EL MISTERIO DE LA CRUZ
Presencia de Dios.- ¡Oh Jesús! Permíteme entrar contigo
en el profundo misterio de la Cruz.
PUNTO PRIMERO.- El ambiente del Viernes Santo nos invita a internarnos profundamente «En la espesura de los trabajos y de los dolores del Hijo de Dios» (JC. CA. 35,9) (1) ; es un ambiente que no sólo trae a nuestro espíritu el recuerdo teórico de la Pasión, sino que hace brotar en nuestra voluntad una disposición a abrazar gustosamente el padecer para unirnos a semejarnos al Crucificado. Sufriendo con El, comprenderemos mejor sus sufrimientos, intuiremos mas íntimamente su amor por nosotros, «porque el más puro padecer trae más intimo y puro entender» (JC. C.36,12), y «nadie siente más profundamente en su corazón la Pasión de Cristo que quien ha sufrido algo parecido» (Imit., II, 12,4). Acompañemos al Señor con estas disposiciones en el ultimo día de su vida terrena.
Aún no ha comenzado el atroz martirio que dentro de pocas horas destrozara su Cuerpo; pero Jesús ya ha sentido en el huerto de los Olivos los dolores de la agonía, y sin duda alguna, la agonía de Getsemaní es uno de los momentos más dolorosos de la Pasión, y más reveladores de las amarguísimas penas que torturaron su espíritu. Su Alma santísima está sumergida en una angustia inefable; en el abandono y la desolación mas absolutos, sin que Dios ni los hombres le den el mas mínimo consuelo. El Salvador siente sobre si el peso enorme de todos los pecados de la humanidad; siento inocentísimo, se ve cubierto de los pecados mas execrables, hecho casi enemigo de Dios, objeto de la justicia infinita que castigara en El todas nuestras iniquidades. En cuanto Dios, Jesús siempre vivió en unión del Padre, aun en los momentos más dolorosos de su Pasión pero en cuanto hombre se sintió como abandonado por El, «herido y humillado por Dios» (Is. 53,4) Esto explica el drama intimo de su espíritu - drama mucho más doloroso que los terribles sufrimientos físicos que le esperan-; explica la cruel agonía que le hizo sudar sangre; explica su queja triste y resignada «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt. 26,38)
Si antes había deseado ardientemente la Pasión, ahora, cuando su Humanidad se encuentra ante la dura realidad del hecho, privada de la asistencia sensible de la Divinidad, Jesús gime: «¡Padre mío! Si es posible, pase de Mí este cáliz» pero este grito de angustia se pierde inmediatamente en el vacío y se oye la afirmación clara y decidida de su plena conformidad con la voluntad del Padre: «Sin embargo, no se haga como Yo quiero, si no como quieres Tú» (Mt, 26,39)
"¡Oh Cristo, Hijo de Dios! Cuando contemplo el dolor inmenso a que te sometiste por nosotros sobre la Cruz, parece como si oyese que dices a mi alma: "¡Yo no te amé mentidamente!" Estas palabras me abren los ojos y veo con toda claridad todo lo que has hecho por mí, llevado del amor que me tenias. Veo todo lo que sufriste en vida y en muerte, ¡oh Hombre-Dios amantísimo!, impulsado por este amor desbordado e inefable. Sí, ¡Oh Señor! ; Tú no me amaste sólo aparentemente, sino verdadera y perfectísimamente. Mientras que yo soy todo lo contrario, pues no te amo con fervor y con sinceridad: y el tener que confesar esto me produce un dolor insoportable.
"¡Oh Maestro! Tú me has amado sinceramente: al contrario yo, alma pecadora, siempre te he amado con un amor deficiente. Nunca he querido saber nada de aquellos dolores que Tú sufriste voluntariamente en la Cruz, y por siempre te he servido con negligencia y sin determinación (Beata Angela de Foligno).
PUNTO SEGUNDO.- A la agonía del huerto sigue el beso traidor de Judas, el prendimiento, la noche transcurrida entre los interrogatorios de los Sumos Sacerdotes y los insultos de los soldados, que le abofetean, que escupen en su cara, que le vendan los ojos, mientras, allá afuera, en el atrio, Pedro le niega. Al amanecer se reanudan las preguntas y las acusaciones; comienza después el ir y venir de un tribunal a otro: de Caifás a Pilatos, de Pilatos a Herodes, de Herodes otra vez a Pilatos; por fin es azotado horriblemente, coronado de espinas; y, vestido por escarnio, de rey, es presentado a la muchedumbre, que grita: «Quítale y suéltanos a Barrabás»; la chusma pide a grande voces: «Crucifícale, crucifícale» (Lc. 23,18-21). Cargado con el madero del suplicio, Jesús se arrastra hasta el Calvario, donde es crucificado entre dos ladrones. Estos dolores físicos y morales alcanzan tal intensidad, que Jesús, agonizando sobre la Cruz, lanza un grito de desolación: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27,46).
Estamos otra vez en presencia de la tragedia íntima que desgarra el alma de Cristo y que ahora, con rápido crescendo, acompaña el intensificarse de sus sufrimientos físicos. En el discurso de su última Cena, hablando Jesús de su próxima Pasión, había dicho a los Apóstoles: «He aquí que llega la hora, y ya es llegada, en que os dispersaréis cada uno por su lado y a Mí me dejaréis sólo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn. 14, 32). La unión con el Padre es todo para Jesús: es su vida, es su energía, su consuelo y su alegría; si los hombres le abandonan, el Padre está siempre con El y esto le basta. A la vista de esto podemos comprender mejor la intensidad de su dolor, cuando , en su Pasión Jesús siente que el Padre le abandona, como si se alejase de Él. En la agonía del huerto y en la muerte de cruz Jesús es siempre Dios y como tal está unido indisolublemente al Padre; sin embargo, porque ha querido cargarse sobre si nuestros pecados, estos se le ven tan como una barrera de división moral entre Él y el Padre. Su Humanidad, aunque unida personalmente al Verbo, por un milagro está privada de todo consuelo y ayuda divina y siente sobre sí el peso de la maldición divina lanzada contra el pecado: «Cristo -dice San Pablo- nos redimió de la maldición... haciéndose por nosotros maldición» (Gal. 3,13). Hemos llegado a lo mas profundo de la Pasión de Jesús, al dolor más amargo y atroz que ha abrazado por nuestra salvación. Sin embargo, aun en medio de tan crueles tormentos, aquella queja de Jesús: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?», se concluye en aquel abandonarse totalmente en las manos de Dios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23,46). De este modo, Jesús ha querido saborear hasta lo último la amargura atroz del sufrir y del morir, y nos enseña cómo tenemos que superar y dominar las inquietudes y angustias que nos producen el dolor y la muerte: lo cual ha de ser precisamente sometiéndonos a la voluntad de Dios y abandonándonos confiadamente en sus manos.
"¡Oh Dios mío! Tu amor enciende en mí un deseo ardiente de no querer hacer nada que pueda ofenderte, de abrazar el dolor y el desprecio como Tú, de tener fija siempre en mi mente tu Pasión y tu muerte, donde está nuestra verdadera salud y nuestra vida."
¡Oh Señor, oh Maestro Y Médico eterno! Tu sangre es la medicina que nos ofreces gratuitamente para la salud de nuestras almas; a ti te costó una Pasión dolorosísima y la muerte de Cruz a mi por el contrario no me cuesta nada, sino disponer mi corazón para recibirla. Solo me pides esto, y Tú me lo das inmediatamente y me curas de todas mis enfermedades. ¡Oh Dio mío! Estás dispuesto a librarme de mis males y a curarme de mis enfermedades; pero me pides que con lagrimas y arrepentimiento te diga yo mis males y te comunique mis enfermedades; pues, Señor, mi alma está enferma; he aquí mis pecados y mis desgracias. Yo sé muy bien que no puede haber ni pecado ni enfermedad del alma y del espíritu que no haya sido satisfecha con tu muerte, y que no haya sido remediada suficientemente. Por eso toda mi salud y toda mi alegría esta en ti, oh Cristo Crucificado! Por eso, dondequiera que me encuentre, tendré siempre fija la mirada en tu Cruz" (Beata Angela de Foligno).
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