"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

De San Alfonso Maria de Ligorio Dicurso II


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO II
(17 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO DE GRANDE SE HIZO PEQUEÑO

Parvulus natus est nobis, et filius datus est nobis.
Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.

Decía Platón que el amor es imán del amor. De ahí el proverbio citado por San Juan Crisóstomo: Si quieres ser amado, ama, porque no hay medio más fuerte para atraerse el afecto de una persona que amarla y darle a conocer que es amada. Pero, Jesús mío, esta regla, este proverbio serán verdaderos, pero para los demás, para todos, excepto para vos. Con todos son agradecidos los hombres, fuera de vos, que ya no sabéis que más hacer para demostrarles el amor que les tenéis, y que todo lo agostasteis para haceros amar de ellos y, con todo, ¡cuán pocos son los que os aman! ¡Oh Dios, la mayoría, o por mejor decir, casi todos, ni os aman ni desean amaros y hasta llegan a ofenderos y despreciaros!
¿Queremos también nosotros ser contados en el número de tales ingratos? ¡No!, pues no se lo merece este Dios tan bueno y tan amante de nosotros, que, siendo grande y de infinita grandeza, quiso hacerse pequeñito para ser amado. Pidamos a Jesús y a María que nos iluminen.

I
Para comprender cuán grande sea el amor divino hacia los hombres, al hacerse hombre, y niño pequeñito por nuestro amor, sería preciso comprender la grandeza de Dios. Pero ¿Qué entendimiento humano o angélico podrá comprenderla si es infinita? Dice San Ambrosio que afirmar de Dios que es mayor que los cielos, que los reyes, que los santos, que todos los ángeles, equivale a injuriar a Dios, como sería una injuria decir que es mayor que una hierbecilla o que un mosquito. Dios es la misma grandeza, y toda otra grandeza no es más que mínima partecita de la grandeza divina. Considerando David esta grandeza y viendo que no podía ni podría nunca llegar a comprenderla, no acertaba sino a exclamar: Señor, ¿Quién como tú? ¿Qué grandeza podrá hallarse semejante a la vuestra? Ni ¿Cómo la habría de comprender David, si tenía entendimiento finito y la grandeza de Dios es infinita? Es grande el Señor y digno de alabanza en gran manera, y la grandeza de Él es insondable. ¿Por ventura los cielos y la tierra no lleno?, dice Dios. De suerte que, hablando a nuestro modo de entender, nosotros no somos más que insignificantes pececillos que vivimos sumergidos en el inmenso mar de la esencia divina: En El vivimos, nos movemos y existimos.
            ¿Qué somos, pues, con respeto a Dios? Y ¿Qué todos los hombres, todos los monarcas terrenos y aun todos los santos y ángeles del cielo, comparados con la infinita grandeza de Dios? Mucho menos que un granito de arena respecto de toda la tierra: He aquí que los pueblos son como gotas de un cubo, y como polvillo en la balanza son reputados. Todos los pueblos son como nada delante de Él.
            Pues bien, este Dios tan grande se hizo niñito, y ¿para qué? Un niño nos ha nacido. Que ¿para qué?, responde San Ambrosio. Pues para hacernos grandes: permitió que le fajaran con pañales para librarnos de las cadenas de la muerte bajó a la tierra para llevarnos al cielo.
            He aquí, pues, al inmenso hecho niño; aquel que no cabe en los cielos vedlo envuelto en pobres pañales, acostado en una gruta, sobre un pesebre y entre pajas que le sirven de lecho y de almohada. Mira, exclama San Bernardo, al Dios que todo lo puede, fajado de tal modo que no se pude mover; al Dios que to lo sabe, privado de la palabra; al Dios que rige cielos y tierra reducido a la necesidad de ser llevado en brazos; al Dios que alimenta a hombres y animales, necesitado de un poquito de leche para su sustento; al Dios que consuela a los afligidos y es gozo del paraíso, gimiendo, llorando y buscando quien lo consuele.
            En suma, dice San Pablo que el hijo de Dios, al venir al mundo, se anonadó a sí mismo, y ¿Por qué? Para salvar al hombre y para ser amado por él.  Si, dice San Bernardo, donde te aniquilaste, allí brilló más tu compasión y tu caridad. En efecto, querido redentor mío, cuando mayor fué tu anonadamiento, haciéndote hombre y naciendo niño, tanto mayor fué tu misericordia y el amor que nos mostraste para ganarte nuestros corazones. Si bien los hebreos tenían claro conocimiento del verdadero Dios, con tantos milagros presenciados, con todo, no estaban plenamente satisfechos, y deseaban verlo cara a cara. Dios hallo el medio de satisfacer este deseo de los hombres haciéndose hombre para manifestarseles visible. Y para hacerse más querido de nosotros quiso darse a ver la primera vez como niño, para que de este modo nos fuese su vista más grata y amable. Se humillo hasta hacerse ver como niñito, para tornarse con tal anonadamiento más grato a nosotros y, en efecto, este era el medio más propio para hacerse amar de nosotros.
            Razón tuvo el profeta Ezequiel al decir, ¡oh Verbo encarnado!, que el tiempo de vuestra venida a la tierra debía ser tiempo de amores, tiempo de amante. Y ¿Por qué nos amó tanto Dios y nos manifestó de tantas maneras su amor sino para ser amado de nosotros? Antes lo había dicho el Señor: Y ahora, Israel, ¿Qué te pide Yahveh, tu Dios, sino que le temas, sigas todos sus caminos y lo ames?
            Para obligarnos a amarlo, no quiso enviar a nadie más que a El mismo, haciéndose hombre, quiso venir a redimirnos. San Juan Crisóstomo trae una bella consideración acerca de aquellas palabras del Apóstol: No son los ángeles a quienes alarga la mano, sino el linaje de Abrahán es a quien alarga la mano. Pregunta el Santo: ¿Por qué no dijo suscepit (recibió), sino apprehendit (tomo)? Porque San Pablo no dice simplemente que Dios tomara carne humana, sino que dice que la tomo como a la fuerza, que eso significa la palabra apprehendit(tomo) y añade que se expresó así, conforme a la metáfora de quienes persiguen a quienes huyen, como para dar a entender que Dios deseaba ser amado de los hombres, que le volvían las espaldas y ni siquiera querían reconocer su amor; de ahí que el Señor bajara del cielo y tomara carne humana, para hacerse así conocer y amar como a la fuerza por el hombre ingrato que huía de Él.
            Por esto, pues, el Verbo eterno se hizo hombre, y por esto también se hizo niño. Podía haber venido como hombre perfecto, como el primer hombre, Adán, pero no; el Hijo de Dios quiso dejarse ver en forma de gracioso ni o para atraerse más presto y con más fuerza su amor. Los niños se hacen amar por sí mismos y se atraen el efecto de cuantos los miran. Por eso dice San Francisco de Sales que el verbo divino se dejó ver como niño, para cautivarse el amor de todos los hombres. Y San Pedro Crisologo escribe: Vino como debió venir quien quiso desterrar el temor y buscar la caridad. Esta infancia, ¿Qué barbarie no vence, que dureza no ablanda, que amor no pide? Así, pues, quiso nacer el que quiso ser amado y no temido. Si nuestro Salvador, parece decir el Santo, hubiese pretendido con su venida hacerse temer y respetar de los hombres, habría tomado, desde luego, la forma de hombre perfecto y rodeado de la dignidad real; mas, como venía a ganarse nuestro amor, quiso aparecer como niño, y el más pobre y humilde de todos los niños, nacido en fría gruta, en medio de dos animales, colocado en un pesebre y recostado sobre paja, sin pañales suficientes y sin fuego para calentarse. Así quiso nacer el que quiso ser amado y no temido.
            ¡Ah, Señor mío!, y ¿Qué otra cosa os movió a dejar el trono del cielo y nacer en una gruta, sino el amor que profesáis a los hombres? ¿Quién os movió a permanecer en un establo, dejando la diestra del Padre, en que estabais sentado? ¿Quién os movió a yacer sobre la paja, dejando el reinado de las estrellas? ¿Quién os movió a la compañía de dos animales, dejando el centro de los ángeles? Tan solo el amor. Vos inflamáis a los Serafines y ¿ahora tembláis de frio? Vos sostenéis los cielos y ¿ahora necesitáis ser llevado en brazos? Vos proveéis el alimento a los hombres y animales y ¿ahora necesitáis un poquito de leche para sostener la vida? Vos hacéis bienaventurados a los santos, y ¿ahora lloráis y gemís? ¿Quién os redujo a tamaña miseria? Tan sólo el amor. «Así quiso nacer el que quiso ser amado y no temido».
            Amad, pues amad, ¡oh almas!, exclama San Bernardo, a este Niño amabilísimo; Grande es el Señor y muy digno de amabilidad. Si, este Dios, dice el Santo, era ya desde la eternidad, como lo es al presente, digno de toda alabanza y respeto por su grandeza, como cantó David: Grande es el Señor y muy digno de alabanza.  Más ahora que lo vemos trocado en niño pequeñito, necesitado de leche, sin poderse mover, tiritando, gimiendo y llorando, buscando quien lo tome, lo caliente y lo consuele, ¡cuán amable se ha hecho a nuestros corazones! Pequeño es el Señor y muy digno de amabilidad.
            Habíamos de adorarlo como a Dios, pero nuestro amor había de igualar a nuestra reverencia hacia un Dios tan amable y tan amante.
            El niño se entretiene agradablemente con los niños, con las flores y en los brazos, nota San Buenaventura. Si deseamos agradar a este Niñito, quiere decir el Santo, precisa que también nosotros nos hagamos niñitos, sencillos y humildes; obsequiémosle con flores de virtudes, de mansedumbre, de mortificación, de caridad; estrechémosle amorosamente en nuestros brazos.
            Y ¿Qué más esperas ver, ¡oh hombre!, añade San Bernardo, para darte del todo a Dios? Mira con cuanto trabajo y con qué ardiente amor vino del cielo tu Jesús a buscarte. ¿No oyes, continúa, como apenas nacido te llama con sus infantiles vagidos, cual si dijese: Alma mía, te busco; por ti y para merecer tu amor baje del cielo a la tierra?
            Conque los mismos animales, luego que les favorecemos con el más insignificante beneficio, el más pequeño regalillo, vienen presto a nosotros, nos obedecen a su modo y se alegran al vernos, y nosotros ¿seremos tan ingratos para con Dios, que se nos dio a sí mismo, que bajo del cielo a la tierra y que se hizo niño para sálvanos y para que le amasemos? ¡Amemos al Niño de Belén!, como exclamaba el enamorado San Francisco de Asís; amemos a Jesucristo, que con tantos trabajos ha buscado conquistarse nuestros corazones.
           
I I

            Y por amor a Jesucristo debemos amar también a nuestros prójimos, aun a quienes nos hayan ofendido. Isaías llamo al Mesías Padre Eterno; para ser, pues, hijos de este Padre, el mismo Jesús nos amonesta que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a quien nos haga mal: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos. De ello nos dio ejemplo sobre la cruz, rogando al Eterno Padre perdonara a quienes lo crucificaron. Quien perdona el enemigo, dice San Juan Crisóstomo, no puede menos de ser perdonado por Dios, pues nos asiste la divina promesa: Absolved y seréis absueltos. Perdonad y seréis perdonados. Cierto religioso, cuya vida no había sido muy ejemplar, lloraba en la muerte sus pecados, pero con mucha confianza y alegría, pues decía que nunca se había vengando; como si dijese: Cierto que ofendí al Señor, pero El prometió perdonar a quien perdonara a sus enemigos; yo perdone a quienes me ofendieron, por lo que debo estar seguro de que Dios también me perdonara a mí.
            Y, hablando en general de todos los pecadores, ¿Cómo desconfiaremos de obtener el perdón si pensamos en Jesucristo? El Verbo eternos se humillo hasta revestirse de carne humana para alcanzarnos perdón de Dios. No vine a llamar justos, sino pecadores. Digámosle, pues, con San Bernardo: “En tu anonadamiento resplandeció la compasión y la caridad”. Santo Tomas de Villanueva nos excita a la confianza diciendo: ¿Que temes, pecador? ¿Cómo te condenaría, cuando te arrepientes el que murió para que no te condenaras? ¿Cómo te rechazara, cuando vuelves, el que del cielo bajo a buscarte?”
            No tema, pues, el pecador que quiere dejar el pecado, deseoso de amar a Jesucristo; no se espante, sino más bien confié; si odia el pecado y busca a Dios, no se aflija, antes alégrese: Y el corazón se alegre de los que al Señor andan buscando. El Señor protesta que quiere olvidar las injurias recibidas, si el pecador se arrepiente de ellas: Si el impío se convierte de todos sus pecados…, ninguno de los pecados que cometió le será recordado. Y, para inspirarnos mayor confiesa, nuestro Salvador se hizo niño. “¿Quién teme llegarse a un niño? “, prosigue Santo Tomas de Villanueva. Los niños no inspiran temor ni espanto, sino dulzura y amor. “El niño no entiende de iracundias, y si se enfada, fácilmente se aplaca”, expone San Pedro Crisologo. Los niños se diría que no saben enojarse, y, si a las veces tienen su rabietillas, fácilmente se les aplaca: basta darles una fruta, una flor, hacerles una caricia, dirigirles alguna palabrilla afectuosa, y al instante perdonan y se olvidan de la ofensa recibida. Una sola lágrima de dolor, un solo arrepentimiento del corazón bastan para aplacar a Jesús Niño. “Ya conocéis la idiosincrasia infantil, prosigue Santo Tomas de Villanueva; con una lagrimilla se aplaca si es ofendido y se olvida de la injuria. Acercaos, pues, a Él, ya que es niño y parece haber depuesto su divina majestad”. Depuso su majestad divina y se dejó ver como un niño para animarnos a echarnos a sus pies. “Nace niño, añade San Buenaventura, para que no receles de su poder ni de su justicia”. Y Gerson le dice: “¡Oh Dios!, ocultaste tu sabiduría tras la edad infantil, para que no nos acusase de nuestros delitos; tu justicia tras la humildad, para que no nos condene; tu poder tras la debilidad, para que no nos castigue”
            Nota San Bernardo que Adán, después del pecado, al oír la voz de Dios que lo llamaba: ¿Dónde estás?, contestó, lleno de temor: Oí el ruido (de tus pasos) en el vergel, y temeroso, porque estoy desnudo, me escondí. Pero el Verbo encarnado, añade,  añade el Santo al hacerse hombre, nada conserva que nos inspire terror.  «No temas, añade que Él viene no a castigarte, sino a salvarte». “Mira, continúa, que es niño y no tiene voz que te amedrente; pues la voz del niño causa compasión más que temor; conque la madre faja sus manecitas, ¿y aun temes tú?”
            Alegraos, pues, pecadores, exclama San León, que el nacimiento de Jesús trae el nacimiento de la paz: no en vano el profeta Isaías le llama Príncipe de la paz. Jesucristo es príncipe, no de venganza contra los pecadores, sino de misericordia y de paz, haciéndose mediador para restablecer la paz entre Dios y los pecadores. «Si somos incapaces de satisfacer a la divina justicia, dice San Agustín, el Eterno Padre no despreciara la sangre de Jesucristo, que satisface por nosotros»
            Cierto Caballero, llamado don Alfonso de Alburquerque, en una travesía marina, se dio casi por muerto al verse naufragado entre escollos, cuando de pronto oyó llora a un niño, lo tomo en brazos, lo alzo al cielo y exclamo: «Señor, si yo no merezco ser oído, escuchad al menos los gemidos de este inocente niño y salvadnos». Terminada la oración, calmóse la tempestad y desapareció el peligro. Obremos también nosotros asi, miserables pecadores que hemos ofendido a Dios y fuimos condenados a muerte eterna, La justicia divina quiere con todo derecho ser satisfecha. ¿Qué haremos? ¿Desesperar? ¡Ah!, no. Ofrezcamos a Dios este tierno niño, hijo suyo, y digámosle confiadamente: ¡Señor, si no podemos satisfacer por las ofensas que os hemos hecho, aquí tenéis este niño que gime y llora y tiembla de frio en la paja de una gruta, donde satisface por nosotros y os demanda piedad. Si nosotros no merecemos perdón, lo merecen los padecimientos y lágrimas de este vuestro inocente Hijo, que os ruega nos perdonéis. Esto nos exhorta a hacer San Anselmo al decir que el mismo Jesús, por el deseo que tiene de no vernos abandonados a nuestra perdición, habla asi a quien se siente culpable ante Dios: «No desconfíes, pecador; aun cuando por tus pecados seas reo del infierno y no halles medio de librarte de él, tómame a mí, ofréceme a mi Padre y de este modo te libraras de la muerte y te salvaras». ¿Se puede imaginar mayor misericordia?, pregunta el santo Doctor. La divina Madre enseño lo mismo a sor Francisca Farnesio, en cuyos brazos puso al Niño Jesús, diciéndole: «Aquí tienes a este mi Hijo; procura aprovecharte de la ocasión para ofrecerlo a menudo a Dios»
            Y, si queremos asegurar más nuestro perdón, interpongamos a intercesión de esta misma divina Madre, que es omnipotente con su Hijo para alcanzar el perdón de los pecadores, como asegura San Juan Damasceno. Las oraciones de María, en sentir de San Antonino, tienen para con su Hijo¸ que tanto la ama y tanto mira por su honor, fuerza de mandato. Por lo que San Pedro Damiano escribe que cuando María suplica alguna gracia a su Hijo en favor de cualquier devoto suyo, se acerca, en cierto sentido, mandando y no rogando, como señora y no como sierva, pues su Hijo la honra no negándole cosa alguna. Por lo que añade San German que la Santisima Virgen. En virtud de la autoridad que tiene, o por mejor decir, que tuvo un tiempo en la tierra, puede alcanzar el perdón aun a los más perdidos pecadores.

 Afectos y súplicas
            ¡Oh dulce, oh amable, oh santo Niño mío!, para haceros amar de los hombres, nada perdonasteis, pues de hijo de Dios os trocasteis en hijo del hombre y entre los hombres quisisteis nacer como todos los niños, si bien más pobre y humillado que los demás, eligiendo por casa una cuadra, un pesebre por cuna, un poco de paja por lecho.  Quisisteis aparecer la primera vez ante nosotros cual pobrecito niño, para cautivar nuestros corazones desde vuestro nacimiento; y luego, durante toda vuestra vida, continuasteis dándonos cada vez mayores pruebas de amor, hasta elegir muerte desangrada y envilecida sobre un infame madero.  Y ¿cómo es de los hombre, pues son tan pocos los que os conocen y más pocos aun los que os ama? ¡Ah, Jesús mío!, entre estos pocos quiero contarme yo.  Os desprecié en lo pasado y, olvidado de vuestro amor, atendí sólo a mis satisfacciones, sin preocuparme de vos ni de vuestra amistad.  Pero ahora reconozco el mal que os hice, del que me arrepiento y detesto con todo mi corazón.  ¡Niño mío y Dios mío!, perdonadme por los méritos de vuestra santa infancia.  Os amo, y os amo tanto, Jesús mío, que, aun cuando todos los hombres se separan de vos y os abandonasen, yo os prometo no abandonaros, aunque tuviese que perder mil veces la vida.  Comprendo que esta luz y esta buena voluntad que ahora tengo me las habéis dado vos, por lo que os agradezco, amor mío, y os ruego me las conservéis con vuestra gracia.  Con todo, ya conocéis mi flaqueza y sabéis las veces que os traicioné; por piedad, no me abandonéis, pues sería peor que en lo pasado.  Permitid que os ame mi pobre corazón, que un tiempo os menosprecio, pero que ahora se ha enamorado de vuestra bondad, divino Niño.
            ¡Oh María, gloriosa Madre del Verbo encarnado!, no me abandonéis, pues sois madre de la perseverancia y dispensadora de las gracias.  Ayudadme, y ayudadme siempre.  Con vuestra ayuda, ¡Oh Esperanza mía!, espero ser fiel a Dios hasta la muerte.


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