DIA DE TODOS LOS SANTOS
Presencia de Dios.— Señor, por intercesión de tus Santos,
pueda yo recorrer animosamente
el camino de la santidad.
PUNTO PRIMERO.— La Iglesia santa, siempre afanosa y solicita por nuestra salvación, exulta hoy de inmenso jubilo al contemplar la gloria de sus hijos que, llegados a la patria celestial, se encuentran ya en puerto seguro para toda la eternidad, libres para siempre de las asechanzas del maligno, para siempre porción escogida y pueblo de Dios. Y como madre orgullosa del triunfo de sus hijos, los presenta a toda la cristiandad, invitando a cada uno de los fieles a compartir su gozo materno: «Alegrémonos todos en el Señor, celebrando la fiesta de Todos los Santos, de cuya solemnidad se regocijan los ángeles y entonan alabanzas al Hijo de Dios» (introito).
La Epístola (Ap. 7,2-12) nos ofrece la visión apocalíptica de la gloria de los Santos: «Vi una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de todas las gentes y tribus y pueblos y lenguas, que estaban de pie delante del trono y delante del Cordero vestidos con blancas vestiduras y palmas en sus manos». Filas de mártires, de apóstoles, de confesores, y de Vírgenes, teorías luminosas que incesantemente adoran y alaban diciendo: «¡Bendición, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén!».
Y ¿quiénes son estos Santos tan gloriosos? Son hombres que han vivido como nosotros en esta tierra, que han conocido nuestras miserias, nuestras dificultades y nuestras luchas. Algunos de ellos nos son bien conocidos, pues la Iglesia los ha elevado al honor de los altares, pero la mayoría es totalmente ignorada. Gente humilde que ha vivido oscuramente en el cumplimiento de su deber, sin esplendor, sin nombradía, de quienes nadie aquí abajo se acuerda, pero a quienes el Padre celestial ha visto y conocido secretamente y, habiendo puesto a prueba su fidelidad, los ha introducido en su gloria. Y si entre esta turba inmensa se encuentran personajes que en la tierra han ocupado puestos honoríficos y realizado grandes obras, esto no tiene ningún valor: su bienaventuranza eterna no guarda relación ninguna con la grandeza tenida aquí abajo. De los humildes y de los grandes, de los pobres y de los poderosos una sola cosa permanece: el grado de amor por ellos alcanzado, al cual corresponde el grado de gloria que los hace eternamente felices.
"¡Oh almas que ya gozáis sin temor de vuestro gozo, y estáis siempre embebidas en alabanzas de mi Dios! Venturosa fue vuestra suerte. Qué gran razón tenéis de ocuparos siempre en estas alabanzas, y qué envidia os tiene mi alma, que estáis ya libres del dolor que dan las ofensas tan grandes que en estos desventurados tiempos se hacen a mi Dios, y de ver tanto desagradecimiento, y de ver que no se quiere ver esta multitud de almas que lleva Satanás.
"¡Oh bienaventuradas animas celestiales! Ayudad a nuestra miseria, y sednos intercesores ante la divina misericordia, para que nos dé algo de vuestro gozo, y reparta con nosotros de ese claro conocimiento que tenéis. Dadnos, Dios mío, Vos a entender qué es lo que se da a los que pelean varonilmente en este sueño de esta miserable vida. Alcanzadnos, ¡Oh animas amadoras!, a entender el gozo que os da ver la eternidad de vuestros gozos, y como es cosa tan deleitosa ver cierto que no se han de acabar.
"¡Oh animas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa y permaneciente con este precioso precio!, decidnos: ¿cómo granjeabas con él bien tan sin fin? Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed" (TJ. Ex. 13, 1-2.4)
PUNTO SEGUNDO.— Mientras que la Epístola nos ha hecho entrever algo de la vida de los Santos en la gloria del cielo, el Evangelio (Mt. 5,1-12), reproduciendo un paso de las Bienaventuranzas, nos muestra cuál ha sido su vida en la tierra: «Bienaventurados los pobres de espíritu; bienaventurados los mansos; bienaventurados los que lloran; bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; bienaventurados los limpios de corazón; bienaventurados los pacíficos; bienaventurados los que sufren persecuciones». Pobreza, humildad, desasimiento de las cosas terrenas; mansedumbre de espíritu, resignación y paciencia en el dolor; rectitud, hambre de justicia, bondad y comprensión para con el prójimo, pureza de mente y de corazón; espíritu pacifico y pacificador, fortaleza y generosidad que por amor de Dios abraza cualquier sufrimiento y sufre cualquier injusticia: estas son las características de la vida llevada por los Santos en el mundo este es el programa de nuestra vida, si queremos llegar como ellos a la Santidad.
Queremos hacernos santos, pero querríamos que fuese de un modo fácil, sin hacernos violencia a nosotros mismos, sin fatigarnos; queremos practicar la virtud, pero solo hasta un cierto punto, solamente cuando no nos impone sacrificios demasiado costosos, cuando no nos contraria demasiado; y así acaece que, en presencia de actos virtuosos que exigen una mayor renuncia a nosotros mismos o que implican la aceptación de cosas difíciles y repugnantes como, por ejemplo, sofocar los resentimientos del amor propio, renunciar a hacer valer la propia razón, someternos y condescender con quien nos es contrario, con frecuencia— por no decir siempre— nos echamos atrás, pensando que no es preciso llegar a tanto.
Y sin embargo nuestro aprovechamiento en el camino de la santidad depende precisamente de estos actos que rehusamos practicar; sin ellos llevaremos siempre una vida mediocre, estaremos siempre al mismo nivel, si es que no tornamos atrás. Supliquemos a los Santos, que hoy honramos, nos ayuden a vencer nuestra pereza, nuestra debilidad, nuestra cobardía; a ellos que nos han precedido en al arduo camino de la santidad, pidámosles fuerza para seguirles. «Si estos y aquellos , ¿por qué no yo? (San Agustín). La gracia que Dios ha dado a los Santos nos la da también a nosotros, mas lo que por desgracia falta es nuestra correspondencia.
"¡Oh bienaventurados moradores del cielo! Soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero se también cuanto gustan los corazones nobles y generosos de hacer el bien. Os suplico, pues, que me adoptéis por hija. Para vosotros solos será la gloria que me hagáis adquirir; pero dignaos escuchar mi suplica. Es temeraria, lo sé; sin embargo, me atrevo a pediros que me alcancéis vuestro doble amor" (TNJ. Hist. 11,16)
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