"POR LA CONVERSION DE LOS INFIELES"

¡Dios te salve, María, Virgen y Madre de Dios! Aunque miserable pecador, vengo con la mayor confianza a postrarme a vuestros pies santísimos, bien persuadido de ser por ti socorrido de que eres la que, con tu gracia y protección poderosa, alcanzas al género humano todas las gracias del Señor. Y si estas suplicas no bastaran pongo por medianeros y abogados a los nueve coros de los Ángeles, a los Patriarcas, y Profetas, a los Apóstoles y Evangelistas, a los Mártires, Pontífices y Confesores; a las Vírgenes y Viudas; a todos los Santos del Cielo en especial al Cura de Ars, Santa Filomena, San Francisco de Asís, San Benito y justos de la tierra. Cuiden de esta página y de lo que aquí se publica para el beneficio de los fieles de la Iglesia Católica; con el único fin de propagar la fe. Que, esta página sea, Para Mayor Gloria de Dios.

sábado, 20 de diciembre de 2014

De san Alfonso Maria de Ligorio Discurso V


SEGUNDA NOVENA DE NAVIDAD

DISCURSO V
(20 de Diciembre)

EL VERBO ETERNO DE FUERTE SE HIZO DEBIL

Dicite pusillaminis: Confortamini, et nolite timere!...
Deus ipse veniete et salvabit vos.

Decid a los tímidos de corazón: ¡Esforzaos y no temáis!...
El Vendrá y os redimirá



Predijo Isaías, hablando de la venida del Redentor: ¡Desierto y yermo alégrense, exulte de júbilo la estepa y florezca como el cólquico! Hablaba el profeta de los paganos entre quienes se contaban nuestros mayores, que vivían en la gentilidad, como en tierra desierta, sin hombres que conociesen y adorasen al verdadero Dios, y llena tan solo de adoradores del demonio; tierra desierta y sin caminos, ya que estos desgraciados desconocían los de las salvación. Y predijo a continuación que esta tierra tan infeliz debía alegrarse con la venida del Mesías, al verse llena de adoradores del verdadero Dios, fortalecidos con su gracia contra todos los enemigos de su salvación, y había de florecer como el cólquico en pureza de costumbres y en olor de santas virtudes. Por eso añade el profeta; decid a los tímidos de corazón: ¡Esforzaos y no temáis!... El vendrá y os redimirá. Esta predicción la tenemos ya cumplida hoy día, por lo que permitidme que yo exclame jubiloso: ¡Alegraos, alegraos hijos de Adán!; no seáis pusilánimes; si os reconocéis débiles y flacos para resistir a tantos enemigos vuestros, desechad todo temor, porque Dios ha venido a salvaros, comunicándoos fuerza bastante para combatir y vencer a todos los enemigos de vuestra salvación.
         Y ¿cómo os facilito nuestro Redentor esta fortaleza? Trocándose de fuerte y omnipotente en débil. Tomó sobre si nuestra flaqueza, comunicándonos así su fortaleza. Veámoslo, pero antes pidamos luces a Jesús y a María.

I

         Solo Dios puede llamarse propiamente fuerte, ya que es la misma fortaleza, de quien todos los poderosos la reciben: Mía es la fuerza; por mi reinan los reyes. Dios, infinitamente poderoso, puede cuanto quiere con solo quererlo: ¡Ah, Señor, Yahveh! Mira, tú has hecho el cielo y la tierra mediante tu gran poder y tu brazo extendido. ¡No existe cosa alguna demasiado difícil para ti! El, con una sola señal, creo los cielos y la tierra, y, si quisiera, con otra señal, podría destruir toda la máquina del universo. Reconocemos que con un diluvio de fuego abrasó en un momento cinco ciudades enteras; que antes de este diluvio de fuego, con otro de agua inundo toda la tierra, muriendo todos los hombres, con excepción de solas ocho personas; en suma, dice Isaías: Y a la fuerza de tu brazo ¿quién resistirá?

         De todo lo cual se deduce cuán grande sea la temeridad del pecador, que se rebela contra Dios y lleva su audacia hasta levantar la mano contra el Omnipotente. Si viéramos a una hormiga atacar a un soldado, ¿qué pensaríamos de tal temeridad? Pues ¡cuánto más temerario es el hombre que desafía a su Criador, desprecia sus mandamientos, sus amenazas, su gracia, y se declara enemigo suyo! Y bien, a estos temerarios e ingratos vino a salvar el Hijo de Dios, haciéndose hombre y cargando con los castigos por ellos merecidos, para alcanzarles perdón. Y, al ver que el hombre, debido a las heridas causadas por el pecado, había quedado tan débil e impotente para resistir a las fuerzas del enemigo, ¿qué hizo? De fuerte y omnipotente que era, se hizo débil y cargo sobre si las debilidades corporales del hombre, para alcanzarle, con sus meritos, la fortaleza de espíritu necesaria para superar los ataques de la carne y del infierno; y aquí lo tenemos hecho niño, obligado a sustentarse de leche y tan débil, que por sí mismo no puede alimentarse, ni siquiera moverse.

         El Verbo eterno, al encarnarse, quiso esconder su fortaleza. Encontramos a Jesús, dice San Agustín, fuerte y enfermo: fuerte, porque sin trabajo lo ha creado todo, y enfermo, porque lo vemos semejante a cualquiera de nosotros. Pues bien, este fuerte quiso hacerse débil, dice el Santo, para reparar con su debilidad nuestras enfermedades y alcanzarnos así la salvación. Y por esto dice que se comparó a la gallina, hablando con Jerusalén: ¡Cuantas veces quise congregar a tus hijos de la manera que la gallina recoge a sus pollitos debajo de las alas, y no quisiste! La gallina enferma para criar a sus polluelos (nota San Agustín), y así se da a reconocer por madre; igual hizo nuestro amoroso Redentor, tornándose débil y participando de nuestras enfermedades, para que le reconociéramos como padre y como madre de nosotros, pobres enfermos.

         He aquí al que rige al cielo, dice San Cirilo, envuelto en pañales y sin poder extender los brazos. Vedlo en el viaje que emprendió a Egipto por orden se du Eterno Padre; aun cuando quiere obedecer, no puede caminar, y necesita que María y José lo lleven en brazos Y a la vuelta de Egipto, añade San Buenaventura, necesitan descansar a menudo por el camino, porque el niño ya era grandecito para llevarlo siempre en brazos, pero no lo bastante para que pudiese andar por sí mismo todo el camino.     

         Vedlo después, mayorcito, en el taller de Nazaret, afanado en el trabajo y sudando para ayudar a José en la carpintería. ¡Oh!, ¿quién, contemplando atentamente a Jesús, jovenzuelo que se fatiga desbastando un tosco madero, no le diría: Pero que, amable jovencito, ¿no sois vos el Dios que con una sola señal sacasteis los mundos de la nada? Y ¿cómo se explica que ahora tan presto os fatiguéis y sudéis al desbastar este tosco leño, cuyo trabajo aun no habéis acabado? ¿Quién os redujo a tal debilidad? ¡Oh fe santa! ¡Oh divino amor! ¡Semejante pensamiento, bien meditado, debiera no solo inflamarnos, sino, por decirlo así, incendiarnos de amor! ¡Ved aquí adonde ha llegado todo un Dios! Y ¿para qué? Para hacerse amar de los hombres.

         Vedlo, finalmente, en los postreros instantes de su vida, atado con cuerdas en el huerto, de las que no se puede librar; atado en el pretorio a la columna, para ser azotado; con la cruz a cuestas y sin fuerzas para llevarla, por lo que su caminar es un continuado caer; vedlo enclavado en la cruz, sin que se pueda librar de ella, y reducido a la agonía por su extrema debilidad, desfalleciendo y expirando.



II


         Y ¿Por qué se hizo tan débil Jesucristo? Para comunicarnos de esta manera, como arriba apuntamos, su fortaleza, y para vencer así y abatir las fuerzas del infierno. Dice David, que es propio de Dios e inherente a su naturaleza la voluntad de salvarnos y de librarnos de la muerte. Dios Salvador es Dios para nosotros, y es de Yahveh, el Señor, librar de muerte; palabras que comenta así Belarmino: Propio es esto de Dios: tal es su naturaleza; nuestro Dios es un Dios Salvador y a El corresponde librarnos de la muerte. Si somos débiles, confiemos en Jesucristo y lo podremos todo: Para todo siento fuerzas en aquel que me conforta, decía el apóstol. Para todo siento fuerzas, más no las mías propias, sino las que me alcanzo mi Redentor con sus merecimientos: Tened buen ánimo, yo he vencido al mundo. Hijos míos, nos dice Jesucristo, si no podéis resistir a vuestros enemigos, yo he vencido al mundo, y lo he vencido por vosotros; mi victoria se ha alcanzado para vuestro bien. A vosotros toca ahora aprovecharos de las armas que os dejo para defenderos, y con las que saldréis victoriosos, ¿Cuáles son estas armas que nos dejó Jesucristo? Dos, sobre todo: el uso de los sacramentos y la oración.

         Todos saben que, mediante los sacramentos, y en especial los de la Penitencia y Eucaristía, se nos comunican las gracias que el Redentor nos mereció. La experiencia cotidiana enseña que cuantos reciben frecuentemente estos perseveran constantes en la gracia de Dios. Quienes comulgan frecuentemente, ¡cuánta fuerza reciben para resistir a las tentaciones! La sagrada Eucaristía se llama pan, pan celestial, para que comprendamos que, así la comunión conserva la vida del alma, que es la divina gracia. Por eso el concilio de Trento llamo a la comunión remedio que nos libra de las culpas veniales y nos preserva de las mortales. Santo Tomas afirma, hablando de la Eucaristía, que sería incurable la llaga que nos queda del pecado si no se nos hubiese dado tan divino remedio; e Inocencio III afirma que la pasión de Jesucristo nos libra de las cadenas del pecado, y la sagrada comunión nos libra de la voluntad de pecar.

         El segundo medio eficaz para vencer las tentaciones es la oración hecha a Dios por los meritos de Jesucristo: Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, eso hare. Así, pues, todo cuanto pidamos a Dios en nombre de Jesucristo, es decir, por sus merecimientos, lo alcanzaremos. Todos los días vemos que cuantos en sus tentaciones recurren a Dios y le suplican por los meritos de Jesucristo, salen vencedores; y, por el contrario, cuantos en sus tentaciones, especialmente contra la pureza, no se encomiendan a Dios, caen miserablemente y se pierden. Para excusarse, alegan que son débiles y de carne. Pero ¿de qué les valdrá la excusa de su flaqueza, si se pueden hacer fuertes con solo acudir a Jesucristo, invocando tan solo confiadamente su santísimo nombre, cosa que rehúsan hacer? ¿Qué excusa, repito, podría alegar quien se lamentase de haber sido vencido por el enemigo si, teniendo a su mano las armas para defenderse, las despreciara y rehusase? Si insistiere en no querer alegar su flaqueza, no habría nadie que le condenara, sino que todos le dirían: Pues si conocías tu debilidad, ¿por qué no quisiste servirte de las armas que se te ofrecían?

         Dice San Agustín que el demonio fue encadenado por Jesucristo, y así puede ladrar, pero no morder, sino a aquel que se dejare morder. ¡Qué tonto es, exclama, el que se deja morder por el perro atado! Y en otro lugar dice que el Redentor nos procuró todos los remedios necesarios para curar; quien no quiere observar la ley, y muere por ello, muere por su culpa.

         Quien se une a Jesucristo, de ninguna manera es débil, sino fuerte con su divina fortaleza, ya que nos exhorta, como dice San Agustín, no solo a combatir, sino que nos da fuerzas para ello; si desfallecemos, nos alienta y con su bondad nos corona. Predijo Isaías que Saltará el cojo como un ciervo; es decir, que quien por los meritos del Redentor no era capaz ni de dar un paso, llegaría a saltar las montañas cual ciervo veloz; La tierra abrasada se trocara en estanque, y el país árido, en hontanar de aguas; las tierras más áridas serán fecundadas con abundantes aguas: En lo que era morada de chacales, su cubil, habrá verde de cañas y juncos; es decir, que el alma, primero morada de demonios, produciría el vigor de la caña, esto es, la humildad, porque el humilde, comenta el cardenal Hugo, esta vacío a los propios ojos, y produciría los juncos, es decir, la caridad, porque los juncos, comenta el mismo autor, en algunas regiones se utilizan como mecha para arder en lámparas.

         En una palabra, que es Jesucristo hallamos toda gracia, toda fuerza, todo socorro cuando a El acudimos: En todo fuisteis enriquecidos en El, en toda palabra y en todo conocimiento…, hasta el punto de no quedaros vosotros atrás en ningún carisma. Para este fin se anonado a sí mismo; se redujo, en cierto sentido, a la nada—dice el P. Cornelio--, se despojó de su majestad, de su gloria y de su fortaleza y su virtud y para ser nuestra luz, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención. El cual (Cristo Jesús)  fue hecho por Dios para nosotros sabiduría, como también justicia, santificación y redención, y está presto a dar fortaleza y ayuda a quien se la demandare.

         Vio San Juan al Señor con el seno lleno de leche (es decir de gracias) y ceñido con cinto de oro. Esto significa que Jesucristo esta, en cierto sentido, como atado y obligado por el amor que tiene a los hombres; y así como la madre, que, sintiéndose pletórica de leche, va buscando al niño a quien alimentar y que la aligere el peso, así El anhela que vayamos a pedirle gracias y auxilios para vencer a nuestros enemigos, que andan sin cesar espiando la ocasión de robarnos su amistad y la eterna salvación.

         ¡Ah, cuan bueno y liberal es Dios para el alma que resuelta y verdaderamente le busca! Por lo que, si no nos santificamos, nuestra es la culpa por no resolvernos a entregarnos por completo a Dios: Quiere, más sin eficacia, el perezoso. Los tibios quieren y no quieren, y de ahí que queden vencidos, por no estar enteramente resueltos a agradar tan solo a Dios. La voluntad resuelta lo vence todo, porque, cuando el alma se resuelve a entregarse del todo a Dios, este le alarga la mano y le da fuerza para superar todas las dificultades que se le ofrecen en el camino de la perfección. Tal fue la hermosa promesa que Isaías significo, con estas palabras: ¡Ojala desgarrases el cielo y bajases, de suerte que las montañas se tambalearan ante ti! Todo valle se alzara, y toda montaña y colina se hundirá. Esto es: Cuando venga el Redentor, con la fortaleza que prestara a las almas de buena voluntad, hallaran allanados los montes de todos los apetitos carnales, y enderezados los caminos torcidos, y suavizados los ásperos: esto es, los desprecios y los trabajos, que antes eran tan difíciles ásperos a los hombres, se tornaran fáciles y suaves en virtud de la gracia de Jesucristo y del amor divino que les infundirá.

         Por eso San Juan de Dios se regocijaba al verse apaleado como loco en un hospital; por eso Santa Liduvina se complacía al verse tantos años llagada y clavada en la cama; por eso San Lorenzo se hallaba contentísimo, hasta el extremo de burlarse del tirano cuando se hallaba en las parrillas ardiendo y dando la vida por Jesucristo; por eso tantas almas ardorosas y enamoradas de Dios encontraban la paz y el contento, no en los placeres y honores mundanos, sino en los dolores e ignominias.
         Supliquemos, pues, a Jesucristo que nos dé el fuego que vino a prender en la tierra, y así no hallaremos la menor dificultad en despreciar los mentidos bienes del mundo ni en emprender las más grandes cosas por Dios. Cuando se ama, no se sufre, decía San Agustín.  No hay trabajo ni pena en el sufrir, ni en el orar, ni en el mortificarse, ni en el humillarse, ni en el alejarse de los placeres terrenos para el alma que solo ama a Dios. Cuanto más hace o sufre, tanto más desea hacer y sufrir. Las llamas del amor divino son como las del infierno, que no dice: ¡Basta! Nada puede saciar el ardor del alma que ama a Dios

Como en el infierno
el fuego es eterno,
así al alma amante
no hay ardor bastante.

Pidamos a María Santísima, por cuyas manos (como se lo revelo a Santa María Magdalena de Pazzi), se dispensa a las almas el amor divino, que nos alcance este precioso don.  Ella ese tesoro de Dios y la tesorera de todas las gracias, y especialmente del divino amor, como se expresa el Idiota.

Afectos y Suplicas

         ¡Redentor y Dios mío!, perdido estaba, pero con vuestra sangre me rescatasteis del infierno; pequé miserablemente muchas veces, pero de nuevo me librasteis de la muerte eterna: Tuyo soy; socórreme. Ya que ahora soy vuestro, como lo espero, no permitáis que vuelva a perderme, rebelándome contra vos. Resuelto estoy a sufrir la muerte y miles de muertes antes que verme de nuevo vuestro enemigo y esclavo del demonio. Pero vos conocéis mi debilidad y sabéis de mis traiciones, y por ello me habéis de dar fuerzas para resistir los asaltos que me dará el infierno. Comprendo que no faltareis en socorrerme siempre que a vos recurra en mis tentaciones, pues dijisteis: Pedid y recibiréis. Todo el que pide recibe. Este, con todo, es mi temor: olvidarme de recurrir a vos en mis necesidades y así caer vencido miserablemente. Esta es, pues, la gracia que, sobre todo, os pido: dadme luces y fuerza para acudir siempre a vos e invocaros siempre que sea tentado. Y ayudadme, además, para que siempre os pida esta gracia. Concedédmela por los meritos de vuestra sangre.  Y vos, ¡oh María, alcanzádmela, por el amor que a Jesucristo tenéis!


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