5ª—Respuesta a la primera objeción: ¿La Vida interior es ociosa?
Este volumen está dedicado principalmente a los hombres de obras animados de un ardiente deseo de ser apóstoles, pero expuestos, por la omisión de los procedimientos necesarios, a que su actividad sea infecunda para las almas y un disolvente de la propia vida interior.
Estimular a los sacerdotes que son amantes del ocio y reposo, galvanizar las almas que engañadas por el egoísmo dicen que la ociosidad es medio de favorecer la piedad, sacudir la indiferencia de estos indolentes, de estos adormecidos que, con la esperanza de algunas ventajas u honores, aceptaran ciertas obras con tal que no turben su quietud y su ideal de tranquilidad; no es tal nuestro fin. Esta tarea exigiría una obra especial.
Dejando por tanto a otros el cuidado y empresa de hacer comprender a esta clase de sacerdotes apáticos las responsabilidades de una existencia que Dios la quiere activa, y que el demonio, en conformidad con la naturaleza, la hace infecunda por falta de actividad y defecto de celo, volvamos a los queridos y venerados hermanos a quienes estas páginas están dedicadas.
No es posible que comparación alguna pueda darnos idea aproximada de la intensidad infinita, de la actividad que existe en el seno de Dios. La vida interior del Padre es tal que ella engendra una persona divina.
De la vida interior del Padre y del Hijo procede el Espíritu-Santo. La vida interior comunicada a los Apóstoles en el Cenáculo inflamo súbitamente su celo. Para toda persona instruida que no se esfuerce en desfigurarla, es aquella un principio de Apostolado por la oración y abnegación.
Pero aunque las manifestaciones externas no manifestaran la fecundidad de la vida interior, la vida de oración es de suyo y por naturaleza, una fuente de actividad a ninguna otra comparable. Nada mas falto de fundamento y lejos de la verdad, que el ver en ella una especie de oasis donde una persona se refugia para pasar tranquilamente su existencia. bástanos considerar que es el camino que nos conduce mas derechamente al reino de los cielos para que el texto: Regnun¹ coelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud le deba ser aplicado.
Dom Sebastiam Wyart, que había experimentado tanto los trabajos de asceta, como las fatigas de militar, el trabajo del estudio y los cuidados inherentes al cargo de superior, gustaba repetir que existen tres clases de trabajos:
1. El Trabajo casi exclusivamente físico de los que ejercen una profesión manual, v.gr. labrador, artesano, soldado.
2. El trabajo intelectual, del sabio, del pensador en busca de la verdad tan frecuente ingrata, v.g., el profesor, el publicista, que ponen todas sus fuerzas sin dejar traza que no tienen ni diligencia que rehúyan, según su posible, para hacer penetrar en los demás las luces que poseen sus inteligencias. Esta labor de suyo es más fuerte y pesada y merece la primacía y preferencia sobre la primera.
3. El trabajo de la vida interior. De los tres, sin duda ninguna, este tercero es el que más molesta, sujeta y supone mayores esfuerzos. Verdad es que también ofrece mayores consolaciones.
La labor de estar dominándose a sí mismo, y todo cuanto nos rodea para no buscar en todo más que la gloria de Dios, es el ideal del hombre decidido a adquirir la vida interior. Para realizarlo fuerza es, en todas las ocasiones, tener la vista fija en el fin último y mirarlo todo a la luz del Evangelio Quo vadam et ad quid, dice con San Ignacio. De un principio depende todo. Todo está informado por ese principio: inteligencia, voluntad, memoria, sensibilidad, imaginación, sentidos.
Pero ¿con qué trabajos se llega a este resultado?
En los ratos de descanso permitido, como en los consagrados a la mortificación; en los de recreo necesario, como en los de trabajo; en los momentos de paz, como de lucha en los sentimientos de esperanza, como en los de temor, de tristeza o de alegría, en todos los acontecimientos, estados del alma, del cuerpo y cosas, procura mantener con tesón y constancia el timón en la dirección que marca la Voluntad divina.
En la oración, cerca de la Eucaristía, principalmente, se aísla mas completamente de los objetos visibles con el propósito deliberado de acercarse a tratar con Dios invisible como si lo viese; y aun en el curso de sus trabajos se esmera en realizar, a semejanza de Moisés, este ideal.
Adversidades de la vida, tormentas levantadas por las pasiones, nada es capaz de hacerle desviar de la línea de conducta que se ha trazado. Por otra parte, si siente algún decaimiento, será pasajero; porque luego se rehará y vuelve a tomar su marcha con más vigor, recibiendo, a vueltas de estos trabajos, consuelos especiales con que Dios recompensa los esfuerzos que esta labor exige.
Ociosos, concluida Dom Sebastiam, ociosos los verdaderos religiosos, los sacerdotes y seglares interiores y celosos ¡Válgame Dios!
vengan los que sienten hipo de mostrarse en público, al retiro de nuestros claustros, a pasar tres días con nosotros: no vean sus espíritus más que a través de los resplandores de la fe: sus corazones olviden todo, poniendo al descubierto las enfermedades del alma, aspirando solo a Jesús y su vida: y si esta perspectiva, este cuadro paréceles horroroso y si un purgatorio de tres días pone espanto en sus ánimos ¿que dirán ante la idea de una vida interior? La experiencia nos manifiesta que algunas personas, a quienes encalabrina la vida activa, prefieren largas horas de ocupación fatigosa a media hora de oración, devota asistencia a una Misa o pausada recitación de un Oficio y que, como dice D. Festiguiere, encuentran alivio cuando suena la hora de la acción.
Sin duda en este trabajo de desprendimiento, la gracia se lleva el mayor peso y hace el yugo suave y la carga ligera; pero cuanto ha contribuido el alma con sus esfuerzos para ponerse en este camino derecho y llegar al conversatio nostra incoelis est,² no es para dicho.
Santo Tomas explica esto a maravilla: «El hombre está colocado entre las cosas mundanas y espirituales, en la que reside la bienaventuranza eterna; cuanto más se adhiere a unas, tanto más se aparta de las otras y viceversa». En una balanza si uno de los platillos baja, el otro se eleva otro tanto.
Ahora bien, la catástrofe del pecado original, habiendo trastornado la economía de nuestro ser, ha hecho este doble movimiento de adhesión y alejamiento difícil de realizar.
Para restablecer y guardar por la vida interior el orden y equilibrio en este «pequeño mundo» que es el hombre, son indispensables desde entonces penalidades y sacrificios.
Hay un edificio hundido, desplomado que es preciso reconstruir y después preservarlo de una nueva ruina.
Resistir a los deseos del corazón totalmente apegado a la tierra y pesado, gravi corde, a las inclinaciones naturales, a los sentidos, a la sensualidad, al amor propio con la mortificación y vigilancia; reformar el carácter especialmente en aquello en que discuerde a las claras del espíritu de Cristo; ahogar el espíritu de disipación, arrebatos, complacencias en su persona o criaturas, manifestaciones de orgullo, o sea, el espíritu de naturalismo, la dureza, falta de bondad; resistir al cebo de los placeres presentes y sensibles por la esperanza de una felicidad espiritual que no ha de gozar hasta después de un largo esperar y padecer; desprenderse de todo lo que pueda sernos agradable aquí abajo; hacer del conjunto de criaturas, deseos, concupiscencias, codicias, bienes exteriores, voluntad y juicio propio, un holocausto sin reserva...¡qué tarea!
Y esto después de todo no es más que la parte negativa de la vida interior. Después de esta lucha de cuerpo a cuerpo que hacia gemir a San Pablo³ y que el P. Ravignan expresaba en esta frase: Ustedes preguntan lo que hice yo durante mi noviciado. «Éramos dos, arroje uno por la ventana y quede solo» después de este combate sin tregua contra un enemigo pronto a renacer, es menester que no torne a ser invadido del naturalismo un corazón que, purificado por la penitencia, esta sediento de reparar los ultrajes inferidos a Dios y desarrollar toda su energía empleándola únicamente en adquirir el espíritu y virtudes de Jesucristo: establecer el reino de Cristo en mi corazón, juzgando todo según las máximas de Jesús, viviendo con las virtudes de Cristo contante y habitualmente, siendo el móvil, medio, fin e ideal único de todas mis operaciones: esto es el lado positivo de la vida interior. ¿Quién no antevé el campo ilimitado del trabajo que se nos presenta?
Trabajo intimo, asiduo, poderoso. No obstante este trabajo, nuestro espíritu apostólico no recogerá velas sino que los trabajos más arduos espolearan nuestra alma; la vida interior posee este secreto.
Nos asombran y pasman las obras, al cabo llevadas, con tanta perfección, y a pesar de su precaria salud, por un San Agustín, Juan Crisóstomo, Bernardo, Tomas de Aquino, San Vicente de Paul; pero aun crece nuestra admiración, cuando vemos que estos hombres, a pesar de sus trabajos casi incesantes, se mantuvieron en una unión estrechísima con Dios.
Acercándose al principio de la Vida en grado mas próximo que los demás, recibirán fuerzas, vigor y eran, por esto, capaces de realizar los mayores prodigios.
Esto expresaba uno de nuestros grandes Obispos, sobrecargado de labores , aun hombre de estado abrumado también de trabajos que le pedía el secreto de su serenidad constante y de los admirables resultados de sus obras.
«A vuestras ocupaciones, querido amigo, agregad media hora de meditación por la mañana y obtendréis facilidad en la resolución de vuestros asuntos y tiempo desocupado todavía para la realización de algunas mas» contesto el Obispo.
1. El Reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que se la hacen a sí mismos son los que lo arrebatan. (Mateo 11,12)
2. Pero nosotros vivimos como ciudadanos del cielo. (Filip III,20).
3. De aquí que me complazco en la ley de Dios según el hombre interior; mas al mismo tiempo hecho de ver otra ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Oh que hombre tan infeliz soy yo! ¡quién me libertara de este cuerpo de muerte oh mortífera concupiscencia! San Pablo a los Romanos 8,22,23Y24
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