio de Dios e inherente a su naturaleza la
voluntad de salvarnos y de librarnos de la muerte. Dios Salvador es Dios para
nosotros, y es de Yahveh, el Señor, librar de muerte; palabras que comenta así
Belarmino: Propio es esto de Dios: tal es su naturaleza; nuestro Dios es un
Dios Salvador y a El corresponde librarnos de la muerte. Si somos débiles,
confiemos en Jesucristo y lo podremos todo: Para todo siento fuerzas en aquel
que me conforta, decía el apóstol. Para todo siento fuerzas, más no las mías
propias, sino las que me alcanzo mi Redentor con sus merecimientos: Tened buen ánimo,
yo he vencido al mundo. Hijos míos, nos dice Jesucristo, si no podéis resistir
a vuestros enemigos, yo he vencido al mundo, y lo he vencido por vosotros; mi
victoria se ha alcanzado para vuestro bien. A vosotros toca ahora aprovecharos
de las armas que os dejo para defenderos, y con las que saldréis victoriosos,
¿Cuáles son estas armas que nos dejó Jesucristo? Dos, sobre todo: el uso de los
sacramentos y la oración.
Todos
saben que, mediante los sacramentos, y en especial los de la Penitencia y Eucaristía,
se nos comunican las gracias que el Redentor nos mereció. La experiencia
cotidiana enseña que cuantos reciben frecuentemente estos perseveran constantes
en la gracia de Dios. Quienes comulgan frecuentemente, ¡cuánta fuerza reciben
para resistir a las tentaciones! La sagrada Eucaristía se llama pan, pan
celestial, para que comprendamos que, así la comunión conserva la vida del
alma, que es la divina gracia. Por eso el concilio de Trento llamo a la
comunión remedio que nos libra de las culpas veniales y nos preserva de las
mortales. Santo Tomas afirma, hablando de la Eucaristía, que sería incurable la
llaga que nos queda del pecado si no se nos hubiese dado tan divino remedio; e
Inocencio III afirma que la pasión de Jesucristo nos libra de las cadenas del
pecado, y la sagrada comunión nos libra de la voluntad de pecar.
El
segundo medio eficaz para vencer las tentaciones es la oración hecha a Dios por
los meritos de Jesucristo: Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, eso
hare. Así, pues, todo cuanto pidamos a Dios en nombre de Jesucristo, es decir,
por sus merecimientos, lo alcanzaremos. Todos los días vemos que cuantos en sus
tentaciones recurren a Dios y le suplican por los meritos de Jesucristo, salen
vencedores; y, por el contrario, cuantos en sus tentaciones, especialmente
contra la pureza, no se encomiendan a Dios, caen miserablemente y se pierden.
Para excusarse, alegan que son débiles y de carne. Pero ¿de qué les valdrá la
excusa de su flaqueza, si se pueden hacer fuertes con solo acudir a Jesucristo,
invocando tan solo confiadamente su santísimo nombre, cosa que rehúsan hacer?
¿Qué excusa, repito, podría alegar quien se lamentase de haber sido vencido por
el enemigo si, teniendo a su mano las armas para defenderse, las despreciara y
rehusase? Si insistiere en no querer alegar su flaqueza, no habría nadie que le
condenara, sino que todos le dirían: Pues si conocías tu debilidad, ¿por qué no
quisiste servirte de las armas que se te ofrecían?
Dice
San Agustín que el demonio fue encadenado por Jesucristo, y así puede ladrar,
pero no morder, sino a aquel que se dejare morder. ¡Qué tonto es, exclama, el
que se deja morder por el perro atado! Y en otro lugar dice que el Redentor nos
procuró todos los remedios necesarios para curar; quien no quiere observar la
ley, y muere por ello, muere por su culpa.
Quien
se une a Jesucristo, de ninguna manera es débil, sino fuerte con su divina
fortaleza, ya que nos exhorta, como dice San Agustín, no solo a combatir, sino
que nos da fuerzas para ello; si desfallecemos, nos alienta y con su bondad nos
corona. Predijo Isaías que Saltará el cojo como un ciervo; es decir, que quien
por los meritos del Redentor no era capaz ni de dar un paso, llegaría a saltar
las montañas cual ciervo veloz; La tierra abrasada se trocara en estanque, y el
país árido, en hontanar de aguas; las tierras más áridas serán fecundadas con abundantes
aguas: En lo que era morada de chacales, su cubil, habrá verde de cañas y
juncos; es decir, que el alma, primero morada de demonios, produciría el vigor
de la caña, esto es, la humildad, porque el humilde, comenta el cardenal Hugo,
esta vacío a los propios ojos, y produciría los juncos, es decir, la caridad,
porque los juncos, comenta el mismo autor, en algunas regiones se utilizan como
mecha para arder en lámparas.
En
una palabra, que es Jesucristo hallamos toda gracia, toda fuerza, todo socorro
cuando a El acudimos: En todo fuisteis enriquecidos en El, en toda palabra y en
todo conocimiento…, hasta el punto de no quedaros vosotros atrás en ningún
carisma. Para este fin se anonado a sí mismo; se redujo, en cierto sentido, a
la nada—dice el P. Cornelio--, se despojó de su majestad, de su gloria y de su
fortaleza y su virtud y para ser nuestra luz, nuestra justicia, nuestra
santificación y nuestra redención. El cual (Cristo Jesús) fue hecho por Dios para nosotros sabiduría,
como también justicia, santificación y redención, y está presto a dar fortaleza
y ayuda a quien se la demandare.
Vio
San Juan al Señor con el seno lleno de leche (es decir de gracias) y ceñido con
cinto de oro. Esto significa que Jesucristo esta, en cierto sentido, como atado
y obligado por el amor que tiene a los hombres; y así como la madre, que,
sintiéndose pletórica de leche, va buscando al niño a quien alimentar y que la
aligere el peso, así El anhela que vayamos a pedirle gracias y auxilios para
vencer a nuestros enemigos, que andan sin cesar espiando la ocasión de robarnos
su amistad y la eterna salvación.
¡Ah,
cuan bueno y liberal es Dios para el alma que resuelta y verdaderamente le
busca! Por lo que, si no nos santificamos, nuestra es la culpa por no
resolvernos a entregarnos por completo a Dios: Quiere, más sin eficacia, el
perezoso. Los tibios quieren y no quieren, y de ahí que queden vencidos, por no
estar enteramente resueltos a agradar tan solo a Dios. La voluntad resuelta lo
vence todo, porque, cuando el alma se resuelve a entregarse del todo a Dios,
este le alarga la mano y le da fuerza para superar todas las dificultades que
se le ofrecen en el camino de la perfección. Tal fue la hermosa promesa que Isaías
significo, con estas palabras: ¡Ojala desgarrases el cielo y bajases, de suerte
que las montañas se tambalearan ante ti! Todo valle se alzara, y toda montaña y
colina se hundirá. Esto es: Cuando venga el Redentor, con la fortaleza que
prestara a las almas de buena voluntad, hallaran allanados los montes de todos
los apetitos carnales, y enderezados los caminos torcidos, y suavizados los ásperos:
esto es, los desprecios y los trabajos, que antes eran tan difíciles ásperos a
los hombres, se tornaran fáciles y suaves en virtud de la gracia de Jesucristo
y del amor divino que les infundirá.
Por
eso San Juan de Dios se regocijaba al verse apaleado como loco en un hospital;
por eso Santa Liduvina se complacía al verse tantos años llagada y clavada en
la cama; por eso San Lorenzo se hallaba contentísimo, hasta el extremo de
burlarse del tirano cuando se hallaba en las parrillas ardiendo y dando la vida
por Jesucristo; por eso tantas almas ardorosas y enamoradas de Dios encontraban
la paz y el contento, no en los placeres y honores mundanos, sino en los
dolores e ignominias.
Supliquemos,
pues, a Jesucristo que nos dé el fuego que vino a prender en la tierra, y así
no hallaremos la menor dificultad en despreciar los mentidos bienes del mundo
ni en emprender las más grandes cosas por Dios. Cuando se ama, no se sufre,
decía San Agustín. No hay trabajo ni
pena en el sufrir, ni en el orar, ni en el mortificarse, ni en el humillarse,
ni en el alejarse de los placeres terrenos para el alma que solo ama a Dios.
Cuanto más hace o sufre, tanto más desea hacer y sufrir. Las llamas del amor
divino son como las del infierno, que no dice: ¡Basta! Nada puede saciar el
ardor del alma que ama a Dios
Como en el infierno
el fuego es eterno,
así al alma amante
no hay ardor bastante.
Pidamos a María Santísima, por
cuyas manos (como se lo revelo a Santa María Magdalena de Pazzi), se dispensa a
las almas el amor divino, que nos alcance este precioso don. Ella ese tesoro de Dios y la tesorera de todas
las gracias, y especialmente del divino amor, como se expresa el Idiota.
Afectos y Suplicas
¡Redentor
y Dios mío!, perdido estaba, pero con vuestra sangre me rescatasteis del
infierno; pequé miserablemente muchas veces, pero de nuevo me librasteis de la
muerte eterna: Tuyo soy; socórreme. Ya que ahora soy vuestro, como lo espero,
no permitáis que vuelva a perderme, rebelándome contra vos. Resuelto estoy a
sufrir la muerte y miles de muertes antes que verme de nuevo vuestro enemigo y
esclavo del demonio. Pero vos conocéis mi debilidad y sabéis de mis traiciones,
y por ello me habéis de dar fuerzas para resistir los asaltos que me dará el
infierno. Comprendo que no faltareis en socorrerme siempre que a vos recurra en
mis tentaciones, pues dijisteis: Pedid y recibiréis. Todo el que pide recibe.
Este, con todo, es mi temor: olvidarme de recurrir a vos en mis necesidades y
así caer vencido miserablemente. Esta es, pues, la gracia que, sobre todo, os
pido: dadme luces y fuerza para acudir siempre a vos e invocaros siempre que
sea tentado. Y ayudadme, además, para que siempre os pida esta gracia.
Concedédmela por los meritos de vuestra sangre. Y vos, ¡oh María, alcanzádmela, por el amor
que a Jesucristo tenéis!
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