"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El Alma de todo Apostolado


PRIMERA PARTE

Las obras y la vida interior.

1º—Las obras.

Ser soberanamente liberal es un atributo de la naturaleza divina. Dios es la bondad infinita. La bondad tiende a difundir y comunicar el bien que goza.

La vida mortal de Nuestro Señor no fué más que una continuada manifestación y testimonio de esta inagotable liberalidad. El evangelio nos presenta al Redentor sembrado en su camino los tesoros de amor de un corazón ávido de atraer a los hombres a la verdad y a la vida.

Esta llama de Apostolado Jesucristo la comunicó a la Iglesia, don de su amor, difusión de su vida, manifestación de su verdad, trasunto de su santidad.

Animada de esos mismos ardores y aspiraciones, la esposa mística de Cristo continúa, a través de los siglos, la obra de Apostolado de su divino Ejemplar.

Ha entrado en los planes de la Providencia, como afirma León XIII en la carta al Cardenal Gibbons, y hace constituido como ley universal que el hombre llegue al conocimiento y camino de salvación mediante el concurso de otro hombre. Jesucristo ha vertido la sangre para el rescate del mundo; y así como solo Él ha rescatado y redimido al hombre, solo también Jesucristo podía aplicar la virtud y eficacia de esa sangre divina obrando de un modo inmediato sobre las almas, como así lo hace por la Eucaristía; mas estos no son los designios de Dios, sinó que por ley general reparte sus beneficios y gracias por medio de cooperadores. ¿Por qué así Dios lo ha querido y dispuesto?

Esa cooperación mediata no sólo está en harmonía con la majestad divina; mas también parece que la exige la ternura paternal de Dios a los hombres.

Si a los primeros magistrados de un Estado y monarcas no conviene sus ministros, nada debe maravillarnos la condescendencia paternal de Dios dignándose establecer que unas pobres criaturas se asocien a ser cooperadoras de sus trabajos y gloria.

La iglesia nacida de la cruz, salida del costado traspasado del Salvador, por el ministerio apostólico perpetúa la acción bienhechora y redentora del Hombre-Dios. Por voluntad de Jesucristo ese ministerio es el medio esencial de la difusión de la Iglesia entre las naciones y el instrumento más ordinario de su conquistas.

Aparece en primer lugar el clero secular con su escala jerárquica formando el cuadro oficial del ejército de Cristo; clero, en cuyas filas se han contado y cuentan tantos miles de Obispos y presbíteros santos y celosos, aun de reciente beatificación, como él nunca bastante ponderado cura de Ars.

Al lado del clero secular levántense, desde el origen del Cristianismo, compañías de voluntarios, cuerpos escogidos, cuya exuberante y cada vez más abundante robustez, será siempre uno de los testimonios más claros de la vitalidad de la Iglesia.

Vemos desde un principio en los primeros siglos las Ordenes contemplativas, cuyas incesantes oraciones y maceraciones rudas contribuyen, por modo singular y notable, a la conversión del mundo pagano.

En la Edad Media surgieron las órdenes de Predicadores, las órdenes mendicantes, las órdenes militares, las dedicadas a la heroica misión del rescate de cautivos del poder de los infieles. En fin, los tiempos modernos han visto nacer multitud de milicias e instituciones de enseñanza, sociedades de misioneros, congregaciones de todas clases cuyo fin es difundir el bien espiritual y corporal en todas sus formas.

Además, en todas las épocas, la Iglesia ha encontrado una ayuda preciosa en el concurso de los simples fieles que hoy constituyen una verdadera legión, «personas de obras», según frase corriente, corazones ardientes que, sabiendo unir sus fuerzas, ponen sin reservas al servicio de nuestra Madre común, tiempo, facultades, fortuna; y sacrifican frecuentemente su libertad y algunas veces sus sangre.

¡Espectáculo, por modo hermoso y a maravilla fortificante y consolador, que se vean nacer providencialmente obras que respondan a las exigencias del día y tan admirablemente adaptadas a las circunstancias!

La historia de la Iglesia atestigua con evidencia este hecho: tan pronto como se ha sentido una necesidad o se ha visto un peligro en el seno de la sociedad cristiana, ha aparecido invariablemente una institución reclamada por las necesidades de entonces.

Así también en nuestra época vemos que para contrarrestar males de gravedad especial han surgido una muchedumbre de obras apenas conocidas de nuestros antepasados: Catecismos preparatorios para la primera comunión, catecismos de perseverancia, catecismos de niños abandonados, congregaciones, cofradías, reuniones y retiros para hombres y jóvenes, para señoras y sirvientes e Hijas de María, Apostolado de la oración, ligas para el descanso dominical, patronatos de jóvenes, círculos católicos, obras militares, buena prensa, ejercicios de obreros, etc.; formas todas de Apostolado suscitadas por el mismo Espíritu que abrasaba el alma apostólica de San Pablo cuando decía: Ego ¹ autem libentissime impendam et superimpendar ipse pro animabas vestris y que quiere extender por todas partes los beneficios de la sangre de Jesucristo.

Deseo es tanto del autor de este librito (como de su traductor) que estas humildes páginas sean meditadas por esos activos y luchadores soldados de Cristo, «hombres de obras» que llenos de celo y ardor por su noble vocación, no se encuentran tal vez, a causa de la actividad que despliegan, bastante prevenidos contra el peligro de no ser, antes que nada, hombres de vida interior; y que si llegan días aciagos, en qué circunstancias inexplicables dan al traste con sus obras y proyectos y aun ponen a riesgo sus bienes espirituales, viéndose tentados a abandonar la lucha descorazonados, en estos capítulos hallen luz para explicar esos sucesos, fuerza y arriscamiento para no sentir desmayos y descaecimientos.

Los pensamientos desarrollados en este libro nos ha ayudado y servido a maravilla para luchar contra el peligro que se corre al ponerse uno en contacto con el mundo, en la vida activa por medio de las obras.

Dios haga que la meditación pausada de las ideas contenidas en este libro, programa de todo católico militante evite a alguno disgustos y desfallecimientos y aun daños espirituales y los guie con animosidad en el camino emprendido, mostrándoles que jamás el «Dios de las obras deber ser dejado por las obras de Dios» y que el Voe² mihi si non evangelizavero no nos da el derecho de olvidar el Quid³ prodest homini si mundum universum lucretur, animae vero suae detrimentum patiatur.

2ª—Dios quiere que Jesús sea la vida de las obras.

La ciencia se engríe y lozanease de haber conseguido inmensos éxitos. Una cosa, no obstante, le ha sido imposible: crear la vida; sacar del laboratorio, aunque entre velas tendidas en el mar de la Química, un grano de trigo, una larva. Las ruidosas derrotas sufridas por los defensores de la generación espontanea hanles obligado y constreñido a amainar las velas de su pretensión y resignado se han a dejar sus teorías, reñidas con la ciencia de la que pomponéense acérrimos paladines. Dios se ha reservado el poder de crear la vida. En el orden vegetal y animal los seres vivientes crecer pueden y multiplicarse, siempre que su fecundidad se realice dentro de las condiciones estatuidas por el Creador; pero desde que se trata de la vida intelectual, Dios se reserva esta operación y El es quien directamente crea el alma racional. Existe todavía un campo, un reino en el que con mas imperio y celo ejerce la cualidad y atributo de la omnipotencia sin intervenciones ajenas, y es el orden sobrenatural, la vida sobrenatural, emanación de la vida divina comunicada a la Humanidad del Verbo encarnado.

Per Dominum nostrum Jesum Christum. Per ipsum et cum Ipso et in Ipso ⁴ La Encarnación y Redención establecen a Jesús manantial y manantial único de esta vida divina, de la que todos los hombres están llamados a ser participantes.

la acción esencial de la Iglesia consiste en difundir por los Sacramentos, la oración, predicación y demás obras, esa vida.

Dios nada hace que no sea por su Hijo: ⁵Omnia per Ipsum facta sunt et sine Ipso factum est nihil. Esto es verdadero en el orden natural, pero mucho más en el sobrenatural cuando trata Dios de comunicar su Vida íntima y hacer participes de su propia naturaleza para convertirlos en hijos de Dios.

Veni ut vitam habeant ⁶. In Ipso vita erat ⁷Ego sum vita⁸. ¡Qué exactitud en estas palabras! ¡Qué luz en esta parábola de la vid y los sarmientos en la que el Maestro manifiesta por modo tan sencillo, hermoso y elocuente , esta verdad! Qué insistencia pone para grabar en los Apóstoles este principio fundamental: que solamente Jesús es la vida y esta consecuencia: que para participar de esta vida y comunicarla a otros deben estar injertados en el Hombre-Dios.

Los hombre llamados y elevados a colaborar con el Salvador para transmitir a las almas esta vida divina, deben considerarse como modestos canales encargados de sacar de esta fuente y manantial único.

Desconocer estos principios y crecer que puede producirse el menor grado y vestigio de gracia sobrenatural que no lo haya tomado enteramente de Jesús, manifestara en el hombre apostólico, un grosero error teológico.

Desorden menor fuera, aunque insoportable a los ojos de Dios, el que reconociéndose teóricamente que el Redentor es la causa primordial de toda la vida divina, el apóstol en su acción olvidara esta verdad, cegado por loca presunción, tan injuriosa a Jesús, y no contare más que con sus propias fuerzas.

Aquí hablamos del desorden intelectual que implica doctrinal o prácticamente la negación de u principio al que debemos no sólo la adhesión de nuestro espíritu, mas también la conformidad de nuestra conducta; no tratamos del desorden moral del hombre de obras que reconoce al Salvador como Manantial y origen de toda gracia y espera de Él todo éxito; pero cuyo corazón, ora pro el pecado, ora por la tibieza voluntaria, estuviera en desacuerdo con el de Jesús.

Ahora bien, el conducirse prácticamente, al ocuparse en las obras de vida activa, como si Jesús no existiera y no fuera Él solo el principio de la vida, es calificado por el car. Mermillod de Herejía de obras. Con esta expresión estigmatiza y condena la aberración del apóstol que, olvidándose del oficio secundario e instrumental que desempeñar debe, no esperara más que de la actividad personal y los talentos, el éxito de su apostolado.

¡Herejía de obras! No es un caso raro, sino harto frecuente, por desgracia, que una actividad febril tome el lugar y denominación de acción de Dios, que la gracia sea despreciada, que el orgullo humano pretenda destronar a Jesús, sean relegadas a la categoría de abstracciones la vida sobrenatural, el poder de la oración, la economía de la Redención, a lo menos en la práctica.

En este siglo de Naturalismo, en el que el hombre juzga según los visos y apariencias y obra como si el feliz acabamiento o éxito de una obra dependiera mayormente de una ingeniosa organización, no es infrecuente ni imaginario el caso de Herejía de Obras.

¡El ver un alma tan pagana que no atribuya al autor de todo bien y hacedor de todo don las maravillas de sus talentos naturales, excita la indignación aun para un espíritu iluminado solamente por las luces de la Filosofía!

¿Qué experimentaría un católico instruido en su religión ante el espectáculo de un Apóstol que hiciese alarde, a lo menos implícitamente, de poder comunicar a las almas siquiera el mínimo grado de vida divina?

Ah, ¡insensato! dijéramos al oír a un obrero que se expresase en estos términos: «Dios mío, no suscitéis obstáculos a mis proyectos ni les señaléis limites, que yo me encargo de llevarlos al cabo»

Nuestro sentimiento seria un reflejo de la aversión que provoca en Dios la vista de tal desorden, la vista de un presuntuoso que lleva el orgullo hasta creer que puede dar la vida sobrenatural, producir la fe, conseguir la cesación del pecado hacer virtuosos a los hombres, engendrar el fervor por las propias fuerzas sin atribuir estos efectos a la acción directa, constante, universal y desbordante de la Sangre divina, precio, razón del ser y medio de toda gracia y de toda vida espiritual. Deuda es, por tanto de Dios para con la Humanidad de su hijo el confundir a estos falsos cristos, paralizando tales obras de orgullo o permitiendo que no causen más que un espejismo efímero.

Hecha reserva de las gracias que ex opere operato son producidas, Dios es deudor al Redentor de la negación de bendiciones sobre el Apóstol lleno de vanidad, para retenerlas y comunicarlas a los sarmientos y ramas que humildemente reconocen no tener su savia más que de la vid divina.

De otra manera, si bendijera con resultados profundos y perdurables una actividad envenenada con este virus que hemos llamado Herejia de obras, pareciera que Dios anima y fomenta este desorden y permite el contagio.

¹ Yo por mí gustosísimo expondré cuanto tengo y aun me entregaré a mí mismo por la salud de vuestras almas. (San Pablo a los Corintios 12,15).

² Desventurado de mí si no evangelizare. (San Pablo a los Corintios 9,16).

³Porque de ¿qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (San Mateo 16,26)

⁴Por Nuestro Señor Jesucristo. Por Él, con Él y en Él.

⁵Por Él fueron hechas todas las cosas; y sin Él no se ha hecho cosas alguna.

⁶He venido para que tengan vida.

⁷En Él estaba la vida.

⁸Yo soy la vida.

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