"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

viernes, 19 de diciembre de 2014

De san Alfonso Maria de Ligorio Discurso IV


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO IV
(19 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO DE INOCENTE SE HIZO REO

Consomamini, consolamini, popule meus, dicit Deus vester.
Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios.


           
Antes de la venida del Redentor todo el linaje humano gemía en la mayor aflicción y desconsuelo; todos eran hijos de cólera y nadie había que pudiera aplacar al Señor, justamente irritado por sus pecados. Esto hacia exclamar entre lagrimas al profeta Isaías; he aquí que tú te airaste, pues hemos pecado… y no hubo nadie que despertara para aferrarse a ti. En efecto, dios había sido ofendido por el hombre, quien, no siendo más que pobre criatura, no podía absolutamente satisfacer a la injuria hecha a una Majestad infinita. Preciso era que un Dios satisficiese a la divina Justicia; mas este otro Dios no existía, porque solo hay uno; por otra parte, el ofendido no puede satisfacerse a sí mismo por la ofensa recibida, de modo que fallaba toda esperanza de satisfacción para el género humano.

         No obstante, consolaos, consolaos, ¡oh hombres!, dice el señor por Isaías, porque el mismo Dios ha hallado medio de salvar al hombre, concordando entre sí a la Justicia y al la Misericordia: La justicia y la paz se besaran. Y  ¿Cómo se llegara a esto? El mismo hijo de Dios se hizo hombre, tomo la forma de pecador y, cargando con el peso de la satisfacción por los hombres mediante las penas de su vida y padecimientos de su muerte, satisfizo plenamente a la divina Justicia, quedando así satisfechas la Justicia y la Misericordia.
         Para librar a los hombres de la muerte eterna, Jesucristo  de inocente se hizo reo y quiso aparecer como pecador. A tal estado lo redujo el amor que tenia a los hombres. Considerémoslo, pero antes pidamos luces a Jesús y a María para sacar el provecho necesario.

I

¿Qué era Jesucristo? Era, como responde san Pablo, santo, inocente,  incontaminado, y, por decirlo mejor, era la misma santidad, la misma inocencia y la misma pureza, pues era verdadero Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre y tan querido del Padre como lo patentizo en las aguas del Jordán, afirmando que en El cifraba sus complacencias. Y  ¿Qué hizo este querido Hijo para librar a los hombres del pecado y de la muerte por él merecida? Se manifestó para quitar de en medio nuestros pecados. Presentose a su divino padre y se ofreció a pagar por los hombres, y el Padre, como dice el apóstol, lo envió a la tierra a revestirse de carne humana, para asemejarse al pecador: Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado… y añade después San Pablo: y como víctima por el pecado, condeno al pecado en la carne; y, como se explican San Juan Crisóstomo y Teodoreto, el Padre condeno al pecado a ser privado del reinado que había adquirido sobre los hombres, condenando a la muerte a su divino Hijo, que, aun cuando revestido de carne inficionada por el pecado, era sin embargo, santo e inocente
         Dios, pues. Para salvar a los hombres y para que quedase a la vez satisfecha su justicia, quiso condenar a su propio Hijo a vida trabajosa y muerte cruel. Pero  ¿será cierto esto? No solo es cierto, sino artículo de fe, como nos lo asegura San pablo: a su propio Hijo no perdono, antes por nosotros todos lo entrego. Que es lo que nos declara el mismo Jesucristo: Así amo Dios al mundo, que entrego a su Hijo unigénito. Cuenta Celio Rodigino que un tal deyotaro, padre de muchos hijos, mato bárbaramente a todos, menos a uno, a quien amaba de modo particular y a quien quería hacer  heredero de todos sus bienes. Dios hizo lo contrario, permitió que mataran a su Hijo predilecto, a su unigénito, para que nosotros, viles y míseros gusanillos, alcanzáramos la salvación. Así amo Dios al mundo, que entrego a su hijo unigénito. Consideremos estas palabras: Así amo Dios al mundo  ¿Cómo? Dignándose amar a los hombres, miserables, rebeldes e ingratos gusanillos, y amarlos hasta el extremo de darles su unigénito, ya que, como expone San Juan Crisóstomo, la expresión (sic)  denota la vehemencia del amor. Nos dio, pues, a su mismo divino hijo, a quien ama como a sí mismo. No nos dio un criado, ni un ángel, ni un arcángel, sino a su Hijo, añade el propio doctor. Entrego a su hijo; pero ¿Cómo lo entrego? Humillado, pobre, despreciado, puesto en manos de sayones, para morir avergonzado en infame patíbulo. ¡Oh gracia, oh fuerza del amor de un Dios! -exclama al llegar a este punto San Bernardo-. Y  ¿Quién  no se enternecería si supiese que un monarca, para libertar a un esclavo suyo, obligase a morir a su único hijo, a quien amaba con amor de padre y amaba como a si mismo se pudiera amar? San Juan Crisóstomo llega a preguntarse: Si dios no lo hubiera hecho, ¿Quién habría podido pensarlo  ni esperarlo?

         Pero, señor, ¿no parece algo a modo de injusticia condenar a muerte a vuestro inocente Hijo para salvar al esclavo que os ofendió? Según la razón humana, dice Salviano, se tendría ciertamente por injusto el condenar a muerte a un hijo inocente para libertar a indignos esclavos de la muerte merecida por sus crímenes. Mas por parte de Dios no ha habido injusticia alguna, porque el mismo Hijo se ofreció al Padre para satisfacer por los hombres, como lo atestigua Isaías: fue maltratado, mas él se doblego. He aquí, pues, a Jesús que se inmola voluntariamente por nosotros como victima de amor; vedle semejante al corderillo en manos de quien lo esquila, continua el profeta, dispuesto, si bien inocente, a sufrir por parte de los hombres toda suerte de desprecios y tormentos, sin desplegar los labios: cual oveja ante sus esquiladores enmudecida, y no abre su boca. Ved, finalmente, a nuestro amable Redentor que, para salvarnos, quiso padecer la muerte y las penas que habíamos merecido: Nuestros sufrimientos el los ha llevado, nuestros dolores el los cargo sobre si. San Gregorio Nacianceno dice que no rehusó padecer como culpado, con tal de que los hombres alcanzasen su salvación.

         ¿Quién hizo, ni podrá jamás hacer, otro tanto?, exclama San Bernardo. ¿Cuál fue la razón de este inmenso prodigio? ¡Un dios morir por su criatura! Nada más que el amor que Dios tiene a los hombres.  Al contemplar el santo como nuestro amable salvador fué preso por los soldados en el huerto de Getsemaní, como refiere san Juan: y le ataron le pregunta: ¿Qué tenéis vos que ver con las cuerdas? Señor mío, pregunta, yo os miro atado como reo por esta canalla, que os conduce injustamente a la muerte; pero  ¿Qué tienen que ver con vos las cuerdas y las cadenas? Estas estarán bien en los malhechores, pero no en vos, que sois inocente, hijo de Dios, la misma inocencia, la santidad. San Lorenzo Justiniano responde que Jesucristo fue conducido a la  muerte no con los cordeles con que le ataron los soldados, sino por el amor que tenia a los hombre, por lo que exclama: ¡oh caridad, cuan fuertes son tus lazo, que has podido atar a toda un Dios! Y san Bernardo, considerando la injusta sentencia de Pilatos condenando a Jesús a la cruz, después de haberos declarado inocente, prorrumpe en llanto, diciendo a este: ¡ah, Señor mío, oigo que el inicuo juez os condena a muerte de cruz! ¿Qué mal habéis cometido? ¿Qué delito para merecer muerte tan penosa e infame? Y a continuación responde: ya comprendo, Jesús mío, el delito que cometisteis, que no es otro que el sobrado amor que tuvisteis a los hombres. Si; este amor os condena a morir, y no ya Pilatos, ya que habéis querido morir para pagar la pena merecida por los hombres.

         Al aproximarse el tiempo de la pasión de nuestro redentor, rogaba al Padre se dignase glorificarlo, admitiendo el  sacrifico de su vida: Y ahora glorifícame tú, Padre. Asombrado San Juan Crisóstomo, pregunta al oír tales palabras: « ¿Qué decís, señor?» Y  « ¿a esto llamáis gloria?» Una pasión y una muerte, acompañada de tantos dolores y desprecios, ¿se puede llamar gloria vuestra? Y le parece oír a Jesús, que responde: «Sí; es tanto el amor que profeso a los hombres, que hasta, me hacen estimar como gloria propia padecer y morir por ellos».

II

         Decid a los tímidos de corazón: ¡Esforzaos y no temáis! He aquí qué vuestro Dios traerá venganza, expiación de Dios. El vendrá y os redimirá. Dejad, pues, de temer, nos dice el profeta: no desconfiéis, pobres pecadores. ¿Cómo temeréis no ser perdonados, si vino del cielo el Hijo de Dios para perdonar, si Él mismo hizo a Dios el sacrificio de su vida en  compensación de la justa reparación debida por nuestros pecados? Si tú, con tus obras, no puedes aplacar a un dios ofendido, aquí tienes quien lo aplaca, este Niño que ahora ves recostado en la paja, temblando de frio, gimiendo y con sus lagrimas aplacando al Padre. Ya no tienes motivo para estar triste, dice San León, por la sentencia de muerte dictada contra ti, pues te acaba de nacer la Vida. Este día tiene que consolar a los pecadores penitentes, expone San Agustín. Si no puedes tributar a la divina justicia debida satisfacción, aquí tienes a Jesús haciendo penitencia por ti; comenzó a hacerla en la gruta, la prosiguió durante toda su vida y la termino en la cruz, en la que, según San Palo, clavó el decreto de nuestra condenación, cancelándolo con su sangre. Y el mismo Apóstol añade que Jesucristo, al morir por nosotros, se hizo nuestra justicia, borrando nuestros pecados, añade San Bernardo. En afecto, al aceptar Dios por nosotros los sufrimientos y muerte de Jesucristo se obligo en justicia a perdonarnos. El  inocente se hizo victima por nuestros pecados, para que por sus meritos se nos concediese después, de justicia, el perdón. Que por eso David pedía a Dios se dignase salvarlo, no solo por su misericordia sino también por su justicia.

         Dios siempre tuvo extremado deseo de salvar a los pecadores, y este deseo le hacía ir tras ellos gritando: recordad esto y afirmaos; parad mientes en ello, pecadores. Pecadores, entrad en vosotros mismos, pensad en los beneficios de mi recibidos, en el amor que os he tenido, y no me ofendáis mas. Volveos a mí, dice Yahveh Sebaot, y yo me volveré a vosotros. ¿Por  que queréis morir, oh casa de Israel? Arrepentíos, pues, y viviréis. Hijos míos, ¿Por qué queréis perderos y condenaros a muerte eterna? Volved a mí y viviréis. Su infinita misericordia lo hizo bajar del cielo a la tierra para librarnos de la muerte. Pensemos en lo que dice San Pablo: Antes que Dios se hiciese hombre, conservaba su misericordia hacia nosotros; pero no podía tener compasión de nuestras miserias, porque la compasión implica pena y Dios no es capaz de ella. Por eso dice el apóstol que el Verbo eterno, para tener compasión de nosotros, quiso hacerse hombre pasible y semejante a los hombres, para que así no  solo pudiera salvarnos, sino también compadecernos. Pues no tenemos un pontífice incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, antes bien probado en todo a semejanza nuestra excluido el pecado. Y en otro pasaje dice: Debió en todo ser asemejado a sus hermanos, para ser compasivo y fiel pontífice en las cosas que miran a Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo.

         ¡Oh, y cuán grande es la compasión que tiene Jesucristo de los pobres pecadores! Ella la hace decir que El es el pastor que va en busca de la ovejuela perdida y que, al encontrarla, lo celebra diciendo: Dadme el parabién, porque halle mi oveja perdida, y, en hallándola, pónesela sobre los hombros, y la estrecha, por temor de volverla a perder. Su compasión le hizo decir que era el padre amoroso que, cuando vuelve a sus pies algún hijo prodigo, no lo rechaza, sino que lo abraza, lo besa y casi desfallece por el gran consuelo y ternura que siente al ver su arrepentimiento. Ella le hizo exclamar: Mira que estoy a la puerta y doy aldabadas; es decir, que aun cuando nuestra alma lo arroje de si por el pecado, no la abandona, sino que a la puerta del corazón prosigue su llamada con nuevas inspiraciones. Ella le hizo decir a los discípulos que  con indiscreto celo reclamaban venganza contra quienes no habían querido recibirlo: No sabéis a que espíritu pertenecéis. ¿Conque veis la extremada compasión que tengo para con los pecadores, y aun me pedís venganza? Retiraos, porque vuestro espíritu no es conforme al mío. Esta compasión, finalmente, le hizo decir: Venid a mi todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviare. Y, realmente, ¡con  cuanta ternura perdono este amable Redentor a la Magdalena luego que reconoció sus faltas, haciéndola tan gran santa! ¡Con que ternura perdono al paralitico,  dándole a la vez la salud del cuerpo! ¡Con que ternura, especialmente, trato a la mujer adultera! Presentáronle los sacerdotes a esta pecadora para que la condenase, pero Jesús se contento con responder a la pecadora: Tampoco yo te condeno, como si hubiese querido decir: Nadie de cuantos te trajeron aquí te ha condenado, y ¿Cómo te voy a condenar yo, que he venido a salvar a los pecadores? Anda y desde ahora no peques más.
         ¡Ah! No temamos a Jesucristo; temamos solo nuestra obstinación, si, después de haberlo ofendido, no queremos escuchar su voz, que nos llama al perdón. ¿Quién será el que condene?, dice el Apóstol. Cristo Jesús, el que murió  -o más bien el que resucito-, es quien asimismo esta a la diestra de Dios y quien además intercede por nosotros. Si queremos permanecer obstinados, Jesucristo se verá obligado a condenarnos; pero, si nos arrepentimos del mal hecho, ¿Qué habremos de temer de Él? ¿Quién te ha de condenar? ¿Tal vez (dice San Pablo) el mismo Redentor, que murió para no tener que condenarte? ¿El mismo que, para perdonarte a ti, no quiso perdonarse a si?  Para redimir al siervo, no se perdono a sí mismo, dice San Bernardo.

         Vete, pues, pecador, vete al establo de Belén y agradece al Niño Jesús, que por ti tiembla de frio en la gruta y por ti gime y llora en la paja; agradece a este divino Redentor, que bajo del cielo para llamarte y salvarte. Si deseas conseguir perdón, mira que te está esperando en aquel pesebre para perdonarte. Vete allí y alcanzaras perdón, y luego no te olvides del amor que te manifestó Jesucristo: No olvides los favores de quien te dio fianza. No te olvides, dice el profeta, esta gracia que te ha hecho saliendo fiador de tus deudas para con Dios y cargando con el castigo que tenias merecido; no lo olvides y amale. Y sábete que, si le amares, no serán parte los pecados para impedir que recibas de Dios las gracias más grandes y más especiales que reserva para las almas más predilectas: Dios coordena en acción al bien de los que le aman. También los pecados cometidos sirve de provecho al pecador que los detesta y lamenta, porque contribuirá a tornarlo más humilde y más agradecido a Dios, al considerar que con tanto amor lo ha acogido: Habrá en el cielo más gozo por un solo pecador penitente que no por noventa y nueve justos.

         Y ¿Cuál será el pecador que alegra más al cielo que la buena conducta de tantos justos a la vez? El que, agradecido a la divina bondad, se entrega con todo fervor al amor divino, como lo hicieron un San Pablo, una Santa Magdalena una Santa María Egipciaca, un San Agustín, una Santa Margarita de Cortona. A esta Santa, que había sido muchos años insigne pecadora, Dios le enseño el puesto que tenía reservado en el cielo, en medio de los serafines, y entre tanto la regalaba en vida con multitud de favores, por lo que, al verse tan favorecida, dijo cierto día al Señor: Y ¿de dónde a mi tantas gracias? ¿Os olvidasteis ya de las ofensas que os he hecho? Y Dios le respondió: Y ¿no sabes, como ya te he dicho, que, cuando un alma se arrepiente de sus culpas, yo me olvido de todas las injurias recibidas? Esto es lo que indico por el profeta: Si el impío se convierte de todos sus pecados…, ninguno de los pecados que cometió le será recordado.

         Concluyamos. Por tanto, los pecados cometidos no nos impiden ser santos. Dios nos ofrece al punto su poderoso auxilio, si lo deseamos y pedimos. ¿Qué falta, pues? Que nos entreguemos del todo a Dios y le consagremos, a menos, los dias que nos restaren de vida. ¡Manos a la obra! ¿A que esperar?  Si no adelantamos, no es por culpa de Dios, sino por nuestra culpa. Cuidemos de que estas misericordias y amorosas llamadas no se nos truequen en remordimiento y desesperación en la hora de la muerte, cuando no haya tiempo de repararlo y llegue la noche: Viene la noche en que nadie puede trabajar.

         Encomendémonos a María Santísima, que se gloria, en sentir de San Germán, de trocar en santos a los mas perdidos pecadores, alcanzándoles no solo la gracia ordinaria, sino la de una eximia conversión. La razón de que pueda hacerlo, es que pide como Madre. Y ella misma nos anima, como la hace hablar la santa Iglesia: Riquezas y gloria me acompañan… para repartir bienes a mis amigos. Venid a mi todos, porque en mi hallareis toda esperanza de salvación y de salvación como santos.



Afectos y suplicas

¡Oh Redentor y Dios mío!, ¿quién soy yo para que tanto me hayáis amado y continuéis amándome? ¿Qué habéis recibido de mí, que a tanto amor os ha forzado, sino desprecios y disgustos, que habían de obligaros a abandonarme y arrojarme para siempre de vuestra presencia? Pero, Señor, acepto cualquier castigo, excepto este, porque si vos me abandonáis y priváis de vuestra gracia, no podre volver a amaros. No rehuyó el castigo, sino que quiero amaros, y amaros con todas mis fuerzas. Quiero amaros como está obligado un miserable pecador que, al cabo de favores tan especiales y tantas muestras de amor recibidas, os ha renunciado a vuestra gracia y vuestro amor. Perdonadme, amado Niño mío, que ya me arrepiento con todo mi corazón de cuantos disgustos os he dado. Pero sabed que no me contento con el simple perdón; quiero, además, la gracia de amaros siempre mas y mas; quiero compensar, en cuanto pueda, con mi amor la ingratitud con que os traté en lo pasado. El alma inocente os ama como inocente, agradeciéndoos haberla preservado de la muerte del pecado. Yo he de amaros como pecador, es decir, antiguo rebelde, como tantas veces condenado al infierno, merecido por mis culpas, y como otras tantas agraciado por vos, puesto en estado de salvación y enriquecido con luces, auxilios e inspiraciones para mi santificación. ¡Oh redentor y mil veces Redentor!, mi alma esta prendada de vos y os ama. Demasiado me amasteis, y, vencido de vuestro amor, no he podido resistir ya a tanta fineza, rindiéndome por fin a depositar en vos todo mi amor. Os amo, pues, Bondad infinita; os amo, Dios amabilísimo. Aumentad siempre y cada vez más en mi vuestras llamas y saetas. Por vuestra gloria, haced que os ame mucho corazón que tanto os ofendió.
         ¡Madre mía, María!, vos, que sois la esperanza y el refugio de los pecadores, ayudad a un pecador que quiere agradar a Dios, ayudadme a amarlo, y a amarlo mucho.



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