"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

viernes, 14 de mayo de 2010

Intimidad Divina P. Gabriel de Sta. M. Magdalena, O.C.D.


LA ASCENSION DEL SEÑOR

Presencia de Dios.- ¡Oh Jesús, que subiste al cielo!

Haz que también yo habite en el cielo con el corazón.

PUNTO PRIMERO.- El pensamiento central de la liturgia de este día consiste en levantar nuestros corazones al cielo, para comenzar a habitar espiritualmente allá donde Jesús nos ha precedido: «La Ascensión de Cristo, dice San León, es nuestra elevación; y el cuerpo tiene la esperanza de estar algún día allí donde le ha precedido su gloriosa Cabeza» (BR.). De hecho, ya en el discurso de la ultima Cena, había dicho el Señor: « Voy a prepararos un lugar. Y cuando me haya ido y preparado un lugar para vosotros, volveré de nuevo y os llevaré conmigo para que donde Yo esté estéis también vosotros» (Jn. 14. 2 y 3). La Ascensión es por lo tanto una fiesta de alegre esperanza, de suave degustación del cielo: adelantándosenos Jesús, nuestra Cabeza, nos ha dado el derecho de seguirle algún día; más aún, podemos decir con San León «que con Cristo nosotros mismos hemos penetrado en lo más alto de los cielos» (BR.). Así como en Cristo crucificado hemos muerto al pecado y en Cristo resucitado hemos resucitado a la vida de la gracia, así en El, ascendido al cielo, hemos subido también nosotros. Esta vital participación en los misterios de Cristo es la gran consecuencia de nuestra incorporación a Él; siendo El nuestra Cabeza y nosotros sus miembros, dependemos de El totalmente y estamos íntimamente ligados a su suerte. «Dios, rico en misericordia - enseña San Pablo - por el gran amor que nos tenia... nos llamo a la vida en Cristo... nos ha resucitado en Jesucristo y nos ha sentado con El en el cielo» (Ef. 2, 4-6). El derecho al cielo ya ha sido adquirido, el lugar está preparado, a nosotros toca vivir en el mundo de tal modo que un día merezcamos ocuparlo. Entre tanto, mientras dura la espera, debemos actualizar la hermosa petición que la liturgia pone en nuestros labios: «Concédenos, oh Dios omnipotente, que también nosotros habitemos en espíritu en la celestial mansión» (Colecta). «Dónde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt. 6,21). dijo un día Jesús, Si Jesús es verdaderamente nuestro tesoro, nuestro corazón no puede estar sino en el cielo junto a Él. este debe ser el gran anhelo del alma cristiana, tan bien expresado en el himno de las Vírgenes de hoy: «¡Oh Jesús!, sé la meta de nuestros corazones, sé el consuelo de nuestras lágrimas, sé Tú el dulce premio de nuestra vida» (BR.).

"¡ Oh Dios mío, Dios mío! ¡Oh Jesús mío! Tú te vas y nos dejas. ¡Oh, qué gozo habrá en el cielo! Pero nosotros nos quedamos aquí sobre la tierra. ¡Oh Verbo eterno! ¿Qué ha hecho por ti la criatura, por la cual has hecho tan grandes cosas y ahora subes al cielo para mayor gloria suya? Dime, ¿qué ha hecho por ti para que la ames tanto? ¿Qué le das? ¿Qué esperas de ella? la amas tanto que le das a ti mismo que eres el Todo y fuera de ti no hay cosa alguna. Quieres de ella todo su querer y saber, porque dándote esto, te da todo lo que tiene. ¡Oh sabiduría infinita! ¡Oh Bondad suma! ¡Oh Amor! ¡Oh Amor poco conocido, menos amado y por pocos poseído! ¡Oh Pureza poco conocida y poco deseada! ¡Oh Esposo mío! ¡Oh Esposo mío, ahora que estás en el cielo con tu Humanidad, sentado a la diestra del Eterno Padre, crea en mi un corazón puro y renueva en mi seno un espíritu recto" (Santa María Magdalena de Pazzis).

PUNTO SEGUNDO.- Pero, junto a la esperanza y a la gozosa expectativa del cielo, la fiesta de la Ascensión tiene también un tono de melancolía. Frente a la definitiva partida de Jesús, los Apóstoles debieron sentirse presos de una sensación de espanto, el espanto de quien ve alejarse para siempre al amigo y sostén mas querido y se encuentra solo ante las dificultades de la vida. El Señor intuyó el estado de ánimo de los suyos y he aquí que una vez más les consuela prometiendo la venida del Espíritu Santo, del Espíritu Consolador: «Les mando - leemos en la Epístola (Act. 1,1-11) - que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen allí la promesa del Padre... Seréis bautizados con el Espíritu Santo de aquí a no muchos días». Pero tampoco esta vez llegaron a comprender los Apóstoles . ¡Qué necesidad tenían de ser iluminados y transformados por el Espíritu Santo para hacerse aptos de la gran misión que les seria confiada! Por eso, Jesús añadió: «El Espíritu Santo os dará valor y seréis mis testigos... hasta la extremidad de la tierra». Mas, de momento, están allí, en torno al Maestro, débiles, temerosos, asustados, algo así como niños que ven partir a la madre para un país lejano y desconocido. En efecto, mientras sus miradas están fijas en El, Jesús, se eleva alo alto y una nube le esconde a sus ojos. Es preciso que vengan dos ángeles a distraerles de la consternación en que quedaron y hacerles pensar en la realidad del hecho cumplido; entonces, confiando en la palabra de Cristo, que de aquí en adelante es su único apoyo, regresan a Jerusalén y se recluyen en el Cenáculo para esperar, recogidos en la oración, el cumplimiento de la promesa. Era la primera novena de Pentecostés; «perseveraban concordes en la oración... con María, Madre de Jesús» (Act. 1, 14). Retiro, recogimiento, oración concordia con los hermanos, unión con María Santísima, he ahí las características de la novena que debe prepararnos también a nosotros a la venida del Espíritu Santo.

"¡Ay de mi, Señor, que es muy largo este destierro y pasase con grandes penalidades del deseo de mi Dios! Señor, ¿qué hará un alma metida en esta cárcel?... Deseo yo, Señor, contentaros... Veisme aquí, Señor; si es necesario vivir para haceros algún servicio, no rehuso todos cuantos trabajos en la tierra me pueden venir... Mas Señor mío, yo tengo solas palabras, que no valgo para más.

"Valgan mis deseos, Dios mío, delante de vuestro divino acatamiento y no miréis a mi poco merecer... ¿Qué haré yo para contentaros? Miserables son mis servicios, aunque hiciese muchos a Dios. ¿Pues para qué tengo de estar en esta miserable miseria? Para que se haga la voluntad del Señor. ¿Qué mayor ganancia ánima mía? Espera, espera, que no sabes cuando vendrá el día y la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto, dudoso, y el tiempo breve, largo; mira que mientras más peleares, mas mostraras el amor que tienes a tu Dios, y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin" (TJ. Ex. XV).

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